sábado, 13 de septiembre de 2008

Las aspirinas de Matilde


Como cada mañana a las 10 en punto exactamente, Matilde llegó a la farmacia. Con esfuerzo subió la puerta metálica que protegía el escaparate, metió la llave en la cerradura y se hizo el propósito de llamar ese mismo día al cerrajero para que le echara un vistazo y la arreglara de una maldita vez. Encendió las luces del interior y se colocó la bata que dejaba siempre detrás de la puerta del pequeño garito que le servía a su vez de almacén y sala de estar para pasar los ratos de soledad en los que nadie entraba a comprar.

Miró su rostro reflejado en el cristal de la vitrina donde guardaba las cremas de belleza y se notó algo cansada. Había dormido mal y estaba nerviosa, su cabeza no paraba de dar vueltas a las mismas ideas que recurrentes saturaban su cabeza de pensamientos negativos. Su cumpleaños había pasado sin pena ni gloria, otro más, el tiempo iba pasando pero su vida no había cambiado en absoluto. Seguía haciendo las mismas cosas que hacía diez años atrás, cuando su padre le dejó en herencia la farmacia del pueblo en el que había vivido en su infancia. No podía dejar de pensar si la vida que ahora llevaba en aquel pequeño pueblo era simplemente un error, un dejarse llevar por una rutina que a veces le resultaba asfixiante. Después de una corta relación con un chico con el que no llegó a nada, principalmente en el plano sexual, no había conocido a nadie más. ¿A quién iba a conocer en aquel pueblo aislado por aquella complicada carretera de montaña plagada de ciclistas? Más de un dominguero había tenido que atender tras sufrir un colapso de puro agotamiento al llegar hasta la cumbre. ¿Pero acaso no leía ninguno el cartel que anunciaba que se trataba de un puerto de primera categoría? Ojalá se fijara en ella alguno de aquellos aguerridos deportistas, esos que sí conocían el camino y llegaban con sus fuerzas casi intactas.

La puerta se abrió y Matilde saludó al muchacho de la cooperativa de farmacia que de forma puntual le suministraba los pedidos. Era alto y desgarbado, tendría unos cinco años menos que ella o quizás más. Siempre se mostraba atento y servicial pero jamás le miró de la manera que le hubiera gustado a ella, hacía mucho que no sentía que la mirara ningún hombre. Lo cierto es que la rutina le había hecho remolona a la hora de arreglarse, era limpia y aseada pero nada coqueta, ropa amplia y cómoda, demasiado otoñal para su edad. En aquella pequeña prisión de montaña tampoco le hubiera servido de nada. Se recolocó sus gafas de pasta negra mientras despedía al muchacho y le miró sus pantalones vaqueros caídos que dejaban asomar sus calzoncillos rayados. Tenía un buen culo, pensó. Por un instante sintió que una pequeña oleada de calor que subía hasta sus mejillas, puso sus frías palmas sobre ellas y poco a poco su temperatura descendió.

Comenzó a abrir los paquetes de medicamentos y colocó cada medicina en el sitio correspondiente: antiinflamatorios y antitérmicos a la derecha, antibióticos en la vitrina de la izquierda, los productos de parafarmacia en la vitrina central y los preservativos en la mesa acristalada que hacía de mostrador. Ese siempre era el mejor sitio para cuando venía algún mozo que había pillado a alguna muchacha para llevársela al huerto esa noche. Ojalá en vez de venderlos los usara, pensó con resignación. Sólo le quedaba el consuelo diario del onanismo bajo las frías sábanas de su cama. Sabía cual había sido su problema desde que era una chiquilla, su tremenda timidez, su imposibilidad de hablar con los hombres y mostrar cómo era. Odiaba su timidez tanto que se sentía capaz de vender su alma al diablo con tal de que se la quitara.

Aquella fría mañana de otoño parecía que no quería acercarse nadie a comprar. Posiblemente en unos días los fríos provocarían el inicio de los primeros catarros y ella se hartaría de vender antigripales. Miró la calle a través de su escaparate y vio que por fin el local que había estado en obras durante dos meses abría sus puertas. Era una completa insensatez poner un herbolario en aquel pueblo y más cuando iba a tener como vecina y rival una farmacia. Matilde no creía ni en ungüentos ni en magias y menos en aquellos hierbajos que pretendían vender. Miró al hombre que una y otra vez salía de la tienda observando el aspecto de su escaparate. Era alto y delgado, de tez blanca y poco pelo. Tenía unas espectaculares entradas, su inicio era su frente y su fin prácticamente su nuca. Por un instante, el hombre se dio la vuelta y sorprendentemente caminó en dirección a la puerta de su farmacia. Matilde se colocó de inmediato tras el mostrador y simuló actividad.
-¡Buenos días! –Dijo con una inusitada alegría su nuevo vecino- Soy Domingo, el dueño del herbolario. Quería presentarme antes de abrir, hoy es mi primer día.
-¿Qué tal?- dijo Matilde con una media sonrisa intentando concentrarse en no dejar a relucir su timidez. Domingo chocó su mano con la suya y le pareció suave y firme, tenía los dedos largos y cálidos. Un perfume de incienso empapó sus fosas nasales y sintió por un instante un relajante bienestar.

