domingo, 1 de marzo de 2009

El uniforme


A pesar de que todas las mañanas seguía la misma rutina aprendida, no dejaba de sobresaltarme el insolente sonido del despertador avisándome de la necesidad de abrir mis ojos. Me gustaba remolonear unos minutos estirando mis piernas y ocupar el sitio que hacía apenas media hora había dejado mi marido. Aún podía sentir su calor bajo las sábanas. Era mi momento de máxima satisfacción, el tiempo suficiente que necesitaba para desperezarme y mentalizarme positivamente para afrontar un nuevo día. Me forzaba a ello tras dejar mi trabajo al tener mi segundo hijo. No me arrepentía de haber renunciado a mi carrera, pero sabía que me faltaba una dosis de novedad que hiciera que los pequeños problemas diarios, que ahora eran mi principal preocupación, se difuminaran como antes, cuando disponía de una vida profesional que me daba algo más de emoción al día a día.

Me di de nuevo la vuelta y tras comprobar que la luz del día comenzaba a colorear las paredes de mi habitación, miré de nuevo el despertador y me levanté. Necesitaba toda una hora para ducharme, preparar desayunos y almuerzos y conseguir que los niños por fin se sentaran en el coche para irnos todos juntos al colegio. Era mi pequeño momento de estrés en el que tenía que luchar con el sueño de mis hijos y su pereza para vestirse y desayunar. Una vez que los tenía montados y cuando por fin podía acariciar el volante con mis dedos comenzaba a relajarme. Conducir para mí era un auténtico placer y nada podía alterarme del estado semi hipnótico en el que entraba: ni los niños gritándose entre ellos, ni los atascos diarios, ni los eternos semáforos en rojo. Mi cuerpo parecía estar más receptivo a cualquier estímulo externo y mi mente se encontraba por fin despejada y en estado de alerta.

Tras dejar a los niños en el colegio y sufrir la marabunta que se formaba de vehículos mal aparcados y madres nerviosas por no querer llegar tarde, solía volver a casa, no sin antes pasar por el supermercado y hacer la compra diaria, excepto los miércoles, que era el día en que quedaba con otras madres no trabajadoras con las que desayunaba. No es que tuviera nada en común con ellas, pero era casi obligatorio asistir a aquellas reuniones para estar en son de paz con el pequeño grupo que solía manejar las reuniones de la asociación de padres. Realmente no me hubiera importado que los desayunos se repitieran más días entre semana, porque precisamente desde la mesa en la que nos sentábamos, podía observarle a él a través del ventanal con toda claridad. No sé si era su altura y su cuerpo bien formado el que me atraía, la sonrisa con la que solía saludar o más bien su uniforme azul marino impolutamente planchado. Lo cierto es que mientras tomaba mi café y asentía los comentarios de las mujeres que me acompañaban intentando disimular que les prestaba la debida atención, yo miraba extasiada a aquel policía de barrio que patrullaba la calle y que sustituía al viejo policía recién jubilado.

A pesar de llevar una vida relativamente feliz al lado de Julio, mi marido, no podía evitar sentir una feroz atracción por aquel hombre de uniforme. No me bastaba que apareciera en mis sueños nocturnos, a veces su imagen se interponía entre mi marido y yo mientras hacíamos el amor. Cerraba mis ojos y podía verle con la cremallera de sus pantalones bajada, su camisa y chaqueta de color azul desabrochadas enseñando su pecho algo velludo. En mis sueños ni siquiera le quitaba su gorra y sus zapatos. Era precisamente la sensación de estar siendo poseída por un uniforme lo que me sacaba de mis casillas. Le veía sobre mí embistiéndome una y otra vez, mientras acariciaba con su porra de trabajo cada palmo de mi piel haciendo que me estremeciera.

Las imágenes se agolpaban en mi cabeza en ese pequeño rato en el que desayunábamos. Al finalizar y despedirnos hasta la siguiente semana, caminaba lentamente hasta mi coche mientras intentaba buscar una excusa para acercarme a él y entablar una conversación. Pero era incapaz de que se me ocurriera nada y al final arrancaba mi vehículo sin poder evitar sentirme algo frustrada por no haberlo intentado.

Tal era mi desesperación por sentir en mi carne el influjo de una tela almidonada, que un buen día decidí comprar en una tienda de disfraces todo un uniforme de policía local con porra incluida que aproveché para regalárselo a Julio el día de su cumpleaños.

