sábado, 31 de mayo de 2008

La heredera


Jamás pensó que su tía Julia, hermana de su madre, le fuera a dejar algo en herencia y menos sabiendo que su hijo Remi, con el que había jugado en la infancia y en la adolescencia, seguía vivo y podía haberle instituido como único heredero. Por lo que la llamada de Remi avisando del fallecimiento de su madre y comunicándole que ambos iban a ser copropietarios de varias hectáreas de secano al lado del pueblo la dejó estupefacta. De inmediato metió cuatro cosas en una maleta, cogió el coche y se dirigió a aquel lugar que hacía años no pisaba. Habían pasado muchos años desde la última vez que vio a su tía y a su hijo Remi, con el que había tenido sus más y sus menos en cuestiones sexuales en las fiestas del pueblo, a las que antiguamente acudía. Recordaba haberse dado más de un furtivo revolcón sin llegar a más en el pajar de su tía. Remi era grande, de rostro sonrosado y un poco bruto en sus modales, pero siempre le habían atraído de él su sinceridad y sus primitivas maneras de expresarse: nadie como él para levantar a cualquier mujer la moral, sus sencillos piropos y la lasciva mirada de sus ojos elevaron su ánimo en más de una ocasión. Remi no se moderaba lo más mínimo en decirle a las claras lo buena que estaba y las ganas que tenía de meterle mano en todos y cada uno de sus escasos encuentros. Aún sentía escalofríos al recordar los viejos tiempos, podía ver a Remi llevándola a un lugar oscuro, estrechándola contra él, agarrando toscamente su trasero con la mano, besando sus labios como si en ello le fuera la vida. No podía remediar sentir una hipnótica y primitiva atracción hacia su primo. Pero nunca consumaron aquella pasión, los prejuicios de Alicia procedentes de su adolescencia y sellados en su mente por las monjas del colegio en el que se educó, lo impidieron. Tenía la extraña idea de resignada espera hasta conocer un buen día a su hombre ideal. ¡A saber donde se había metido el puñetero! Si lo hubiera sabido, no habría hecho ascos jamás a la polla casera y de pueblo de Remi.

El pueblo era feo, pequeño, de casas viejas, nada atrayente para pasar siquiera medio día en él. De los pocos pueblos de España carente de bar, de tiendas y casi hasta de vida, lo más, alguna urraca, varios grajos negros y unos cuantos gorriones más listos que alguno de sus habitantes. Una gran Iglesia de piedra se erigía como ama del lugar, acogiendo en su seno las diminutas casas rehabilitadas en la época de bonanza y transformando su aspecto, pasando del burdo adobe al ladrillo cara vista.

A Alicia no le gustaban los pueblos, lo suyo era el bullicio, las luces en los escaparates y los desconocidos transeúntes cruzándose con ella por la calle sin ni siquiera mirarla. Por eso hacía mucho que no había vuelto, le daba tristeza, no soportaba que su coche se embarrara por la ausencia de asfalto en las calles y odiaba la falta de anonimato del lugar, donde todos seguían recordándola a pesar de los años que habían pasado. Besos y más besos, preguntas indiscretas ¿No te has casado aún? ¿Y tienes novio? ¡Ya estás en edad, mujer, que se te pasa el arroz! Detesto el arroz, respondía siempre. Intentaba poner buena cara en esos momentos, pero lo único que deseaba realmente era perderse de nuevo en la gran ciudad, más acogedora y amable que aquel recóndito lugar de la España profunda.

Cuando llegó al pueblo, sintió una inquietante sensación de permanencia, allí nada había cambiado: ninguna casa nueva, lo más, algo tejado arreglado, ninguna piedra fuera de su sitio… Era difícil perderse en un pueblo donde los habitantes no llegaban a cincuenta, así que dirigió su coche hacia la casa de su tía fallecida. La puerta estaba abierta, la cortina que la cubría y protegía de la entrada de las moscas del ganado lucía acartonada por el paso de los años en que había cumplido su función. La casa de la tía Julia se asemejaba a una casita de muñecas, diminutas habitaciones y techos tan bajos que se podían tocar con las manos. Adornos variados, flores de plástico en un jarrón y ganchillo en cada uno de los sillones, nada había cambiado allí tampoco. Un murmullo de voces rezando provenientes del dormitorio principal le alertó de la presencia de gente y encaminó sus pasos hacia él. Postrada en su lecho, blanca como el marfil, yacía su tía y a su alrededor, casi una docena de mujeres de negro riguroso y rosario en mano rezando sin parar, sentadas en unas vetustas sillas haciendo corro alrededor del cadáver. “¿Pero es que no van a trasladar a esta mujer a un tanatorio de una vez?” “Sí, sí, ahora viene el de la funeraria”. Lo que menos se esperaba era encontrar el fiambre aún reciente en la casa, le imponía cierto temor y respeto. Prácticamente todas las mujeres se levantaron al unísono al verla, reconociéndola de inmediato. Los besos de unas y otras se sucedieron. Eran unos besos espesos, húmedos y demasiado intimidantes, así que tras una pequeña conversación con aquellas mujeres, se excusó y fue al lavabo a lavarse la cara.