Domingo hablaba sin prisas y miraba sus ojos sin apenas parpadear, le resultaba tremendamente inquietante, era como si quisiera escudriñar cada uno de los recovecos de su alma. Mientras hablaba y preguntaba a Matilde sobre el pueblo, tocaba su brazo de forma algo intimidatoria para lo que ella estaba acostumbrada, mostrándole la seguridad de la que ella carecía. Matilde contestaba con frases cortas y a pesar de que pretendía ser lo más cortés posible, sentía que estaba siendo tan seca como alguno de los habitantes de aquel pueblo cuando no tenían ganas de hablar con nadie. Al final, todo se pega, hasta la forma de ser de todo un pueblo.

Domingo le volvió a dar la mano a modo de despedida y cuando ya estaba a punto de irse, paró y dio media vuelta.
-Se me olvidaba: ¿me puedes dar una caja de aspirinas?
-¿Un hombre dedicado al negocio de las hierbas y usa química para el dolor? Es un poco difícil de entender-dijo ella.
-No, no, son para mis flores, yo no tomo esas cosas-contestó sonriendo él-Dime cuanto es.
-Nada, son un regalo de la casa-dijo Matilde sorprendiéndose a sí misma por su amabilidad.
-Muchas gracias, pero espera un momento... Un regalo se merece otro.

Domingo salió corriendo de la farmacia en dirección a su tienda. Matilde se puso de puntillas intentando ver lo que hacía en el interior y al cabo de dos minutos le vio salir de nuevo. Entró en la farmacia y depositó sobre su mano una pequeña bolsa de plástico transparente con media docena de pastillas de color rojo.
-¿Qué es esto? –Dijo ella extrañada.
-Son completamente inofensivas, tranquila. Tómate una cada vez que dudes de tus decisiones o pretendas conseguir algo-dijo Domingo con cierta dosis de misterio y una pícara sonrisa.

Domingo salió de la farmacia y ella se quedó mirando aquellas extrañas pastillas. Su tamaño era considerable y no tenían brillo. Como ferviente seguidora de la medicina alopática, dudaba de cualquier cosa que no procediera de un laboratorio, las guardó en un cajón y continuó ordenando los medicamentos que aún faltaban por colocar.

No se volvió a acordar de aquellas pastillas, pero sí de su vecino, al que observaba día tras día a través del cristal. Lo cierto es que sus predicciones se habían cumplido y apenas entraba gente a su interior. Le daba algo de lástima que no pudiera ganar lo suficiente para poderse establecer allí y acabara yéndose. Era el primer hombre en mucho tiempo que la había mirado de forma distinta, ella misma se había notado diferente al verse reflejada en las pupilas de Domingo.

Aquella mañana se sentía inquieta, paseaba por la farmacia colocando lo ya colocado y miraba tras el escaparate deseando que Domingo volviera a su farmacia, unas tiritas, algodón, cualquier cosa que pudiera necesitar y que él no tuviera. Dudaba si entrar a su herbolario y preguntarle si necesitaba algo, pero no era capaz de decidirse. Aquella duda y las palabras de Domingo le llevaron a las misteriosas pastillas que le había dejado días atrás. No tenía ni idea de su composición pero una repentina fe ciega en sus palabras hicieron que se tomara una. Necesitó agua para que pasara del todo, era contundentemente grande. No sintió nada, no ocurrieron extraños milagros y todo siguió igual.

No fue hasta que pasaron quince minutos cuando comenzó a sentir una extraña sensación de seguridad. Percibió su cuerpo más sensual que nunca, su rostro más atractivo, y su deseo, más despierto. A pesar de todo, no se sentía con el valor suficiente de ir al herbolario y entablar una conversación con su dueño. Palpó su cuerpo a través de la bata y sintió su calor. Desabrochó su falda y la dejó sobre una silla, notaba cierto alivio, pero no lo suficiente, de espaldas al mostrador se quitó los botones de su bata, la bajó hasta la altura de su cintura atando con las mangas un nudo a su alrededor y se deshizo de su blusa, volviéndose a recolocar la bata sobre su ropa interior. Se sorprendió de la maravillosa sensación que le proporcionaba la frescura de la tela de su bata sobre su piel y decidió que desde ese momento, no llevaría más la ropa de la calle bajo la bata.

