sábado, 26 de abril de 2008

La academia de peluquería


Mi vida cambió cuando mi madre decidió no volver nunca más a la peluquería de Josechu, situada justo en la misma calle donde vivíamos. Puedo decir sin temor a equivocarme que la razón que la llevó a tomar tal decisión, tenía que ver fundamentalmente con los coqueteos que Josechu se comenzó a traer con Rosa, nuestra vecina de enfrente. Mi madre había sido destronada precisamente por la vecina con la que peor se llevaba, era algo difícil de asimilar. Ella no se acuerda, pero hubo antes otra reina venida a menos por culpa de la aparición de mi madre. Nuestro peluquero era todo un Don Juan de las tijeras. La rabia se apoderó de mi madre al comprobar que los juegos entre él y Rosa comenzaban a ser reiterados y para no tener que presenciar nunca más como espectadora aquellos flirteos, decidió prescindir definitivamente de sus servicios.

Yo sin embargo, no me enteré de su decisión hasta el mismo día en que me advirtió que tocaba corte de pelo. Me sorprendí cuando dejamos de lado la peluquería. Muy digna y altiva, pasó de largo por el ancho escaparate de nuestro hasta ahora peluquero. Ni siquiera miró de reojo dentro del local, siempre parapetado por los botes de champú y suavizante que se apiñaban en una estantería de metal lacado tapando ligeramente la visión del interior. Incluso sentí como aceleraba su paso mientras yo, ajeno a las silenciosas disputas entre las rivales, me preguntaba adonde nos dirigíamos.
-Hoy vamos a ir a la Academia de peluquería –dijo ella nerviosa adivinando mis dudas.

El cambio de peluquería no me hizo mucha gracia en ese momento. Me gustaba la vieja peluquería de Josechu: por una parte, el trato fraternal y de hombre a hombre, y por otra, su cercanía, que me dejaba el tiempo suficiente para no perder la jornada en algo que me parecía una tarea inútil como era la del corte de pelo. Prefería disfrutar de la compañía de mis amigos, como cada tarde.

Caminaba indolente con las manos en los bolsillos, arrastrando el paso, sin muchas ganas de ir a la par de mi madre como un buen hijo. Ya era mayor para andarme con tonterías.

Tras quince minutos de interminable caminata llegamos por fin a nuestro destino. A pesar del frío que hacía en la calle, la puerta del local permanecía abierta de par en par, invitando a entrar a los transeúntes necesitados de un nuevo peinado. Un cartel encima del mostrador anunciaba los precios de los servicios ofertados. Por lo que pagaba mi madre a Josechu, me parecieron realmente irrisorios. Y comprendí que mi madre había cambiado la pericia y el buen hacer de Josechu por unas baratas aspirantes a peluqueras y posibles aficionadas al arte del trasquile. Dudé sobre si rebelarme o no y marcharme de allí. No era mi intención ser el hazmerreír entre mis amigos. Truculentas imágenes con mi pelo como protagonista se agolpaban en mi cabeza. Aparecía completamente rapada, o peor, mechones de distinta longitud luchaban por destacar para mi vergüenza. Iba a ser una pobre víctima de aquellas necesitadas peluqueras de cabezas ajenas, ansiosas por utilizar sus tijeras con los pobres incautos que querían ahorrarse unos pocos euros en el corte de sus melenas. Mi madre debió de observar mi reticencia y aferro mi brazo firmemente como si yo fuera un vulgar ladrón con intención de fugarme de las garras de la autoridad.

La señorita del mostrador nos indicó la puerta del salón donde se ubicaba la peluquería propiamente dicha. Nada más entrar, mis dudas y mis temores se disiparon. Sentí que había llegado al Paraíso y sorprendentemente no era porque me hubiera muerto. Aquel lugar estaba atestado de mujeres vestidas con unas batas blancas minifalderas y zuecos blancos. No eran mucho mayores que yo. Cada una de ellas se movía como una bailarina en torno a su cliente, cortando y peinando su pelo con gran delicadeza, ante la atenta mirada de la única mujer mayor que había en el lugar, Anastasia se llamaba, que daba todo tipo de indicaciones a diestro y siniestro a sus pupilas. Supuse que era la dueña de la academia. Fue ella precisamente la que me indicó un lugar donde sentarme y esperar a que una de sus alumnas quedara libre para poder atenderme.

Mi madre se precipitó agotada en el sofá dispuesto a la entrada para los acompañantes y de inmediato se enfrascó en la lectura de la prensa del corazón de esa misma semana. En la peluquería de Josechu tan sólo se podía leer el diario “Marca” que es el que él compraba todos los días para ver los resultados de los partidos.

Yo me sentía algo nervioso. El lugar era nuevo para mí, era el único hombre que había allí en ese momento y no había pasado por alto las miradas que todas las muchachas me echaban disimuladamente entre risas. Creo que incluso intuía sus comentarios jocosos. Presentí que era por ir acompañado de mi madre y me juré a mí mismo volver solo la próxima vez y así demostrar a aquellas chicas que ya no era un crío.

Una de las chicas cogió mi mano para llevarme hasta la zona donde se ubicaban los lavabos. Mis nervios aumentaron, pero no ya por creer que podría ser víctima de la poca profesionalidad de las peluqueras, sino por la necesidad de disimular la incipiente erección que comencé a sentir dentro de mis pantalones. Estoy en una edad sensible y cualquier motivo es suficiente para despertar en mí todo tipo de calenturientos pensamientos.