Abrió la puerta del baño y dio un respingo al ver que no estaba vacío. Era Remi su ocupante que, con su nabo en ristre, se estaba dedicando en cuerpo y alma a sacarle brillo con una mano.

-Perdón -dijo Alicia, sintiendo al instante el rubor inundando sus mejillas.

Remi la miró y tras hacer una especie de mueca con sus labios a modo de sonrisa comenzó a llorar desconsoladamente. Dudó si marcharse de allí y dejarle a solas con su dolor y su miembro, pero sus lágrimas le enternecieron y decidió entrar, cerrando la puerta tras de sí. Acarició su cara suavemente intentando tranquilizarle como si de un niño se tratara. Remi la abrazó con su único brazo libre, su mano agarraba aún su aguerrido miembro sin intención alguna de soltarlo. Alicia, algo confusa por la situación, le correspondió. Quizás la masturbación era su vía de escape para superar el dolor de perder a su madre, tampoco tenía nada de malo. Alicia le dijo unas breves palabras de consuelo conmovida al ver a un chico tan grande llorar como una plañidera más.

Pero el nabo de Remi seguía alegre y contento, e incluso Alicia comenzaba a sentirlo más notoriamente. ¡Cómo no había de sentirlo, si era lo más grande que había visto en su vida! ¿Sería la falta de contaminación la que hacía crecer esos instrumentos colosales? ¿El chorizo de pueblo y la leche de vaca recién ordeñada podían obrar maravillas en el crecimiento del pene? Porque en la adolescencia, más de una vez quiso mostrárselo y ella siempre le respondía con un ¡no! rotundo. ¡Tonta! Lo cierto es que allí seguían ambos, Remi, empalmado y llorando entre sus brazos como un bebé y ella, que empezaba a estar más salida que el pico de una mesa, sintiendo el rabo entre sus piernas y despertando sus ganas de disfrutarlo más íntimamente.

Remi, que seguía sollozando, resbaló la mano por la espalda de su prima hasta llegar a su trasero, apretándolo, estrujándolo, hasta que Alicia sintió una galopante y repentina inflamación de su clítoris. Su pecho subía y bajaba con un frenético ritmo, presa de la agitada respiración sobrevenida por el deseo, pelvis contra pelvis, torso contra torso, imposible no percibir la calentura y el gigantesco pene de su primo. Remi cesó por fin su llanto y con la cálida mano que antes aferrara su pene, sobó sus pechos como si estuviera amasando pan con ellos. Alicia agarró aquel huérfano falo, moría por tenerlo dentro, aunque dudaba que le cupiera siquiera la mitad. No acababa de gustarle la idea de follar con Remi en esa situación, con la tía Julia de cuerpo presente, sentía que le estaba faltando el respeto y así se lo hizo saber a su primo. Remi ni le dejó terminar, unió su boca a la suya en un apasionado beso y no pudo articular ni una sola palabra más. Manoseó y besó sus pechos, reconoció su cuerpo rápidamente con ambas manos, saboreó el cuello de su prima y ambos se fundieron en una confusa y salvaje danza de manos, piernas, brazos y sexos, en la cual tenía un principal protagonismo aquella torre viril. Remi giró a su prima intentando buscar una buena postura de ataque, ante lo cual, para intentar mantener el equilibrio, ésta se inclinó en un lateral de la bañera, agarrándose a uno de los grifos mientras él comenzaba a levantarle las faldas, bajarle sus bragas y preparar la pista de lanzamiento hasta que por fin ensartó apresuradamente aquel tronco carnal. Alicia sintió cómo se abría su sexo igual que una flor en primavera, haciéndose a la nueva sensación de plenitud e inmensidad en su interior. El pene de Remi invadía por entero su sexo, peleaba para hacerse mayor sitio en cada embestida, luchando como un jabato por entrar plenamente. En cada empujón iba conquistando más y más terreno ante la sorpresa de su prima, que hacía unos segundos creía que jamás podría tener algo de semejantes dimensiones en sus entrañas. Alicia se aferraba con firmeza a los grifos de la bañera, su primo era un hombre enérgico y musculoso, demasiada fuerza y muy poco cerebro para controlarla. Remi continuó clavando el colosal instrumento una y otra vez hasta arrancar más de un que otro gemido a su prima, ora por placer ora por dolor en una explosiva y apasionante mezcla de sensaciones. El miembro de Remi, ganador victorioso de la batalla, salía en cada acometida más húmedo, más brillante, ¿cómo no iba a estarlo si un pequeño arroyuelo parecía fluir justamente de aquella derrotada fortaleza?