Miró de nuevo el herbolario y deseó que en ese momento entrara Domingo y con aquella profunda mirada, se diera cuenta de que tan sólo sus curvas vestían su cuerpo.

Pasados unos días, la necesidad de volver a ver a su vecino se hizo más imperiosa, más de una vez estuvo a punto de salir de la farmacia y olvidar su timidez, pero de nuevo, las dudas sobre sí misma sitiaron sus pretensiones. Esta vez fue directa hacia aquellas misteriosas pastillas, tomó una entre sus dedos y la tragó sin tanta dificultad como la primera. Esperó a que los extraños efectos de las mismas la poseyeran y de nuevo el calor se hizo su amo y señor, envolviéndola de forma más claustrofóbica. Acarició su cuerpo desnudo bajo la bata y sintió que cada caricia apaciguaba poco a poco sus ardores. Resbaló sus dedos por el antebrazo, después bajó hasta sus muslos, dibujó con sus dedos pequeños círculos cada vez más cercanos a su sexo, hasta que se encontró con él bajo sus bragas. Mientras acariciaba trémula sus labios mayores miraba el herbolario suplicando que viniera a verla, que la sentara sobre la mesa y que la estrechara hasta perderse en su cuerpo. Súbitamente, la abuela María entró ruidosamente en la farmacia y tuvo que parar. La atmósfera de sensualidad y necesidad de gozar en la que había caído desapareció en un segundo, lo que tardó aquella anciana mujer a la que todos llamaban cariñosamente “abuela” por ser la más longeva del lugar, en dar los buenos días y pedir algo para el lumbago.

Matilde desconectó unos días de su mundo, del pueblo, de su farmacia y de Domingo y su herbolario. Tanto le había insistido su amiga Mariví, que tenía un pequeño apartamento en la costa de que pasara el largo puente con ella, que al final decidió aceptar. El aire del mar le renovó por dentro y por fuera y volvió con un espíritu nuevo. Le sorprendió la grata sensación de encontrarse de nuevo en el pueblo, ya no le parecía tan inhóspito y cerrado. La primera mañana tras el descanso no dejó de pensar y dudar sobre si ir a verle o no. Necesitaba más valor para perder toda una vida de recatada timidez, su virginidad la ataba a aquellas paredes como un cruel torturador, pero su deseo se iba haciendo más fuerte e intenso cada vez que tomaba aquellas pastillas, así que cogió las cuatro pastillas que quedaban y con un gran vaso de agua se las tragó. Los efectos esta vez no se hicieron esperar, era fuego, necesidad absoluta de sexo, de gozar y de perder por fin aquella virginidad que tanto la ofuscaba. Con tan sólo la bata como vestimenta abrió decidida la puerta de la farmacia y caminó hasta el herbolario. Aún sentía algo de temblor en sus dedos, pero no resultó suficiente para impedirle entrar dentro. Domingo estaba sentado en ese momento leyendo una revista y sonrió cuando vio entrar a su recatada vecina con el pelo suelto, sin gafas, intuía que sin ropa y con una mirada de deseo que reconoció nada más verla.

Matilde estaba desatada, actuaba como si estuviera en un sueño y no pudiera despertar. Se acercó hasta Domingo y como si lo hubiera hecho toda su vida, fue deshojando la margarita que la cubría hasta quedarse desnuda de pétalos, ofreciéndole su piel desnuda. Él se levantó y comenzó a besar su cuerpo desnudo, lamió su cuello y notó en él un cierto olor a botica que le recordó los jarabes de su infancia. Acarició su espalda y notó como Matilde la arqueaba de pura excitación. Cogió sus pechos y los masajeó mientras acercaba su lengua en punta y tamborileaba sobre sus pezones. Matilde estaba en una maravillosa nube de sublime placer, acariciaba los brazos de Domingo y le dejaba hacer completamente agradecida. El olor a incienso del lugar la incitaba a mostrarse más desinhibida, se vio a sí misma desde fuera desabrochando sus pantalones, sacando su miembro y acariciándolo entre sus dedos. Pero no era una imagen, realmente era ella. Era ella la que le estaba pidiendo que la penetrara, que la hiciera suya y la poseyera, la que acercó su boca a aquel grueso pene y lo lamió como si lo hubiera hecho siempre. Domingo agarró una de las piernas de Matilde y empujándola contra la mesa del mostrador la libró para siempre de su virginal estado. Matilde gemía placenteramente y disfrutaba de su cuerpo, que era suyo pero a veces era de otra, de aquel deseo desgarrador que se había apoderado de su interior y de esa súbita espontaneidad que no era típica de ella. Domingo empujaba su cuerpo contra el de la farmacéutica suavemente, sabía que era el primero en hacerlo, lo intuyó desde el principio, su estrechez arropaba cálidamente su miembro. Le perdía la gozosa sensación de abrir nuevas puertas en su camino, de ser el sereno de los cuerpos que habían extraviado las llaves de su placer.

