viernes, 26 de septiembre de 2008

La esclava de mi vida

Desde que la vi anunciada en una revista de contactos no pude quitarme su imagen de la cabeza. Me parecía la mujer más perfecta que hubiera existido nunca: sus delicados rasgos, su cabello liso y rubio, sus sorprendentes e hipnóticos ojos verdes y su voluptuoso cuerpo. Me enamoré de ella nada más verla. Pero sabía que aún no podía pretender poseerla, amarla y hacerla mía para siempre. Mi deseo por ella tendría que esperar algún tiempo, era un caro capricho que mi exiguo presupuesto no podía permitirse. Por aquel entonces yo trabajaba como asalariado en un pequeño almacén y los gastos obligados de cada mes casi se llevaban más de la mitad de mis ingresos y no podía darme ningún lujo por muy placentero que pudiera resultarme. Recorté aquella maravillosa imagen, digno boceto de una altiva reina futura protagonista de mis sueños más ardientes y la pegué con cuidado ritual en la desnuda pared del dormitorio del pequeño apartamento de alquiler en el que yo vivía. Tenerla siempre presente en el cabecero de mi cama me servía de diario estímulo para intentar esforzarme lo posible para ser en fechas no muy tardías su propietario. Por ella trabajé duramente en el almacén quedándome a hacer horas extras hasta el desmayo. Al trabajar más y estar más cansado, salía menos, con lo que eso tenía de bueno para mi economía, ya que apenas gastaba nada que no hubiera antes presupuestado en mi cuadernillo donde lo apuntaba todo. Cada noche rozaba su foto con las yemas de mis dedos, le daba un apasionado beso que abarcaba todo su cuerpo y me acostaba, no sin antes dejar volar mi imaginación a un futuro no muy lejano en el que ambos compartiríamos el mismo techo. Me imaginaba mi vida a su lado, las eternas noches de sexo y goce y la pasión que envolvería mi vida para siempre. Por fin lograría ser feliz. Quería bautizar a mi futura compañera con un nombre digno de ella que la describiera en toda su magnitud y que mostrara a su vez, todo lo que era capaz de inspirarme cuando la miraba, pero ninguno me convencía plenamente. No en vano, era la primera vez en mi vida que iba a comprar una esclava y no quería dejar pasar de largo el más mínimo detalle. No deseaba un nombre corriente, nadie que existiera en el mundo podría llegar a acercarse en belleza y encanto a su persona. Poco a poco mi cuenta fue engordando y por fin conseguí el dinero suficiente para comprarme mi esclava, a la que cariñosamente apodé “sin nombre”. Contacté telefónicamente con el proveedor de aquellas sumisas muchachas que habían nacido para dar placer carnal y quedé en ir a recoger la mía esa misma tarde. Estaba deseoso por ejercer de amo y ese pensamiento es el que me provocaba de continuo recurrentes erecciones que ni siquiera pude evitar mientras conducía mi coche al ir a su encuentro. Estaba nervioso, me sudaban las manos y me sentía igual que un inquieto novio que camina ante el altar. Cuando llegué a la dirección que me habían indicado por teléfono, me sorprendí al ver más esclavas, tan bellas o incluso más que mi futura compañera, pero ninguna de ellas había compartido conmigo las noches pasadas de onanismo compulsivo así que me fui directamente al lugar donde mi bella sumisa de rasgos eslavos ya me esperaba. Pagué al vendedor al contado y la llevé a su nuevo hogar. No me importaba, tal y como me advirtió el vendedor, que fuera completamente muda. No necesitaba hablar con ella, ni quería que me preguntara cada tarde si me había ido bien en el trabajo, ni tampoco que me discutiera ninguno de mis comentarios. Yo era el amo y ella mi esclava sumisa, eso era un hecho indiscutible. La había comprado para follarla hasta la extenuación, hacerla mía y poseerla cuando a mí me apeteciera. No podía existir mayor placer para mí. Sus deseos irían ligados desde ese momento a los míos, su placer sería mi propio placer y mis apetitos carnales, la causa de su existencia. Cuando llegué a casa, la despojé impaciente de la túnica negra que tapaba su cuerpo y sin poder esperar siquiera a desvestirme, la tumbé en la cama, bajé la bragueta de mis pantalones y la desvirgué para siempre sin contemplaciones. El placer de poseer por primera vez a mi esclava fue insuperable, jamás había conseguido encontrar a ninguna mujer que se plegara a mis órdenes como ella lo hacía y sentir que la había encontrado elevó mi ego maltratado tanto por el paso de los años como por aquellas mujeres que había conocido y me habían destrozado psicológicamente. Mi esclava ni se inmutó, había aprendido cómo debía comportarse y se dejó hacer. Me sentí un triunfador por primera vez en mi vida, atractivo, fuerte y poderoso. Estaba pletórico gracias a ella. Mi muda esclava seguía al pie de la letra y con una obediencia encomiable, todos mis mandatos. Su presencia disparaba mi imaginación y cada tarde, cuando llegaba a casa tras una dura jornada de trabajo, solía esperarme desnuda a cuatro patas como una montura fiel sobre la alfombra de rallas azules de mi salón. Ver sus labios mayores, entrever la abertura de mi pozo de los deseos y contemplar sus pechos eran suficientes motivos para no perder ni un solo segundo y poseerla sin dilación. Intentaba controlar mis eyaculaciones para disfrutar lo máximo posible, pero sus apreturas me producían tempranas sacudidas en todo mi