En ese álgido instante, la puerta del baño se abrió y una de las vecinas del pueblo, la Sole, que debía de tener ganas de evacuar, se encontró con la escena a cuatro patas que se estaba desarrollando en aquel lugar. Medio segundo duró su mirada, pero bastó para que fuera tan fulminante como un rayo. Cerró de malas maneras mientras farfullada algo en bajo y se santiguaba una y otra vez. Alicia, inundada por cierto sentimiento de culpa quiso incorporarse, sobre todo al escuchar a través de la puerta las palabras de aquella mujer malhumorada que les había pillado in fraganti: “¡menuda falta de respeto para el muerto!” A Remi el incidente ni le inmutó y sin mediar una palabra con su prima, impidió que ésta se levantara reanudando sus campestres embistes. Y uno tras otro diluyeron la imagen de Sole de la cabeza de Alicia hasta que desapareció, rindiéndose otra vez a su masculino mozo, momento en el cual fluyó la sangre en su cuerpo más apresuradamente hasta que inundó su sexo, dejándose ir a un universo de infinito placer. Fue tal la amalgama de sensaciones gozosas que se agolparon en su cuerpo que sin querer, olvidó lo que agarraba y salió de la alcachofa de la ducha un chorro a toda presión de agua que regó a ambos en el mismo instante en que Remi se vaciaba, llenando el sexo de su prima por completo de leche, muy buena leche, eso sí. Menos mal que aún seguía tomando la píldora, pensó Alicia, el optimismo no lo había perdido a pesar de la larga sequía que arrastraba.

Se recompusieron sus mojadas vestimentas y con cierta vergüenza, sobre todo por parte de Alicia, entraron en la habitación donde incesantes, seguían rezando aquellas enlutadas mujeres. Sole la miró como si hubiera entrado el mismísimo diablo, se levantó y acercándose a ella, le susurró al oído:

-Ya te puedes confesar antes de enterrar a tu tía, o todas las iras del infierno caerán sobre ti, ¡te lo juro por mis muertos!

Sole se marchó por fin al baño y Alicia no pudo evitar pensar en la maldición que le acababan de echar. No creía en el infierno ni en nada parecido, pero era extremadamente supersticiosa, así que no podía dejar de darle vueltas a lo que le había dicho aquella vieja bruja. Pasado un buen rato se levantó y se dirigió a la cocina para saciar su sed y aliviar el sofoco por el ejercicio realizado y cual fue su asombro cuando sorprendió en el salón a una de las plañideras metiéndose bajo el refajo, un jarrón de plata de su tía. Hizo como si no hubiera visto nada y se sirvió un poco de agua en un vaso de cristal traslúcido. Sólo al beber y ver que desaparecía aquella cuasi opacidad percibió que realmente aquel vaso era de fino cristal y que era el agua que corría por aquellas zonas la que resultaba peligrosamente turbia. Dejó el vaso con asco encima de la repisa preguntándose si aquel brebaje era realmente potable.

Por fin vino la empresa funeraria a recoger a la tía y Alicia aprovechó ese instante para dar un paseo por el pueblo. Dio unas cuantas vueltas, tanto al pueblo como a su cabeza. Dudaba si debía ir al confesionario y quitarse el peso de la maldición de una vez por todas, igual que hacía cuando reenviaba aquellos estúpidos correos electrónicos a decenas de personas para seguir las odiosas cadenas. Tras meditarlo unos minutos encaminó sus pasos a la Iglesia y entró en ella, estaba oscura y fría. Se acercó al único confesionario que había en el lugar pero allí no parecía haber nadie. Miró hacia el altar y vislumbró un hombrecillo con sotana colocando unas flores en un tarro de cristal. Caminó despacio hacia él, intentando no hacer demasiado ruido al pisar las viejas tablillas de madera de la tarima. Al ver al hombrecillo de cerca, se dio cuenta de que se trataba del padre Rodolfo, eterno párroco del lugar, casi con tantos años como la Iglesia donde daba sus misas. Le saludó y se presentó, refrescando su memoria ante la mirada de dudas del buen hombre. Por fin el padre Rodolfo recordó quien era, sonriendo complacido. De nuevo se vio envuelta en el mismo ritual: besos espesos y húmedos, preguntas indiscretas. ¿Cómo le iba a contar al padre Rodolfo lo que acababa de acontecer en casa de la fallecida? Hizo tiempo hablando con él de cosas intrascendentes hasta que por fin superó sus reparos y le comentó dicha posibilidad. El padre Rodolfo no le puso pega alguna, al contrario, estaba orgulloso y contento de que Alicia siguiera siendo una buena cristiana, así que se metieron ambos en el confesionario, estupidez supina, dado que allí no había ningún tipo de anonimato.