La aspirante a peluquera que me había tocado era bajita, morena, de piel clara y pelo rizado. Lydia se llamaba. Me colocó una toalla alrededor de mi cuello y me ayudó a colocarme en el incómodo hueco donde debía alojarlo. De inmediato, una tibia ducha comenzó a caer sobre mi cabeza. La mano de Lydia revolviendo mi pelo me provocó escalofríos por todo mi cuerpo. A pesar de la incómoda y hasta dolorosa postura, era mayor el placer de sentir sus manos en mis sienes. Pero si el agua cayendo por mi pelo me pareció algo maravilloso, el instante en que me roció con una buena dosis de champú y comenzó a masajear mi cabeza me pareció sublime. Sus manos eran firmes pero acariciadoras, me electrizaban a su paso. Mantenían en constante estado de erección mi necesitado miembro a la par que me producían un extraordinario relajo en la musculatura de mis piernas. Lydia movía sus manos afanosamente por mi cabeza, la rascaba ligeramente con sus yemas, todo un inesperado placer. ¡Ojalá mi madre hubiera mandado antes a paseo a Josechu!

Desafortunadamente, Lydia terminó de enjabonarme y tras un corto aclarado, me colocó otra toalla encima de mi mojada cabeza y me condujo de nuevo al asiento vacío que había ocupado en un principio. Lydia rebuscó en una pequeña cajonera con ruedas donde guardaban todos sus utensilios, sacando unas largas tijeras y un peine.

Las placenteras sensaciones desaparecieron, el contacto con las tijeras era frío, pero a medida que iba cortando mi pelo, sus manos, en un afán de perfección comenzaron a tocarme, recolocando mi pelo ayudándose del peine. De nuevo volví a sentir sus manos en mi cabeza, eran cálidas y suaves. Cogí valor y miré al espejo, viendo mi aspecto y aprovechando a verla a ella. En ese instante me dedicó una franca sonrisa que me hizo ruborizarme sin poder evitarlo. Soy un desastre con las mujeres, supongo que será mi falta de experiencia.

El proceso me resultó tan corto, que casi pegué un brinco cuando me advirtió que había finalizado su tarea. Me encontraba maravillosamente bien entre aquellas manos, y sentía la futura añoranza de no tenerlas cerca. Una nueva experiencia tras haber pasado por las manos de mi antiguo peluquero.

Mi madre al verme levantado, dejó las revistas sin muchas ganas y observó la obra de la peluquera. Por su cara me pareció que no había quedado muy conforme a pesar del precio que iba a pagar por el servicio. ¡Si a mí me parecía que está perfecto!

Aquella noche, mis sueños inundaron las sábanas de mi cama recordando las caricias de Lydia mimando mi pelo.

Lo cierto es que yo deseaba que mi pelo creciera más deprisa para volver prontamente a la Academia. Me parecía que mi cabello no crecía al ritmo que yo creía que debía hacerlo. Pasaban los días y yo me desesperaba al no notar que mi pelo seguía sin progresar, así que comencé a investigar sobre los alimentos y complementos vitamínicos que podían darle la fuerza y el vigor suficiente para crecer más apresuradamente. Evité la carne ante la sorpresa de mi madre, que perfectamente conocía mis gustos carnívoros, pero no comentó mi repentina decisión, supongo que siempre se responde a sí misma diciendo que estoy en una edad difícil. Me atiborré de verduras, lechugas y zanahorias. Incorporé a mi dieta todo tipo de alimentos ricos en selenio, como los ajos, provocándome una perenne halitosis digna de machacar a cualquier vampiro. Rogué a mi madre que trajera apio y espárragos, acompañando así mi halitosis de un nauseabundo olor cada vez que orinaba. Alegré la vida de mi madre comiendo sin rechistar todo tipo de legumbres, sintiendo como mi abdomen adquiría en repetidas ocasiones un considerable volumen que yo intentaba rebajarlo cuando pensaba que nadie me veía. Afortunadamente, el resto de alimentos que necesitaba para completar mi dieta eran apetitosos, y el saber que mi cabello crecería más rápidamente me daba fuerzas para seguir con mi régimen.

Tras leer en una revista que hacer ejercicios con la cabeza boca abajo era bueno para favorecer la circulación sanguínea, comencé a practicar yoga en mi dormitorio cada noche. De esta forma mataba dos pájaros de un tiro, de sobra sabía yo a esas alturas lo malo que era el estrés para la salud de mi cabello.

Dejé de fumar y con el dinero que me gastaba en el tabaco, me atiborraba de complementos vitamínicos que adquiría en el herbolario de mi barrio. Todo un arsenal de brillantes cápsulas que tomaba cuando mi madre no estaba cerca. Estoy convencida de que hubiera pensado que tenía algún tipo de adicción.

Ella tampoco sospechó que la razón de que desapareciera el laurel que guardaba en un tarro de cristal, se debiera a mis hurtos. Yo sí, ya que cada dos por tres cogía un puñado para hacer decocciones con él y aplicármelo sobre mi cabeza. Me había convertido en un experto en cuestiones de cuero cabelludo.

Trascurrieron dos meses y ya podía presumir de tener un pelo cuidado, brillante y realmente perfecto. Es cierto que había crecido, pero no podía comprobar científicamente la eficacia de mi auto tratamiento, a pesar de que a simple vista me parecía más largo que nunca.

Insinué a mi madre la necesidad de acudir a la peluquería, y tras echarme una mirada de reojo, hizo un gesto afirmativo.
-Pero esta vez vamos a cambiar de peluquería. La otra vez te dejaron el pelo hecho un desastre. Me han recomendado una nueva. Venga, me visto y te acompaño.

La sola idea de no volver a la Academia de peluquería me volvía loco. ¿Quién deseaba ir a otra peluquería? Nadie me podía asegurar que tuviera muchachas tan maravillosas como las que había en la academia. Ni hablar, pensé.
-No hace falta que vengas, quiero ir yo solo.