ser. A medida que fueron pasando los días me resultó insuficiente disfrutar de ella a escondidas en mi casa, quería presumir de mi esclava y comenzamos a salir de excursión en mi coche, habitualmente elegíamos el bosque como destino. Allí, entre los árboles y con el excitante riesgo de ser descubiertos, hacíamos el amor. Mi esclava a la luz del sol me resultaba todavía más atractiva. Casualmente leyendo una revista que acababa de comprar en el quiosco de la esquina de mi casa, encontré un artículo en el que se hacía referencia precisamente a la historia de un pequeño pueblo de Puerto Rico llamado Vieques, poblado en el siglo XIX por un sinfín de esclavas. En el reportaje se daba el listado de los nombres de aquellas mujeres esclavizadas en esa época, leí la lista de corrido y de inmediato encontré el nombre que estaba buscando: Matumissa. Me parecía exótico, original y estaba dotado de una maravillosa musicalidad, era un nombre digno de mi bella esclava. Matumissa se convirtió en el centro de mi vida. Creo que poco a poco aprendí a amarla. Me gustaba su ausencia de iniciativa, de voz y su total rendición a mis deseos. Cuando llegó el invierno, volvimos a recluirnos en casa y disfrutábamos de las largas noches de invierno abrazados en la cama. Me gustaba sentir sus pechos desnudos en mi torso y rozar sus suaves piernas. Enredaba su pelo entre mis dedos y su relajante olor me adormecía hasta que caía por fin en un profundo sueño. La desbordada imaginación y la inspiración de tenerla hicieron que me convirtiera en un adicto comprador de productos eróticos. Mi arsenal de esposas, látigos y todo tipo de artículos sadomasoquistas era impresionante, tanto, que tuve que hacer limpieza por primera vez en mi casa para hacerles hueco. Me tomaba mi tiempo cada noche en elegir el instrumento que utilizaría con ella. Disfrutaba atando a mi sumisa esclava a la cama, azotarla sin compasión con uno de aquellos coloridos látigos para posteriormente follarla hasta el desmayo. Pero al igual que comencé a amarla también comencé a enfermar de celos. Me volvía loco pensando por las mañanas mientras trabajaba en la posibilidad de que tuviera un amante a escondidas. Al llegar a casa necesitaba demostrar mi pleno dominio sobre ella y la poseía en el suelo, atándola fuertemente con una maroma a una pata de la cama, mientras azotaba sus desnudos glúteos una y otra vez a modo de castigo para ella y de goce para mí. Pasaron los meses y ocurrió algo en mi vida que descabaló mi existencia para siempre: comencé a relacionarme con Nuria, una compañera de trabajo con la que compartía aficiones comunes. A la hora del desayuno nos encontrábamos en los servicios de las oficinas del trabajo para demostrarnos nuestra pasión. Nuria me sorprendió por su capacidad de sumisión y su necesidad de que yo guiara su placer, casi de forma semejante a como yo lo hacía con Matumissa. Nuestros encuentros en los servicios se convirtieron en una de mis mayores fuentes de placer. Tenía una nueva esclava, ahora mi favorita, y lo mejor es que no había pagado absolutamente nada por ella. Pero en casa las cosas ya no fueron igual que siempre. Pude percibir en Matumissa un cambio de actitud. Notaba su mirada fría y rencorosa, tan distante que se me ponían los pelos de punta. Creo que sospechó desde el primer día que le era infiel. Mi capacidad para doblegarla disminuyó de día en día, intuía que la fuerza que yo perdía le daba más vida a ella. Cuando llegaba a casa, sus ojos fijos en mí conseguían acongojarme hasta tal punto, que comencé a temerla. No sólo eso, incluso mis relaciones con mi compañera también se vieron afectadas. Me sentía culpable de estar con otra mujer que no fuera mi esclava, parecía que una invisible cadena había unido nuestras vidas de tal manera que llegué a pensar que posiblemente la muerte fuera la única forma de recuperar mi perdida libertad. Tenía que matar a Matumissa, para sobrevivir yo, acabar con aquellos ojos que me torturaban cada noche, los mismos que antiguamente me habían parecido tan maravillosos. Acabaría con ella para siempre, ya no deseaba ser su amo, porque realmente había dejado de serlo el mismo día que le dejé de ser fiel. Ahora quería romper las cadenas y volver a tener una vida normal. Aquella noche cogí el cuchillo más grande que encontré en el cajón de los cubiertos de la cocina, me dirigí al dormitorio donde ya estaba ella en la cama esperando mi llegada y se lo clavé una y otra vez. Sentí que la debilidad se apoderaba de mis músculos. La miré y pude comprobar que había muerto. Mi muñeca de silicona quedó completamente destrozada, trozos de su cuerpo quedaron esparcidos por toda la estancia y un frío mortal inundó mi ser. En ese instante sentí un infinito vacío y un total arrepentimiento por el daño cometido, jamás volvería a tener en mis brazos a mi dulce esclava siliconada, jamás volvería a hacer el amor con ella, a besarla y a quedarme embelesado con sus ojos. Me di cuenta sin embargo de que ni siquiera su muerte había logrado que yo recuperara mi independencia, que al comprarla había sellado un vínculo eterno del que no me podría zafar jamás. Miré el cuchillo y obedecí aquellas voces interiores que me impelían a seguir con ella, convenciéndome de que era lo mejor para ambos. ¿Qué más daba que nuestra unión fuera en vida o en muerte?