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida.

-Cuéntame hija.

-En fin, es que no sé como explicarle…

-Cuéntamelo todo, sentirás alivio.

-Bueno, pues… he llegado a casa de la tía Julia, he ido al baño y me encontrado a Remi llorando.

-Sigue hija.

-Bueno, que nos hemos dado una alegría, ya sabe.

-Normal, hace mucho tiempo que no le veías, es normal que sintáis alegría al veros de nuevo.

-No, no, algo más de alegría, ¿me entiende?

-Explícate hija.

-En fin, bueno, que nos hemos dado un revolcón…, en fin, que hemos hecho el amor…- añadió por fin. El volumen de sus palabras descendió hasta casi hacerlas inaudibles. El silencio del padre Rodolfo le hizo dudar sobre si le había escuchado realmente o no- ¿Padre?

-No tienes vergüenza alguna, hija mía. Tendrás que rezar mucho para eximir tus pecados y ya puedes ir pensando en formalizar tu relación con Remi. Es un buen chico aunque un poco bruto, estaría muy bien al lado de una mujer ahora que su madre ha fallecido. Y a ti te vendría muy bien sentar la cabeza, que a tu edad ya deberías procrear. ¡Madre mía, qué juventud ésta! De todas formas, cuéntame lo que ha pasado con todo detalle.

-Nos hemos abrazado, él lloraba, le he consolado, pero sentirle cerca ha sido demasiado, he caído a la tentación de la carne… (Y menudo trozo de carne pensó en silencio)

Alicia se explayó narrando el encuentro con su primo, estaba absorta en sus explicaciones, ensimismada describiendo todo tipo de detalles, pero su intuición le hizo aproximarse y curiosear a través de los pequeños agujeros del pequeño recinto que conformaba el confesionario: el padre Rodolfo tenía algo en la mano y no era precisamente un crucifijo. Intentó acercarse un poco más y creyó ver una pequeña colina en la sotana, ¿las palabras entrecortadas que animaban a seguir con su explicación eran fruto del cansancio típico de su vejez o al presunto calentón que le estaba provocando con su relato? Tenía que ser un espejismo provocado por el pestilente olor a boñiga que había en el pueblo y que se había apoderado de sus fosas nasales provocándole mareos repetidos. Las imágenes que le trasmitía su retina parecían difíciles de creer, pero…al fin y al cabo el padre Rodolfo era un hombre y ella había sido demasiado exhaustiva en sus descripciones.

Parecía la protagonista de una película surrealista. Se vio de lejos y no se reconoció: estaba de rodillas en un confesionario, sentía el semen bajando por sus piernas y realmente no se arrepentía de nada, es más, deseaba volver a tener sexo salvaje con su primo en una próxima ocasión. Todo esto mientras escuchaba sinsentidos de un cura de pueblo que encima parecía estar bastante más excitado que ella hace un rato. Y por fin, vio la luz…

-Gracias padre, lo tendré en cuenta, voy a volver a casa de la tía, a ver si puedo ayudar en algo. Reflexionaré sobre lo que me ha dicho.

Y allí dejó al padre Rodolfo, con la palabra en la boca y plantado mientras le daba apresuradamente la bendición. Alicia salió lo más aprisa que pudo de allí, miró su reloj y comprobó que quedaba poco para la hora del entierro.

Por fin enterraron a su tía, gracias a Dios, eso sí, y pudo despedirse de todos, esta vez desde lejos para evitar de nuevo aquellos terribles besos. Cogió su coche y salió como una exhalación de allí, no sin antes dejar claro a su primo que estaba a su disposición para lo que quisiera, aunque prefería como lugar de encuentro su anónima ciudad…


1 comentario:

Abencerraje dijo...

El nabo del tonto del pueblo, todo un clásico. Estupendo el retrato de la sordidez, el atraso y la superstición de la España profunda. La escena de los dos primos en el baño es a la vez cómica, tierna y tremendamente potente, y el cura pajeándose ya es de antología. No he podido parar de reírme. Me ha gustado como pocos este cuento.