-¿Pero que es esto? –Dijo Julio con sorpresa al ver que realmente el regalo no era un traje sino algo un poco más especial.
-Es un disfraz de policía, ya sabes, para divertirnos un poco por las noches.
-No jorobes Marisa. ¿Quieres que me ponga esto para hacerte el amor? ¿Te has cansado ya de mí y quieres que me parezca a otro?
-No seas gilipollas, si no quieres no te lo pongas, qué más da.

Salí del salón bastante cabreada pensando que mi marido era el hombre más aburrido del mundo que no tenía la más mínima capacidad de innovar en sus relaciones sexuales. Lo cierto es que lo mismo podía pensar él de mí tras largos años de matrimonio y sábados de lecho. Me metí en la cama y me tapé rabiosa intentando olvidarme de todo y cual fue mi sorpresa cuando a los pocos minutos, apareció con el disfraz puesto.

-¡Qué guapo estás! –Dije yo sincera.
Julio se dio unas vueltas de forma teatral mostrando su aspecto general. No era como el policía del colegio, pero me bastaba verle vestido de esa manera para comenzar a excitarme como hacía mucho que no lo hacía. Julio se comenzó a quitar los pantalones y yo de inmediato le frené.
-No, no, no te lo quites, quiero que me folles con el uniforme entero.
Julio me miró por unos segundos intentando reconocerme, pero le caía algo grande que la modosa de su mujer, que jamás había mostrado el más mínimo interés en tener la iniciativa en el sexo, ahora fuera tan espontánea de proponer, exigir y mandar. Pese a todo, Julio obedeció mis órdenes e hicimos el amor.
Pero eso no consiguió satisfacer mis deseos totalmente, esos que ni siquiera yo sabía que tenía y que poco a poco parecían destaparse.

Los días trascurrieron sin novedad. Parecía imposible que el policía del colegio me hiciera el más mínimo caso, es más yo creo que ni siquiera sabía que existía, así que, tras unos pequeños acercamientos sin resultado y comprobar que más que un fogoso policía parecía un pequeño cachorro, desistí definitivamente. Yo necesitaba un hombre que dignificara el uniforme que llevara, que lo llenara con sus músculos y que supiera utilizar la porra en mi beneficio.

Así que tras dar muchas vueltas decidí hacer algo que jamás pensé que haría en la vida: contraté los servicios de un stripper. No sabía lo que me estaba pasando, pero dentro de mí se removía algo que no era capaz de parar ¿Serían las clases de Pilates a las que iba desde hace algún tiempo?

Aproveché un día de cumpleaños de un primo de mis hijos en el que no tenía que recoger a los niños hasta avanzada la tarde. Pietro vino puntual a la cita y vestido como yo le había comentado. Estaba nerviosa porque por primera vez en mi vida iba a serle infiel a mi marido, aunque me justificaba pensando que realmente era una forma de conocerme mejor y de evolucionar en mi vida. Algo se había despertado al lado del colegio de mis hijos y necesitaba saber qué era exactamente, así que tras una pequeña conversación con él, enseguida tomó la iniciativa: aireó mis pechos tras desabrocharme la blusa, me lanzó contra el sofá del salón y bajando insinuantemente su bragueta, me ofreció un maravilloso espectáculo. Desabrochó con parsimonia su camisa al ritmo de la música que había traído para la ocasión, cogió mi mano y me forzó a acariciar su miembro mientras él hacía excitantes movimientos pélvicos hacia detrás y hacia delante. Alzó su porra en su mano derecha y provocó que mi piel se estremeciera con su contacto. Pietro me despojó de toda mi ropa, me incitó a abrir las piernas con aquel instrumento largo y grueso y lo presionó contra mi sexo hasta que mi calentura fue dejándole un pequeño paso, su grosor era considerable, pero parecía que mi excitación superaba todos los problemas. Sacó aquel inesperado pero excitante consolador y me penetró mientras agarraba firmemente mis brazos y mi pecho impidiendo que el aire entrara libremente en mis pulmones. Sentía tal excitación con el salvaje encuentro que me deshice en orgasmos. Pietro movía su cuerpo con un ritmo encomiable, digno de atleta. Aproveché unos instantes de tregua para tirar de su pelo moreno y acariciar su cuerpo maravillosamente formado. Me gustaba su rudeza y el dominio que tenía sobre mi cuerpo y mi voluntad. Me dio la vuelta y me colocó a cuatro patas para envestirme también por detrás. La experiencia fue realmente intensa y sublime, el grosor y la largura del miembro de aquel desconocido consiguieron arrancarme otro dulce orgasmo.