sábado, 13 de septiembre de 2008

Las aspirinas de Matilde


Como cada mañana a las 10 en punto exactamente, Matilde llegó a la farmacia. Con esfuerzo subió la puerta metálica que protegía el escaparate, metió la llave en la cerradura y se hizo el propósito de llamar ese mismo día al cerrajero para que le echara un vistazo y la arreglara de una maldita vez. Encendió las luces del interior y se colocó la bata que dejaba siempre detrás de la puerta del pequeño garito que le servía a su vez de almacén y sala de estar para pasar los ratos de soledad en los que nadie entraba a comprar.

Miró su rostro reflejado en el cristal de la vitrina donde guardaba las cremas de belleza y se notó algo cansada. Había dormido mal y estaba nerviosa, su cabeza no paraba de dar vueltas a las mismas ideas que recurrentes saturaban su cabeza de pensamientos negativos. Su cumpleaños había pasado sin pena ni gloria, otro más, el tiempo iba pasando pero su vida no había cambiado en absoluto. Seguía haciendo las mismas cosas que hacía diez años atrás, cuando su padre le dejó en herencia la farmacia del pueblo en el que había vivido en su infancia. No podía dejar de pensar si la vida que ahora llevaba en aquel pequeño pueblo era simplemente un error, un dejarse llevar por una rutina que a veces le resultaba asfixiante. Después de una corta relación con un chico con el que no llegó a nada, principalmente en el plano sexual, no había conocido a nadie más. ¿A quién iba a conocer en aquel pueblo aislado por aquella complicada carretera de montaña plagada de ciclistas? Más de un dominguero había tenido que atender tras sufrir un colapso de puro agotamiento al llegar hasta la cumbre. ¿Pero acaso no leía ninguno el cartel que anunciaba que se trataba de un puerto de primera categoría? Ojalá se fijara en ella alguno de aquellos aguerridos deportistas, esos que sí conocían el camino y llegaban con sus fuerzas casi intactas.