Mi madre aceptó sin discutirme siquiera esa nueva dosis de autonomía en mi persona, me dio unos billetes y me indicó el lugar donde se ubicaba la peluquería que le habían recomendado y a la que por supuesto yo no iba a ir.

Salí de casa tranquilamente, pero al llegar a la calle, corrí veloz hacia la Academia. Deseaba que fuera de nuevo Lydia la que me cortara el pelo, pero tampoco me importaba sentir otras manos femeninas que no fueran las suyas.

Esta vez la puerta estaba cerrada, entré saludando tímidamente a la empleada del mostrador y me dirigí a la sala. De nuevo, Anastasia me colocó en una silla vacía, pero esta vez, no había demasiada gente y enseguida se acercó otra de las muchachas. ¡Dios mío! Si Lydia me había parecido maravillosa ésta era fascinante. Más alta que Lydia, algo más ancha de cuerpo y con un pecho en el que no me importaría perder mi boca. Era pelirroja, de pelo liso y brillante, pecosa y de mirada algo pícara. Mi pene comenzó a revolverse dentro de su estrecha ubicación cuando Violeta, que así se llamaba, se acercó a mí y me colocó la toalla, no sin antes acercar su escote tanto a mis ojos, que casi me mareo y me caigo justo entre aquellas gigantescas peras frescas y lozanas. Miré a Lydia, que se encontraba peinando a otro cliente, intentando desviar mi atención, mis ojos se habían clavado justo en el escote de mi nueva peluquera. Lydia me sonrió al ver que la miraba.

No sé cual era la intención de Violeta aparte de lavarme el pelo. No sé si era necesario que acercara tanto sus labios cerca de mi rostro cuando comenzó a enjabonarme. Percibí algo de revuelo en la sala, quizás debido a que Anastasia había tenido que ausentarse, y todas las alumnas pululaban relajadas sin ningún mando que las contuviera. Podía oler su aliento. Sentía el calor de sus labios tan cerca de mí que creí que se me iba la cabeza. A lo mejor era debido a la incómoda postura en el momento del lavado, Violeta se estaba demorando en su tarea más de lo que había necesitado Lydia la otra vez. Lo cierto es que a pesar del ligero mareo, sus manos eran un pecado en mi cabeza. Mi erección se mantenía y yo trataba de ocultarla depositando mis manos entre las piernas.

Por fin terminó de lavarme el pelo y volví a mi asiento. Violeta mariposeaba en torno a mí, aprovechaba la mínima oportunidad para poner su mano en mis hombros, rozar mi cara quitando supuestamente algún pelillo que se había quedado pegado, acariciar mi pelo para peinarlo. Creo que aparte de algunos mínimos encuentros que había tenido con Susana, mi compañera de clase, en el cine, jamás me había tocado con tanto descaro ninguna mujer.

Un ruido sordo, parecido al de una explosión, sonó de repente en el exterior de la academia, haciendo que temblara todo el edificio. Clientes y peluqueras salieron precipitadamente fuera de la sala intentando averiguar la causa del estruendo. Yo intenté igualmente levantarme, pero Violeta me agarró del brazo, forzándome a sentarme de nuevo. Era increíble la sangre fría que demostraba, pero obedecí silencioso y me quedé quieto en mi asiento. Violeta, sin perder de vista la puerta de entrada, acarició mi pecho y rozó mis piernas, atreviéndose a depositar su mano sobre mi inflamado miembro. Lo acarició una y otra vez, recolocándolo en su cubículo y masajeándolo para mi deleite. En el exterior comenzó a oírse el sonido de varias sirenas rivalizando en volumen. Tenía que haber pasado algo grave, pero por mí, se podía caer el mundo, no me importaba nada más en ese momento que los toqueteos de aquella generosa muchacha. Bajó la cremallera de mis pantalones y, apartando mis calzoncillos, alcanzó mi miembro desnudo. El placer que sentí en ese instante fue suficiente para que tuviera que concentrarme y evitar así eyacular entre sus dedos. Violeta depositó en su mano crema de un bote cilíndrico que había en el mostrador y lo extendió sobre mi miembro a modo de lubricante. Gracias a la crema, sus movimientos se tornaron más fáciles y rápidos. Con su mano izquierda se desabrochó dos botones de su bata mostrándome un precioso sostén marfileño lleno de encajes y transparencias y la generosa carne no cubierta por él. Quería tocarlos, cogerlos en mis manos y saborearlos, pero mis fuerzas flaqueaban para emprender aquella misión. Todo mi cuerpo parecía estar poseído de un inoportuno temblor virginal. Sabía que no nos quedaba mucho para seguir con nuestros juegos, o más bien dicho, el suyo, porque estaba claro quien hacía de juguete.

Violeta me masturbaba con gran habilidad y con la experiencia de haber tenido seguramente muchas más contactos con el sexo opuesto que los que había tenido yo hasta entonces. Apretaba desde la base mi pene, aferraba con fuerza toda la pieza y le imprimía un maravilloso y constante movimiento hacia arriba y hacia abajo, girando su muñeca mientras la rodeaba al mismo tiempo. Yo gemía en silencio, mantenía los ojos extasiados en su escote, hincaba las uñas en los reposabrazos hasta sentir que me dolían los dedos. Violeta me miraba de reojo, divertida ante mi nerviosismo y mi falta de iniciativa. Acercó sus labios a mi glande y lo lamió. En ese momento sentí un ligero vahído y la debilidad de mis piernas aumentó sin poder ya disimular su temblor. Sentí tal necesidad de besar sus pechos que incluso por un instante pensé en rogarle que me los acercara, pero al abrir la boca para decírselo, parecía que mis cuerdas vocales se habían puesto en huelga y no fui capaz de articular más sonido que una especie de gruñido. El calor de su lengua y su mano moviéndose fueron demasiado para mí y fue incapaz de retenerme ni un segundo más. Eyaculé copiosamente entre sus dedos y suspiré aliviado.

