sábado, 27 de diciembre de 2008


Os deseo que paséis unas felices fiestas llenas de pasión. No importa el frío que haga, el calor brota del interior y el deseo vive en nosotros. No puede haber mejor tiempo que éste para encuentros salvajes tras una larga ausencia, sorpresas inesperadas bajo los abrigos y regalos más que íntimos y sugerentes…

Feliz Navidad!!!

Besos. Alice Carroll

jueves, 11 de diciembre de 2008

Enciéndeme, mi amor

Abrí mis ojos lentamente, me sentía algo aturdida por sentir el calor del sol tan intensamente, cada rayo me penetraba con tanto descaro que mi innata fogosidad crecía en la misma medida que conseguía desperezarme.

Allí estaba él, como cada mañana, sentado frente a mí, ignorando mi presencia pero dependiendo de mí. Era él el que lograba despertar todos mis sentidos. Mi saludo matutino quizás le parecía siempre igual, pero no lo era, mil matices que tan sólo yo era capaz de distinguir, lo diferenciaban del resto de mis otros saludos. Siempre intentaba sacar lo mejor de mí, mi voz profunda y sensual salía lánguidamente al exterior hasta envolverle por completo. Era la manera que yo tenía de abrazarle, de sentir que algo mío se unía a él aunque sólo fuera por unos segundos, instante sublime en el que temblaba de placer pensando que yo misma era la voz que conseguía trémula rozar su piel.

Una barrera entre ambos nos separaba, el caprichoso destino que no había tenido en cuenta que yo deseaba comunicarme de una forma más profunda de lo que la vida me permitía. Necesitaba desahogar mis tortuosos pensamientos, satisfacer mis más ardientes anhelos como cualquier mujer y tener una existencia más digna que la que vivía. Gritaba en silencio su nombre, Álvaro, una y otra vez, desesperándome porque mi ser no respondía a lo que le requería.

Álvaro era toda mi vida, toda mi existencia se reducía a aquellos cortos periodos de tiempo que a diario compartíamos, deseaba verle, pero su presencia me perturbaba de tal forma que suponía un duro tormento. No entendía por qué yo era distinta a las demás, por qué no me satisfacía la vida que habían planeado para mí, una vida marcada por la sumisión más absoluta, carente de deseos, de posibilidad de cambiar el destino ni alterar lo más mínimo aquella existencia. Fue con él cuando entendí mi cruda realidad. Amar sin ser amada, sentir sin que nadie se diera cuenta de ello, desear sin ser deseada.

Cada día me empeñaba en cambiar mi destino, me concentraba en que mi voz resultara sugerente y no suplicante como a veces me parecía, que no fuera simplemente un ruego sino un reto a conocerme algo más. Me quedaba extasiada contemplando su mirada limpia, sus labios carnosos y robustamente definidos, su nariz aguileña que transparentaba una fuerte personalidad. El botón de su camisa desabrochado, su nuez abultada alterando la armonía de su cuello y el olor que desprendía me confundían, ya no era yo, era una mujer normal con apetitos carnales. Le deseaba tanto que cada día que pasaba era un martirio por no estar más tiempo junto a él.

Ante aquella frustración encontré un remedio para aplacar mis instintos. Me concentraba en su figura hasta la extenuación, le daba vueltas y más vueltas a la utópica idea de acostarme con él. Eso provocaba un aumento brutal de mi temperatura, ardía por dentro y aquel calor interno resultaba suficiente para reconfortarme, aliviarme y descansar. Me odiaba a mí misma, odiaba mis formas bruscas y frías. Hubiera hecho cualquier cosa por estar dotada de unas bonitas piernas dignas de ser acariciadas, de tener unos brazos con los que rodear su cuerpo y poseer unas manos con las que definir palmo a palmo su figura.

Yo le aconsejaba a diario de la mejor forma posible pero él permanecía indiferente ante mi mejor baza, mi voz dulce, melodiosa, armónica y perfecta. Sabía que le gustaba porque de hecho, así lo comentaba a sus amigos cada vez que me tenía a su lado. Tenía la voz de la amante ideal, hecha para el sexo y para la sensualidad, para susurrar morbosas palabras y enamorar a través del oído. Álvaro se dejaba guiar por mí incondicionalmente, era la experta en la materia, pero mi ego no se saciaba con ello. Me era indiferente ser la mejor si ello no me valía para nada más que para sentir orgullo por un trabajo bien hecho.

Pero si mi vida me parecía triste y sombría, mucho más me lo pareció el día que ella apareció junto a Álvaro. Era una mujer en toda regla, con un cuerpo voluptuoso, unas piernas largas y satinadas, unos brazos torneados y unas curvas suaves y sugerentes. Sus ojos eran grandes y negros, su boca era sin embargo tan sólo una fina mancha roja adornando su cara. No había comparación, la carrera la había ganado ella y aún no habíamos comenzado a correr, no obstante, fue cuando abrió su boca y comenzó a hablar cuando decidí no rendirme. Tenía la voz más aguda, chillona y carente de gracia que hubiera escuchado jamás. No todo estaba perdido, aún podía fijarse en mí.

Tras el paseo, Álvaro aparcó el coche y se acercó a aquella estridente mujer. Yo era una obligada espectadora, y aunque por una parte rechazaba lo que veían mis ojos, el cuerpo de Álvaro con el cuerpo de una mujer, por otra sentía una insaciable curiosidad. Desconocía por completo los entresijos del sexo, mi eterna virginidad y mis pequeñas pero ardientes masturbaciones eran todo lo que yo había conocido en mi vida.