La puerta se abrió y Matilde saludó al muchacho de la cooperativa de farmacia que de forma puntual le suministraba los pedidos. Era alto y desgarbado, tendría unos cinco años menos que ella o quizás más. Siempre se mostraba atento y servicial pero jamás le miró de la manera que le hubiera gustado a ella, hacía mucho que no sentía que la mirara ningún hombre. Lo cierto es que la rutina le había hecho remolona a la hora de arreglarse, era limpia y aseada pero nada coqueta, ropa amplia y cómoda, demasiado otoñal para su edad. En aquella pequeña prisión de montaña tampoco le hubiera servido de nada. Se recolocó sus gafas de pasta negra mientras despedía al muchacho y le miró sus pantalones vaqueros caídos que dejaban asomar sus calzoncillos rayados. Tenía un buen culo, pensó. Por un instante sintió que una pequeña oleada de calor que subía hasta sus mejillas, puso sus frías palmas sobre ellas y poco a poco su temperatura descendió.

Comenzó a abrir los paquetes de medicamentos y colocó cada medicina en el sitio correspondiente: antiinflamatorios y antitérmicos a la derecha, antibióticos en la vitrina de la izquierda, los productos de parafarmacia en la vitrina central y los preservativos en la mesa acristalada que hacía de mostrador. Ese siempre era el mejor sitio para cuando venía algún mozo que había pillado a alguna muchacha para llevársela al huerto esa noche. Ojalá en vez de venderlos los usara, pensó con resignación. Sólo le quedaba el consuelo diario del onanismo bajo las frías sábanas de su cama. Sabía cual había sido su problema desde que era una chiquilla, su tremenda timidez, su imposibilidad de hablar con los hombres y mostrar cómo era. Odiaba su timidez tanto que se sentía capaz de vender su alma al diablo con tal de que se la quitara.

Aquella fría mañana de otoño parecía que no quería acercarse nadie a comprar. Posiblemente en unos días los fríos provocarían el inicio de los primeros catarros y ella se hartaría de vender antigripales. Miró la calle a través de su escaparate y vio que por fin el local que había estado en obras durante dos meses abría sus puertas. Era una completa insensatez poner un herbolario en aquel pueblo y más cuando iba a tener como vecina y rival una farmacia. Matilde no creía ni en ungüentos ni en magias y menos en aquellos hierbajos que pretendían vender. Miró al hombre que una y otra vez salía de la tienda observando el aspecto de su escaparate. Era alto y delgado, de tez blanca y poco pelo. Tenía unas espectaculares entradas, su inicio era su frente y su fin prácticamente su nuca. Por un instante, el hombre se dio la vuelta y sorprendentemente caminó en dirección a la puerta de su farmacia. Matilde se colocó de inmediato tras el mostrador y simuló actividad.
-¡Buenos días! –Dijo con una inusitada alegría su nuevo vecino- Soy Domingo, el dueño del herbolario. Quería presentarme antes de abrir, hoy es mi primer día.
-¿Qué tal?- dijo Matilde con una media sonrisa intentando concentrarse en no dejar a relucir su timidez. Domingo chocó su mano con la suya y le pareció suave y firme, tenía los dedos largos y cálidos. Un perfume de incienso empapó sus fosas nasales y sintió por un instante un relajante bienestar.

Domingo hablaba sin prisas y miraba sus ojos sin apenas parpadear, le resultaba tremendamente inquietante, era como si quisiera escudriñar cada uno de los recovecos de su alma. Mientras hablaba y preguntaba a Matilde sobre el pueblo, tocaba su brazo de forma algo intimidatoria para lo que ella estaba acostumbrada, mostrándole la seguridad de la que ella carecía. Matilde contestaba con frases cortas y a pesar de que pretendía ser lo más cortés posible, sentía que estaba siendo tan seca como alguno de los habitantes de aquel pueblo cuando no tenían ganas de hablar con nadie. Al final, todo se pega, hasta la forma de ser de todo un pueblo.

Domingo le volvió a dar la mano a modo de despedida y cuando ya estaba a punto de irse, paró y dio media vuelta.
-Se me olvidaba: ¿me puedes dar una caja de aspirinas?
-¿Un hombre dedicado al negocio de las hierbas y usa química para el dolor? Es un poco difícil de entender-dijo ella.
-No, no, son para mis flores, yo no tomo esas cosas-contestó sonriendo él-Dime cuanto es.
-Nada, son un regalo de la casa-dijo Matilde sorprendiéndose a sí misma por su amabilidad.
-Muchas gracias, pero espera un momento... Un regalo se merece otro.