Fue justamente en ese momento cuando las voces nos alertaron del regreso de las peluqueras y de los clientes. Violeta subió rápidamente mi cremallera, se abrochó la bata y se limpió la mano con un papel.

De inmediato preguntó la razón del estruendo.
-¡Ni te imaginas la que se ha montado! –Dijo una de las peluqueras- Han chocado dos vehículos y sus ocupantes se han liado a tortas.
-Si es que la gente cada vez está más loca –dijo una de las clientas a las que le estaban tiñendo el pelo con un pincel.
-Sí que es verdad, sí-dijo Lydia-

Violeta no dijo nada. Me miró cómplice a través del espejo y sonrió. Yo no pude más que bajar la mirada algo avergonzado.

Salí de la peluquería completamente relajado y feliz. Confiaba que mi madre no se percatara de lo mal que me había cortado el pelo mi benefactora. Esta vez, hasta yo me había dado cuenta del desastre. Había dejado las patillas a distinto nivel, había zonas de mi cabeza casi mutiladas y otras en cambio eran una poblada selva. Si hubiera estado Anastasia lo hubiera evitado, no obstante, a mí no me importó tanto como yo creía. Había sido la ausencia de la dueña y el oportuno choque lo que había permitido que Violeta me masturbara.

Mi madre adivinó al instante que no había acudido a la peluquería que me había recomendado y me echó una buena bronca sospechando que había ido a la Academia para aprovechar a quedarme con el resto del dinero. En ese momento me sentí con fuerzas para decirle que ya tenía suficiente edad para decidir donde quería cortarme el pelo. Fluyeron mis palabras con facilidad pasmosa, tanto que mi madre se sorprendió de mi extraña locuacidad y aceptó mi protesta sin rechistar.

Pasó de nuevo el tiempo. En aquellos dos meses de espera y crecepelos naturales no pude dejar de pensar ni un solo día y ni una sola noche en Violeta. Me recreaba en mi habitación con las imágenes de la peluquería y de ella inclinada sobre mí acariciando mi miembro.

El día que muy ufano me dirigí a la Academia de nuevo, ya me había imaginado mil escenas diferentes relativas a mi encuentro con Violeta, ¿se acordaría de mí? ¿Estaría tan deseosa de verme como yo lo estaba por verla a ella?

Al entrar en la Sala mis ojos giraron nerviosos a izquierda y derecha intentando buscarla, pero no la encontré. Violeta no estaba y sentí que mi mundo se derrumbaba. ¿Qué habría pasado con ella?

Anastasia se dirigió hacia mí y como siempre, me hizo sentarme.
-Hoy te peino yo –dijo ante mi sorpresa- Ha llamado tu madre quejándose de lo mal que te habían dejado la vez pasada.
Yo no dije nada, permanecí callado mientras ella seguía hablando.
-De todas formas, la muchacha que te atendió era una calamidad. La he convencido para que deje la Academia y se dedique a otras cosas. Para peluquera está claro que no sirve.

Mientras aquella mujer cortaba con presteza mi pelo, no pude evitar acordarme de nuevo de Violeta y el saber que no volvería a verla de nuevo fue suficiente motivo para que mis ojos se empañaran a pesar de mis esfuerzos por evitarlo. Tampoco pude impedir que mis labios susurraran su nombre mientras cerraba mis ojos.
-Violeta…




viernes, 18 de abril de 2008

La gran aventura de Silvia

De nuevo, María y Manuel habían tenido una discusión. Esta vez, parecía que iba a ser la última y definitiva. El motivo de aquellos altercados entre ellos siempre era el mismo: María era una persona tranquila, sosegada, meditaba todas sus decisiones antes de actuar y esta forma de ser se reflejaba también en su vida sexual. Manuel, al contrario, era ardiente, inquieto, un buscador incesante de nuevas emociones y sus ardores encontraban el perfecto lugar donde elevarse a la enésima potencia: en la cama. Y precisamente era éste el foco de todos sus conflictos: Manuel deseaba que María fuera más ardorosa, que no se relajara tras su primer y único orgasmo y que las noches de lujuria y pasión enlazaran con el rocío de la mañana. Esta cuestión se la echaba en cara insistentemente cada noche. Pero María, tranquila y calmada tras gozar y hacer gozar a su amado, lo único que deseaba era abrazarle y dormir unida a él.

La ruptura parecía inevitable y Manuel cortó con María ante la sorpresa de ésta, que, a pesar de la escasa compenetración que tenía con su amante en el plano sexual, le amaba y deseaba seguir a su lado. Manuel, tras una semana de intensa sequía sólo aderezada con unos solitarios orgasmos proporcionados por su generosa mano, se lanzó a la calle en busca de consuelo y calor humano, femenino, evidentemente.

Fue en un bullicioso y nebuloso bar con aroma a nicotina donde la encontró. Estaba acompañada por dos amigas. Era alta, esbelta, delgada, rubia como la cerveza que estaba degustando en ese momento y con unos brillantes ojos verdes. Reía sin parar, sonreía y bailaba, era imposible permanecer impasible ante ella.

A Manuel le pareció maravillosa. Quizás en su apreciación tuviera parte de culpa el alcohol que inundaba sus venas o las luces de neón que impedían una adecuada visión de lo que había a su alrededor. Pero esos eran mínimos detalles que carecían de importancia, así que comenzó su ataque, que en primer término fue visual: miradas furtivas al principio, para hacerlas más sostenidas posteriormente. Cuando comprobó que la atacada respondía favorablemente a sus indirectas, dejó que en sus ojos se trasparentara el deseo que sentía por ella.