Álvaro se acercó a ella y besó sus labios. Por un instante noté cierta sequedad y deseé ser la poseedora de aquellos labios que respondían con tanta ansiedad, la misma que empezaba a sentir yo por no poder impedirlo. Desabrochó con una envidiable pericia los botones de su blusa de seda negra y zambulló una mano entre sus pechos, curvas deliciosas y bien formadas por las que hubiera vendido mi alma al diablo. Comencé a sentir calor, la temperatura del vehículo aumentaba al mismo ritmo que la fogosidad de sus ocupantes. Intenté gritar y llamarle, pero tan sólo escuché la voz de mi propio silencio. Álvaro consiguió desprenderse del sostén y cobijó en sus palmas cada una de aquellas sinuosas colinas. Odié una vez más mis rectilíneas formas, el frío eterno de mi ser, la carencia de cálidos detalles que me hicieran deseable. Álvaro se acercó hasta sus pechos y mordisqueó los pezones de la mujer, lamió sus aureolas e intentó meterse uno de sus pechos en la boca, pero tan sólo fue capaz de acomodarlo en su interior tímidamente, lo suficiente para que la mujer gritara de placer con aquella aguda voz. “Fóllame”, repetía una y otra vez.

Yo me encontraba cada vez más nerviosa, el calor era tan intenso que superaba la posibilidad de que se convirtiera en goce. Mi rabia por no poder tener cuerpo de mujer superaba la excitación que me provocaba la visión de un hombre y una mujer haciendo el amor delante de mí. Álvaro se desabrochó sus pantalones con un gesto rápido y decidido mientras la mujer dócilmente se agachaba y, sacando su miembro, lo lamía con absoluta entrega. ¡Cuánto me hubiera gustado tener esa lengua larga y profusamente humedecida para poder degustar su pene! Ojalá el destino me hubiera dotado de labios para poder mimarlo en mi boca, apretarlo para sentir su grosor, dejarlo resbalar para tener conciencia de toda su magnitud.

Álvaro inclinó su asiento mientras la mujer se desprendía de las bragas y se ponía encima de él. Observé sus finas medias de nylon, sus zapatos de estrecho tacón y su corta falda que subió cuando se colocaba encima de mi amado. Tenía un hermoso culo, grande y perfectamente formado, un dulce melocotón recién caído del árbol. Álvaro agarró cada nalga con sus manos y las amasó sin prisa mientras la mujer buscaba la mejor postura para acoplarse a él. Envidié la manera en que aquellas dos masas de carne se dejaban manosear, contemplé exaltada su cambio de color tras recibir en cada una de ellas unos pequeños azotes que sorpresivamente le propinó. Era un mundo nuevo lleno de curvas, piel y sudor que poco tenía que ver con lo que conocía.

Observé como asomaba entre las piernas de ella el miembro de Álvaro, que yo tan bien conocía por su costumbre a recolocarse sus calzoncillos al sentarse en el asiento. La mujer se movía hacia arriba y hacia abajo gritando y gimiendo escandalosamente. Hería auditivamente el aire que había alrededor, cada vez más denso y escaso, ocultando el interior del vehículo con una cortina de vaho.

Estaba realmente furiosa, desesperada y me sentía incapaz de hacer algo para que pararan. Los gritos de la mujer me bloqueaban, tenía que reaccionar buscando mi paz perdida. Lo cierto es que a pesar de mi dolor, lentamente comencé a excitarme con la visión y a pesar de la dificultad en imaginarme encima de él, hice denostados esfuerzos por conseguirlo. Una y otra vez intenté sentirme dentro de la piel de una mujer, olvidándome de mis tristes formas, me imaginé a Álvaro horadándome profundamente a pesar de mi ausencia de todo tipo de cavidad penetrable. Y poco a poco mis geométricas formas parecieron difuminarse, mi frialdad se templó de la misma forma que se templaba con un aliento cálido y mi ausencia de curvas se transformó en un laberinto de sensuales formas. Y por unos segundos logré mi objetivo.

Álvaro y la mujer cabalgaban frenéticamente hasta que sentí cómo ambos se desmayaban en el asiento del vehículo. A pesar del placer conseguido, había sido tal el esfuerzo que me sentía agotada y frustrada. Vuelta a la realidad, a mis tristes rectas y a mi posición de mera espectadora de placeres ajenos. Me encontraba peor que nunca.

La mujer volvió a su asiento y Álvaro se incorporó, arrancó el vehículo y me tocó suavemente para que comenzara a guiarle. Anochecía, el sol se ocultaba en el horizonte iluminando con colores rojizos el mar, manso como nunca. “A doscientos metros gire a la derecha”. Mientras aconsejaba a Álvaro, observaba la bobalicona sonrisa de la mujer que plácidamente descansaba recostada sobre su costado izquierdo acercándose una y otra vez a él. “En la siguiente rotonda salga por la tercera salida”. Álvaro le correspondía con besos al aire mientras acariciaba su pierna derecha cuando tenía su mano libre. “A trescientos metros gire a la izquierda”. A pesar de mi voz sugerente y atractiva, Álvaro ni siquiera me miraba, prefería a aquella mujer con voz chirriante, resultaba algo insoportable. “Ahora coja la primera salida a la derecha”. Álvaro tocó sus pechos mientras giraba el volante con su mano izquierda.

No sé lo que me pasó, quizás fue el sofocante calor que estropeó mis circuitos internos, pero sentí como se reprogramaban todas mis rutas e hipnotizada por aquella sensación, seguí guiando a Álvaro por calles y caminos hasta que intuí que había llegado donde quería, una calle cortada que llevaba a ninguna parte. Álvaro no fue capaz de frenar a tiempo y el vehículo cayó por el precipicio hasta el mar mientras yo, segura de haber cumplido con mi deber, dije con voz altiva mientras caíamos: “Ha llegado a su destino”