Domingo salió corriendo de la farmacia en dirección a su tienda. Matilde se puso de puntillas intentando ver lo que hacía en el interior y al cabo de dos minutos le vio salir de nuevo. Entró en la farmacia y depositó sobre su mano una pequeña bolsa de plástico transparente con media docena de pastillas de color rojo.
-¿Qué es esto? –Dijo ella extrañada.
-Son completamente inofensivas, tranquila. Tómate una cada vez que dudes de tus decisiones o pretendas conseguir algo-dijo Domingo con cierta dosis de misterio y una pícara sonrisa.

Domingo salió de la farmacia y ella se quedó mirando aquellas extrañas pastillas. Su tamaño era considerable y no tenían brillo. Como ferviente seguidora de la medicina alopática, dudaba de cualquier cosa que no procediera de un laboratorio, las guardó en un cajón y continuó ordenando los medicamentos que aún faltaban por colocar.

No se volvió a acordar de aquellas pastillas, pero sí de su vecino, al que observaba día tras día a través del cristal. Lo cierto es que sus predicciones se habían cumplido y apenas entraba gente a su interior. Le daba algo de lástima que no pudiera ganar lo suficiente para poderse establecer allí y acabara yéndose. Era el primer hombre en mucho tiempo que la había mirado de forma distinta, ella misma se había notado diferente al verse reflejada en las pupilas de Domingo.

Aquella mañana se sentía inquieta, paseaba por la farmacia colocando lo ya colocado y miraba tras el escaparate deseando que Domingo volviera a su farmacia, unas tiritas, algodón, cualquier cosa que pudiera necesitar y que él no tuviera. Dudaba si entrar a su herbolario y preguntarle si necesitaba algo, pero no era capaz de decidirse. Aquella duda y las palabras de Domingo le llevaron a las misteriosas pastillas que le había dejado días atrás. No tenía ni idea de su composición pero una repentina fe ciega en sus palabras hicieron que se tomara una. Necesitó agua para que pasara del todo, era contundentemente grande. No sintió nada, no ocurrieron extraños milagros y todo siguió igual.

No fue hasta que pasaron quince minutos cuando comenzó a sentir una extraña sensación de seguridad. Percibió su cuerpo más sensual que nunca, su rostro más atractivo, y su deseo, más despierto. A pesar de todo, no se sentía con el valor suficiente de ir al herbolario y entablar una conversación con su dueño. Palpó su cuerpo a través de la bata y sintió su calor. Desabrochó su falda y la dejó sobre una silla, notaba cierto alivio, pero no lo suficiente, de espaldas al mostrador se quitó los botones de su bata, la bajó hasta la altura de su cintura atando con las mangas un nudo a su alrededor y se deshizo de su blusa, volviéndose a recolocar la bata sobre su ropa interior. Se sorprendió de la maravillosa sensación que le proporcionaba la frescura de la tela de su bata sobre su piel y decidió que desde ese momento, no llevaría más la ropa de la calle bajo la bata.

Miró de nuevo el herbolario y deseó que en ese momento entrara Domingo y con aquella profunda mirada, se diera cuenta de que tan sólo sus curvas vestían su cuerpo.

Pasados unos días, la necesidad de volver a ver a su vecino se hizo más imperiosa, más de una vez estuvo a punto de salir de la farmacia y olvidar su timidez, pero de nuevo, las dudas sobre sí misma sitiaron sus pretensiones. Esta vez fue directa hacia aquellas misteriosas pastillas, tomó una entre sus dedos y la tragó sin tanta dificultad como la primera. Esperó a que los extraños efectos de las mismas la poseyeran y de nuevo el calor se hizo su amo y señor, envolviéndola de forma más claustrofóbica. Acarició su cuerpo desnudo bajo la bata y sintió que cada caricia apaciguaba poco a poco sus ardores. Resbaló sus dedos por el antebrazo, después bajó hasta sus muslos, dibujó con sus dedos pequeños círculos cada vez más cercanos a su sexo, hasta que se encontró con él bajo sus bragas. Mientras acariciaba trémula sus labios mayores miraba el herbolario suplicando que viniera a verla, que la sentara sobre la mesa y que la estrechara hasta perderse en su cuerpo. Súbitamente, la abuela María entró ruidosamente en la farmacia y tuvo que parar. La atmósfera de sensualidad y necesidad de gozar en la que había caído desapareció en un segundo, lo que tardó aquella anciana mujer a la que todos llamaban cariñosamente “abuela” por ser la más longeva del lugar, en dar los buenos días y pedir algo para el lumbago.