Silvia, que así se llamaba, no tardó en percatarse de la presencia de Manuel. Era imposible no darse cuenta de su existencia, dado el poco disimulo con el que actuaba. Lo cierto es que aunque en un primer momento no parecía gran cosa con sus gafas, su pelo cano, sus ojos azules y su cara de buen chico, no le pasó desapercibido sin embargo el grueso paquete que parecía atesorar dentro de sus pantalones. Ella había ido a divertirse y precisamente el sexo era uno de los mejores entretenimientos que conocía. Por lo que cuando vio que por fin se decidía a acercarse a ella, pidió a sus dos amigas que les dejaran solos.

Manuel se presentó y tras dos besos comenzaron a bailar. Resultaba misión imposible entablar una conversación mínimamente audible entre ambos, la música resultaba ensordecedora, así que optaron por utilizar simplemente gestos y miradas para darse a conocer. Eso fue suficiente para darse cuenta de la salvaje atracción que les impulsaba el uno hacia el otro.

Sin más preámbulos comenzaron a besarse, unieron sus cuerpos, probaron la piel del otro, dulce y algo empalagosa la de ella, ciertamente salada la de él. Se degustaron con mimo y paciencia. Paulatinamente Manuel, al ver la positiva reacción que mostraba Silvia ante sus avances, comenzó a ser más atrevido. Resbaló una mano por debajo de su vestido, notó agradablemente el calor que sus nalgas desprendían, se aventuró a rozar sus pechos e incluso su pubis, pobremente tapado por una fina tanga.

Pero necesitaban un terreno más tranquilo para seguir. La discoteca en ese momento no resultaba ser un agradable lugar y Manuel invitó a Silvia a seguir sus juegos en su pequeño apartamento.

Nada más abrir la puerta, Silvia comenzó un firme ataque, desnudándose con parsimonia y ofreciendo a Manuel su cuerpo. Él degustó en primer lugar sus pechos mientras ella comenzaba a desnudarle. Caminaron completamente desnudos al dormitorio, se tumbaron, y comenzaron los juegos. Pero el comportamiento de Silvia súbitamente mutó: se volvió salvaje, desenfrenada, su frenético ritmo era imposible de seguir, cambiaba de posiciones a gran velocidad. Parecía un militar en maniobras. Él intentaba seguir sus pasos, su ritmo y sus subidas y bajadas. Silvia no gemía, gritaba, chillaba de goce, tiraba del pelo de su amante, dejaba las uñas en su espalda. Y Manuel se dejó ir de inmediato nada más percibir las primeras palpitaciones de su amante exprimiendo su miembro y provocándole inevitablemente una intensa erupción de blanquecina lava.

Descansaron unos segundos, pero Silvia, al contrario de lo que pensaba Manuel, no había terminado, su deseo aún se mantenía a flor de piel. Volvió a besar a su amante, acogió en la boca su miembro flácido y éste forzosamente cobró vida con aquellos mimos. Y de nuevo volvieron a amarse y a disfrutar el uno con el otro. A él le resultó más costoso esta segunda vez ponerse a tono, pero ya se encargaba Silvia a la mínima muestra de relajación o debilidad, de llevar reiteradamente su miembro a la boca y hacerle una terapéutica felación que le devolviera la vida. Silvia tuvo un orgasmo tras otro, Manuel había perdido ya la cuenta. Era increíblemente multiorgásmica, la primera vez en su vida que se acostaba con una mujer de esas características.

Al día siguiente, tras compartir la cama que no el sueño, se despidieron, no sin antes tener una buena dosis de sexo matutino.

Las noches de sexo continuado se repitieron día tras día. Silvia no tenía pereza, era imposible visionar media película sentados en el sofá sin que ella no acabara arrodillándose y lamiendo su pene en busca de un nuevo encuentro. No parecía viable disfrutar de una conversación con ella cuya duración superara los dos minutos, que era lo que tardaba en desnudarse y llevarle al lecho. Manuel al principio estaba encantado, jamás había disfrutado tanto y tan seguido, pero poco a poco el encanto se transformó. Sentía el cuerpo machacado, escozor en todo su miembro y hasta cojeaba en ocasiones de pura debilidad. Su falta de sueño atacó sus nervios, imposible concentrarse en el trabajo. Cada vez que se enfrentaba a los expedientes sentía sus ojos emborronarse, e incluso le invadía un deseo irremediable de acostarse encima de aquellos tristes papeles. Fue en uno de esos momentos de paz y sueño reconfortante cuando su jefe le sorprendió, y cansado por haberle descubierto en reiteradas ocasiones de la misma forma, le echó de inmediato del trabajo.

Tras el despido, otra desgracia le esperaba en su casa. Los vecinos se habían quejado, todos sin excepción. Los gritos que Silvia emitía mientras gozaba eran demasiado elevados, las palabras subidas de tono que salían de su boca escandalizaban a los moradores del inmueble, que temían por la buena educación de sus pequeños retoños. Así que su casero sin dudarlo le puso de patitas en la calle.

Llamó a Silvia y le contó lo que le había acontecido ese aciago día. Ésta, de inmediato le invitó a vivir con ella, por lo menos hasta que encontrara un nuevo trabajo y una nueva casa. Manuel cogió sus maletas y se fue sin pensarlo, no le quedaba otra opción.