Pietro palmeaba mis nalgas hasta dejarlas encarnadas mientras yo me relamía mientras era azotada por un desconocido disfrazado. Tras marcharse de mi casa, me quedé un rato en la cama intentando averiguar qué es lo que me estaba pasando y por qué no podía encadenar de alguna forma aquellos impulsos que afloraran cada vez más insistentemente. Lo cierto es que era como si alguien que no era yo mandara sobre mí. Cada nueva experiencia cumplida requería una nueva por cumplir.

Seguía con la rutina normal, pero mi parcela de vida “anormal” ocupaba ya gran parte de mi vida. Fue tras mi encuentro con Pietro cuando se me ocurrió que realmente yo también deseaba disfrazarme y deambular por las calles en busca de clientes. Una mañana me dirigí a una tienda de productos eróticos y busqué lo más sugerente e indecente que encontré. No quería salir de casa vestida de esa forma para no ser descubierta casualmente por algún vecino, así que me aproximé a la zona donde yo sabía que paseaban las putas de la ciudad fuera la hora que fuera: en el polígono industrial. Dentro del coche, me vestí y pinte como si fuera una fulana y salí a la calle paseando mi figura con mis altos zapatos de tacón y una faldita tableada que dejaba contemplar por detrás mis pálidas nalgas.

Estaba nerviosa pero me sentía segura dentro de mi nuevo atuendo. A lo lejos se podía ver a alguna mujer, que como yo, paseaba la calle en busca de algún trabajador que se tomara una pausa en su jornada de trabajo. Vestida de esa manera me sentía otra persona y me gustaba comprobar que en mí no sólo habitaba la sosa madre de familia con esposo y fregona sino que habitaba un volcán a punto de explosionar que buscaba cada día nuevas emociones.

Una mano agarrando mi brazo izquierdo me sacó de mis ensoñaciones.
-¿Hola guapa? ¿Qué te parece si te vienes a mi despacho un ratito?
-Claro que sí, encantada.-Respondí de inmediato.

Por un instante me sentí confusa y dudé interiormente, pero algo me impelía a seguirle y terminar lo que había empezado, así que, agarrando su brazo y tocando su paquete mientras soltaba una admiración, le seguí hasta el pequeño despacho donde trabajaba. Cerró la puerta y apoyándome sobre su mesa me instó a abrir la cremallera y llevarme su miembro a la boca. Lo cogí entre mis manos y lo engullí hasta que sentí su glande en mi garganta. Se suponía que era una profesional así que tenía que demostrar una práctica encomiable. Cogí un ritmo continuo de entrada y salida, mientras mis labios giraban en torno a él y mi lengua en punta lamía su tronco. De inmediato comenzó a jadear mientras tiraba de mi pelo adornado con purpurina. Noté la dureza de su miembro en mi paladar y sentí deseos de tenerlo dentro de mí, pero no era yo la que decidía así que seguí degustando su pene hasta que por fin pareció satisfecho, me inclinó sobre la mesa apoyando mi cara sobre ella y de pie, tras ponerse un higiénico preservativo, me clavó su miembro en mi sexo y comenzó a empujarlo en mi interior. No podía creerme que no me reconociera lo más mínimo, lo cierto es que, a pesar de ser mi marido, tampoco yo le reconocía, su comportamiento conmigo, con una puta, no tenía nada que ver con la forma de ser que tenía en casa cuando hacíamos el amor. Era morboso y placentero, me resultaba muy excitante saber que mi marido me ponía los cuernos con una fulana que no era otra que yo.

Julio sacó su miembro y me lo volvió a introducir por detrás, la estrechez habitual del agujero forzó un intenso rozamiento que le hizo gemir más intensamente, a la par que yo, que hacía rato me había abandonado al placer más absoluto. Julio acabó por fin y salió de mí, traté de incorporarme, pero sentía que me temblaban las piernas y tuve que sujetarme a él para no caer al suelo.
-¿Cuánto te debo? –Dijo él sorprendiéndome.
La verdad es que hasta ese momento no había caído en la cuenta del tema monetario. Era algo que hacía por placer, nada más, me resultaba algo difícil cobrar precisamente a mi marido, pero al final, todo quedaba en casa, así que le pedí 50€ que él pagó sin rechistar.

Me despedí de él y, ante su insistencia, le prometí volver en otra ocasión. Mientras caminaba lentamente de vuelta a mi coche, a mi casa y a mi vida normal, pensé que podía haber tiempo para todo, para seguir con la rutina de siempre, para continuar experimentando hasta dónde podían llegar mis ansias de conocer nuevos mundos y para seguir siendo la fulana de mi marido cuando yo deseara…