Matilde desconectó unos días de su mundo, del pueblo, de su farmacia y de Domingo y su herbolario. Tanto le había insistido su amiga Mariví, que tenía un pequeño apartamento en la costa de que pasara el largo puente con ella, que al final decidió aceptar. El aire del mar le renovó por dentro y por fuera y volvió con un espíritu nuevo. Le sorprendió la grata sensación de encontrarse de nuevo en el pueblo, ya no le parecía tan inhóspito y cerrado. La primera mañana tras el descanso no dejó de pensar y dudar sobre si ir a verle o no. Necesitaba más valor para perder toda una vida de recatada timidez, su virginidad la ataba a aquellas paredes como un cruel torturador, pero su deseo se iba haciendo más fuerte e intenso cada vez que tomaba aquellas pastillas, así que cogió las cuatro pastillas que quedaban y con un gran vaso de agua se las tragó. Los efectos esta vez no se hicieron esperar, era fuego, necesidad absoluta de sexo, de gozar y de perder por fin aquella virginidad que tanto la ofuscaba. Con tan sólo la bata como vestimenta abrió decidida la puerta de la farmacia y caminó hasta el herbolario. Aún sentía algo de temblor en sus dedos, pero no resultó suficiente para impedirle entrar dentro. Domingo estaba sentado en ese momento leyendo una revista y sonrió cuando vio entrar a su recatada vecina con el pelo suelto, sin gafas, intuía que sin ropa y con una mirada de deseo que reconoció nada más verla.

Matilde estaba desatada, actuaba como si estuviera en un sueño y no pudiera despertar. Se acercó hasta Domingo y como si lo hubiera hecho toda su vida, fue deshojando la margarita que la cubría hasta quedarse desnuda de pétalos, ofreciéndole su piel desnuda. Él se levantó y comenzó a besar su cuerpo desnudo, lamió su cuello y notó en él un cierto olor a botica que le recordó los jarabes de su infancia. Acarició su espalda y notó como Matilde la arqueaba de pura excitación. Cogió sus pechos y los masajeó mientras acercaba su lengua en punta y tamborileaba sobre sus pezones. Matilde estaba en una maravillosa nube de sublime placer, acariciaba los brazos de Domingo y le dejaba hacer completamente agradecida. El olor a incienso del lugar la incitaba a mostrarse más desinhibida, se vio a sí misma desde fuera desabrochando sus pantalones, sacando su miembro y acariciándolo entre sus dedos. Pero no era una imagen, realmente era ella. Era ella la que le estaba pidiendo que la penetrara, que la hiciera suya y la poseyera, la que acercó su boca a aquel grueso pene y lo lamió como si lo hubiera hecho siempre. Domingo agarró una de las piernas de Matilde y empujándola contra la mesa del mostrador la libró para siempre de su virginal estado. Matilde gemía placenteramente y disfrutaba de su cuerpo, que era suyo pero a veces era de otra, de aquel deseo desgarrador que se había apoderado de su interior y de esa súbita espontaneidad que no era típica de ella. Domingo empujaba su cuerpo contra el de la farmacéutica suavemente, sabía que era el primero en hacerlo, lo intuyó desde el principio, su estrechez arropaba cálidamente su miembro. Le perdía la gozosa sensación de abrir nuevas puertas en su camino, de ser el sereno de los cuerpos que habían extraviado las llaves de su placer.

Tras gozar, ambos se dejaron caer al suelo. Matilde simplemente musitó un “gracias por las pastillas, me tienes explicar cuáles son sus ingredientes” y él sonrió sin decirle nada mientras pensaba en los demostrados efectos beneficiosos de los placebos sobre las personas. No se había confundido al observar a Matilde la primera vez que la vio, era tal y como se había imaginado.

Domingo volvió días más tarde por más aspirinas y en compensación por no ser cobrado regaló a su vecina otra bolsa de pastillas, en esta ocasión, de color verde, pero por si acaso tardaba tanto como la primera vez en entrar al herbolario le advirtió que era necesario tomar una cada día si quería notar algún efecto beneficioso.