Pero Silvia no paraba. Su deseo por él no había disminuido ni un ápice a pesar de verle más tiempo y más continuado. Manuel no podía con su alma, deseaba que Silvia no fuera tan fogosa, quería poder pasar con ella algún tiempo como una pareja normal, o como él recordaba que era una pareja normal. Echaba de menos a María, a la que, a pesar de todo, aún no había olvidado. Se acordó de su forma de ser, de sus noches de sexo más tranquilas pero intensas, de las tardes de sofá viendo una película abrazados tiernamente. Silvia era un torbellino de pasión, pero él no. Amaba a María, a pesar de su tranquilidad, o quizás por esa misma razón, la amaba a pesar de sus discusiones. Tenía muchas más cosas en común que las que compartía con Silvia, así que habló con su fogosa amante, cogió sus maletas y se fue de allí, dejándola llorando desconsoladamente.

Al llegar a la calle, sacó su móvil y marcó el número de María, que tras unos segundos de nervios e intriga por la tardanza, acabó respondiendo su llamada:
-Te echo mucho de menos. María, te amo…Quiero volver a tu lado.
Pero había llegado demasiado tarde y la respuesta fue negativa: había conocido a otro hombre.

Manuel dejó la maleta en una consigna y vagó sin rumbo sin saber muy bien qué hacer, hasta que por fin decidió que la solución era volver con Silvia. Tampoco le quedaba otra posibilidad, no tenía casa ni trabajo, y la opción de dormir debajo del puente no le atraía en absoluto.

Ella le acogió sin reproche alguno y tras unos besos y abrazos de perdón comenzaron a excitarse, principalmente Silvia, que volvió salvajemente a la carga sobre él. No obstante, Manuel la detuvo en seco.
-Hay algo…Algo que llevo tiempo pensando que me gustaría hacer y que nunca te he comentado.
-¿De qué se trata? Sabes que tus deseos son los míos- dijo ella sin parar de besarle-
Se acercó suavemente y le susurró unas palabras al oído. Ella, tras escucharle, le miró algo confusa, pero tras unos segundos de dudas aceptó su proposición.

Manuel sin demora llamó a su amigo Jorge, antiguo compañero de escapadas nocturnas y de seguro buen complemento para montar un trío estable y duradero. Quizás con su ayuda podría por fin agotar a la insaciable de Silvia y al mismo tiempo, la falta de conversación de su amante podría compensarse con creces con la amigable conversación de Jorge, fundamentalmente los sábados por la noche, mientras ambos veían el fútbol.

Todo iba a ser perfecto por fin.


sábado, 12 de abril de 2008

Los deberes de Mario VIII: Una noche de luna nueva

Alicia se encontraba profundamente dormida cuando bruscamente, un silbido entrecortado la despertó. Tardó unos segundos en darse cuenta de que no era un sonido producto de su imaginación y del dulce sueño en el que se encontraba y que ni siquiera era el impertinente despertador anunciando un nuevo día. Fue la luz encendida de su teléfono móvil la que le hizo percatarse de que se trataba de un mensaje. Miró el reloj y vio que eran las dos de la mañana. Al ver su procedencia sonrió, no podía ser de nadie más que de Mario, con frecuentes problemas de sueño. Su mensaje era tan escueto como concreto: “te paso a buscar en 15 minutos, sólo puedes entrar en mi coche con una prenda de ropa, nada más”. Leyó de nuevo aquel imperativo encargo, ¡menudas horas! Lo cierto es que a pesar de todo, jamás rechazaba una invitación de su amante. Las oportunidades no se podían desaprovechar, así que tras desperezarse, se levantó. Intentó adivinar lo que Mario tendría preparado para ella, ya estaba acostumbrada a su desbordada imaginación, quizás la misma que la suya. Siempre intentaban sorprenderse el uno al otro con nuevos juegos, cuanto más morbosos y originales, mejor.

Abrió su armario y echó un vistazo a su ropa. El invierno estaba siendo excepcionalmente cálido y la primavera estaba al caer. Nada de manga larga, al lado de Mario jamás sentía frío, por lo que escogió un vestido negro que se abrochaba al cuello, sin mangas y que mostraba buena parte de su espalda así como sus hombros. Imposible que Mario se mostrara indiferente al verlo. Ya se había despertado por completo y la cercanía de su amante avivaba la llama de su deseo. Tras unos cuantos intentos infructuosos consiguió por fin subirse la cremallera del vestido y se miró en el espejo. Cualquiera pensaría que estaba chiflada, pero ella tenía otro punto de vista, la vida era demasiado larga para hacer en todo momento lo supuestamente correcto. Mientras bajaba las escaleras de su casa recibió un nuevo mensaje: “mete tu vibrador en el bolso”. Así que era una noche para jugar… Pues jugarían, eso por descontado.

Sentía en sus piernas cierta debilidad, causada quizás por la falta de sueño, en su sexo, una incipiente humedad motivada por el deseo y en su pecho, la agitada respiración de la incertidumbre. Pasados cinco minutos oyó el ruido de un motor, se trataba del coche de Mario aparcando al lado de su casa. Salió de inmediato y se introdujo en él. Mario la miró de arriba abajo y sonrió. Efectivamente, el vestido le había gustado. Besó a su amante y partieron sin intercambiarse una sola palabra. Alicia al principio pensó que el camino que tomaban era el de su apartamento, pero al ver que dejaban de largo las últimas urbanizaciones de la ciudad, dudó sobre el destino de su viaje. Al llegar al bosque de coníferas que se encontraba a pocos kilómetros de la ciudad, Mario tomó un desvío, adentrándose por un camino de tierra, el coche daba tumbos y dejaba una larga estela de polvo a su paso. Por fin detuvo el vehículo en una zona despejada y ambos salieron. Esa noche había luna nueva y la visibilidad era prácticamente nula.