Tras gozar, ambos se dejaron caer al suelo. Matilde simplemente musitó un “gracias por las pastillas, me tienes explicar cuáles son sus ingredientes” y él sonrió sin decirle nada mientras pensaba en los demostrados efectos beneficiosos de los placebos sobre las personas. No se había confundido al observar a Matilde la primera vez que la vio, era tal y como se había imaginado.

Domingo volvió días más tarde por más aspirinas y en compensación por no ser cobrado regaló a su vecina otra bolsa de pastillas, en esta ocasión, de color verde, pero por si acaso tardaba tanto como la primera vez en entrar al herbolario le advirtió que era necesario tomar una cada día si quería notar algún efecto beneficioso.



14 comentarios:

Ulises dijo...

me ha encantado este relato conjugando erotismo y fantasía a raudales, pienso seguirte leyendo si me autorizas a entrar en tu mundo de maravillas....
jejeje me he tomado una pastilla para escribirte

un beso !!

Su dijo...

Es todo un placer leerte..una historia realmente increible..
besos dulces..

Maite Albarrán dijo...

Me gustó la historia, pero hay un corte drástico justo a la mitad, cuando la pilla la vieja en una semimasturbación.

Luego me quedó la duda si era poco experimentada o virgen, queda confuso.

El desenfreno de Matilde con sus pastillas está genial y la escena de sexo un clásico.

En general, una historia resultona.

Lo mejor, la realidad que le diste a la vida de esa solterona que desea fogosidad.

Besos

Alice Carroll dijo...

Clip y Susy: Muchas gracias por los comentarios.
Techum: te doy toda la razón en lo del corte, me lo pareció a mí también cuando lo releí, lo he modificado para que el salto no sea tan brusco. Respecto a si era o no experimentada, sí en cuanto a darse ella sola unas cuantas alegrías nocturnas y no en cuanto a no haber conocido varón en toda su vida.

Besos!

 Cabeza Huevo dijo...

Hola
Ahora que te va a ver tanta gente, a lo mejor te interesa lo que dice aquí: http://sexmasterinfo.blogspot.com
No es incompatible con el concurso 20 Blogs, si le echas un vistazo a muchos de esta categoría, y a caballo regalado no le mires el diente :)
Suerte.

Lydia dijo...

Que alegria verte en activo de nuevo para regalarnos una historia tan apasionante y tan bonita como esta.
Increíble como siempre tu forma de describir, reflejando cada instante con absoluta brillantez, dándo unos toques inocentes a todo que realzan la fuerza de los protagonistas. Siempre lo adornas con intriga constante, morbo supremo y sensualidad en cada estrofa...
La inocencia de ella, el aventurado que llega a la farmacia, las dudas, la pasión desenfrenada, la locura de esas pastillas... todo fue increíblemente hermoso.

J.C. dijo...

Tiene giros sorprendentes esta historia. Llena de sensualidad, me causó escosor cuando revelaste que eran placebos!! jah! lo que puede hacer nuestra mente ¿verdad? Un gusto. Hasta luego.

Juan Carlos.

Yure dijo...

me ha parecido un relato muy bueno, si quieres leer los mios los puedes encontrar en
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y no pares de escribir lo haces muy bien

Félix Amador dijo...

Debería existir, sí, una pastilla para las dudas.

Siempre sorprendente, querida Alice.

Un beso.

Anónimo dijo...

Me está costando ponerme al día con todos tus relatos porque tengo tendencia a quedarme sin respiración entre párrafo y párrafo (creo que se me nota de lejos la sudoración y lo colorao que me pongo), pero tengo tiempo libre últimamente y voy a por ello.

Qué bien escribes, jodía. Qué bien jodía, con perdón.

Anónimo dijo...

very nice post

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N. dijo...

Alice, encontrarte por la red me ha inspirado muchísimo. Me gustaría mucho que hicieses una visita a mi recién estrenado blog y me dejases algún comentario en mi primer relato erótico.

Léa.

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Anónimo dijo...

un relato lleno de un erotismo increíble.

y permiteme que te diga que matilde siempre en casi todo el relato me pareció una mujer mayor, no sé porque me dio esa sensación, quizá porque era virgen? no sé.


felicidades por el blog!!!

lalittetague dijo...

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