El bosque a esas horas, tan solitario y tan oscuro, realmente impresionaba. Alicia comenzó a temblar, había subestimado el frío que pasaría con tan liviano vestido, incluso su sexo, relativamente húmedo, pedía a gritos una tela donde guarecerse. Se sentía completamente desnuda. Mario sacó una linterna de una pequeña mochila que llevaba al hombro y con ella iluminaron sus pasos. Estuvieron caminando un buen rato. A su alrededor, cientos de árboles se alzaban imponentes como gigantes, las sombras que provocaba la linterna sobre ellos provocaba cierta inquietud. El silencio de la noche tan sólo era quebrado por las pisadas de ambos sobre las acículas caídas. Por fin, Mario, complacido por el lugar al que habían llegado, detuvo la marcha, abrió su mochila y sacó una manta de viaje que extendió encima del suelo. Abrazó a Alicia y la besó. Ella sintió la calidez de su abrazo y agradeció el contacto con su cuerpo caliente. Sus labios torturaron su cuello, calentó cada centímetro del mismo con la lengua, se detuvo a jugar con sus carnosos y excitables lóbulos. Ella se dejaba mimar. Mario comenzó a mordisquear la piel blanca y fina que dejaba transparentar su yugular, mientras sus manos subieron ligeramente su vestido dejando prácticamente todo su cuerpo a merced de la noche. Agarró sus nalgas con ambas manos, acercando a Alicia hacia sí. El bulto de sus pantalones se le hizo patente. Mario comprobó la excitación de su amante entre sus dedos, sintiéndolos humedecidos al rozar su sexo inflamado y descubriendo cuan fácilmente se deslizaban a su interior. Era excitante y morboso estar a esas horas en aquel lugar. Ya no sentía tanto frío. Mario tumbó a Alicia sobre la manta, separó sus piernas y abriendo su sexo lo degustó. Ella comenzó a perder el control, imposible no hacerlo cuando la lengua de su amante parecía una pequeña culebra retozando con su sexo. Las sensaciones se hicieron más intensas cuando Mario volvió a sus juegos de manos, introduciendo sus dedos en su sexo y haciendo pequeños guiños a su trasero. Alicia por fin notó como su cuerpo se deshacía en palpitaciones. Por un instante mientras gozaba creyó oír un ruido procedente de los árboles. ¿Le habría preparado Mario como sorpresa la aparición de una tercera persona? Tenía serías dudas sobre ello, pero no lo descartaba. Era difícil descubrir lo que su amante tenía en la cabeza.

-Quiero que me chupes la polla.-dijo en ese instante Mario.

Alicia aún sentía los espasmos del placer en su cuerpo, pero ahora le tocaba ser a ella la protagonista. Mario se sentó en la manta y Alicia le ayudó a desvestirse. Sin demora comenzó a saborear su miembro, sin dejar de mirar en ningún momento a su amante, sabía cuanto le excitaba que clavara sus ojos en él mientras disfrutaba de su boca. Se chupó ruidosamente un dedo y comenzó a hacer pequeños círculos alrededor de su recto, acariciándolo con gran suavidad y notando como su amante incrementaba su excitación. De nuevo volvió a percibir unos ruidos, incluso creyó oír una especie de extraños gemidos. Mario pareció igualmente percatarse de ello dado su gesto de alerta. ¿Y si fuera un voyeur grabando su encuentro?

Tras un buen rato de adoración bucal la erección alcanzó su máxima intensidad, Mario agarró a Alicia y la tumbó sobre la manta. Deseaba ser ya penetrada, pero a pesar de ruegos y súplicas, Mario no perdió el mando de la situación, esperar traería aún mayor placer. Acercaba su miembro hasta que el glande rozaba ligeramente el sexo de Alicia, para separarlo cuando la veía luchar enérgicamente para que su miembro resbalara dentro de ella. El juego se repitió hasta que Alicia se vio gratamente sorprendida por una brusca embestida que la llenó completamente. El calor de sus cuerpos contrastaba con el frío de la noche, el olor del bosque se mezclaba con el del sexo, el silencio del entorno chocaba con sus jadeos cada vez más intensos y resonantes en forma de eco. Alicia se había olvidado ya del frío y los ruidos sospechosos parecían haber desparecido. Comenzó a agobiarse por el calor que desprendía su vestido cuando de nuevo sintió su sexo pulsátil. Mientras degustaba aquellas gozosas sensaciones, Mario le dio media vuelta y montó sobre ella a horcajadas. Cabalgó sobre ella agarrando sus pechos a modo de bridas. Alicia se dejaba hacer gustosa, la postura le encantaba, el pene de Mario friccionaba su punto g y su placer se multiplicó hasta el infinito. En ese momento, Mario cogió el pequeño vibrador de Alicia y encontró el lugar donde hacerlo desaparecer, no sin cierta dificultad. Alicia ahora se notaba placenteramente plena.

-Acaríciate, quiero ver cómo te masturbas. –dijo Mario entre jadeos.

No dudó Alicia en hacer lo que le pedía, a pesar de que se sentía desfallecer así que friccionó su sexo mientras su amante seguía penetrándola y jugaba con el pequeño vibrador en su trasero. La suma de todo provocó en ella otro orgasmo. Mario comenzó a respirar más ruidosamente y cerrando los ojos, eyaculó en su interior. Se tumbó a su lado y se abrazaron. La noche era estrellada, la luna ausente, ambos, relajados y satisfechos, descansaron un rato hasta que de nuevo, los ruidos volvieron a hacer su aparición, esta vez más intensamente. Se incorporaron con precaución. Mario cogió su mochila a modo de arma esperando utilizarla. Estaba claro que allí había alguien. Se levantó y se encaminó hacia el lugar de donde procedían, rápidamente salió de su escondite un pequeño zorrillo asustado por la invasión de su lugar habitual de sueño. Respiraron aliviados, por lo menos por esta vez no se harían famosos en la red por sus escenas de sexo a media noche.

Mario ayudó a Alicia a levantarse. Era hora de regresar a casa.



martes, 8 de abril de 2008

Días de rebajas

Cada mañana a las once me encamino al centro comercial que se encuentra situado enfrente de mi lugar de trabajo. Prefiero acudir a él en vez ir a las cafeterías que profusamente adornan la calle a las que van el resto de mis compañeros. Puedo abstenerme del café diario, del pincho de tortilla de patatas o del croissant a la plancha, pero siento debilidad por los centros comerciales y las grandes superficies, principalmente en época de rebajas.

Es en los meses de enero y julio cuando disfruto con más intensidad de mis visitas. Me gusta mezclarme entre la marabunta de gente que acude a esas horas en que ponen sugerentes descuentos especiales. Mi intención sin embargo, no es el consumo compulsivo, soy parco en gastos y tampoco me he enamorado de ninguna de las bellas dependientas que trabajan en el lugar. Al contrario, siento debilidad por lo desconocido, por el peligro de ser descubierto, por la posibilidad de que puedan sospechar de mis acciones.

Mi sentido más desarrollado es el tacto, quizás debido a la miopía que he sufrido desde niño y por las veces que he tenido que valerme de mis manos en las reiteradas ocasiones en las que fastidiosamente se me rompían mis gruesas gafas. Tengo una sensibilidad especial en mis dedos, son ellos los que me trasmiten intensamente todo tipo de emociones y pasiones.

Soy un hombre curioso y no puedo conformarme tan sólo con lo que tengo: quiero a mi pareja, no lo niego, pero es ya un amor templado por el paso de los 8 años que llevamos juntos, la pasión por ella se ha convertido en calmado deseo. He de decir a nuestro favor que nos unen demasiadas cosas como para pensar en una posible ruptura; entre ellas, la hipoteca de 300.000€ a 30 años que recae sobre la casa que compramos juntos ya hace dos años.

No me considero un hombre infiel, los escarceos sexuales que he tenido han sido demasiado escasos para calificarlos de relevantes. A ella jamás se lo contaría, dudo que lo entendiera como lo entiendo yo. Tampoco le he hablado de esta pequeña afición mía que ha nacido hace muy poco. Es una buena forma de liberarme de la rutina y de tentar al destino.

Mi atuendo de hombre de negocios con traje y corbata me hace pasar desapercibido entre toda la multitud. Es cierto que a veces algunas mujeres me miran con sorpresa cuando observan curiosas como me acerco a los puestos donde se amontona la ropa rebajada. Mi objetivo principal son los puestos de lencería femenina.

A ellos me acerco en principio cauteloso, me uno al grupo de mujeres simulando ser el perfecto marido que busca ilusionado un nuevo conjunto de ropa interior para su esposa. Alguna de ellas no puede reprimir cierta mirada de envidia, quisieran que fuera su propio marido el que estuviera allí en ese momento. Pero se equivoca, no me considero perfecto.

Es justamente entre aquellas desconocidas mujeres donde me dedico a mi particular debilidad. Me aprieto a ellas y trato de percibir entre mis dedos la suavidad de su piel. Precisamente por ello, mi mes favorito es julio, cuando las mujeres muestran parcialmente su piel desnuda. Es en ese mes cuando disfruto más intensamente: acerco mi cuerpo a ellas, percibo su calor, toco con disimulo sus brazos, como si realmente mi pretensión fuera hacerme un hueco entre ellas para buscar más fácilmente entre todas las prendas. Me gusta provocar, empujar levemente con mi rodilla sus pantorrillas, usar mi codo a modo de escudo rozando al mismo tiempo sus pechos. Tampoco es algo malo...

Sus reacciones son dispares: algunas vuelven su cabeza bruscamente con cierto enfado, mas al verme, cambian su mirada e incluso me sonríen. Me considero un tipo atractivo, tengo 35 años y mi atuendo me dota de cierta respetabilidad. Sé que les queda la duda, la intriga de pensar si mis movimientos son provocados por mí o por la casualidad y el gentío.

Mi sentido del tacto se encarga de encenderme. Cada uno de los furtivos roces en aquellas desconocidas me excita al máximo. Siempre intento llegar a más, acercarme todo lo posible a mis “víctimas” y ver hasta dónde puedo llegar sin ser descubierto. No quiero que por un descuido, se descubran mis juegos y no pueda volver de incógnito en más ocasiones al centro comercial.

Hoy lunes hay más gente que nunca. El sol del verano hace mella en el termómetro e incita a la gente a protegerse del calor en los centros comerciales, su aire acondicionado es un paraíso en medio del desierto. Además la suerte me acompaña, observo que hay un 50% de descuento en la lencería de marca, no puedo pedir más.

Me acerco por detrás a una mujer de aproximadamente 30 años. El olor dulzón de su perfume me obnubila al principio, hasta que por fin consigo acostumbrarme a él. Lleva un vestido de tirantes, mis dedos lo examinan de inmediato: se trata de un vestido de seda. El color no me importa, aunque en este caso es rojo. El tacto de la seda enciende mis alarmas. Me aproximo más aún. Ni siquiera se ha percatado de mi presencia. En su mano derecha sostiene dos tangas de color negro y un sostén de encaje color Burdeos. Me atrevo a rozar su brazo, mis dedos resbalan por su piel, casi tan suave como la tela de su vestido. Comienzo a sentir el miembro entre mis piernas, éste me incita a que prosiga. Me aprieto contra ella, siento el calor de sus nalgas en mi pelvis, es un culo perfecto, redondo y duro. Aprovecho el gentío para tocarlo con una mano. No necesito más que un segundo para darme cuenta de que bajo la seda no hay nada más que su piel. Quizás llevé tanga pero mi calenturienta imaginación me invita a pensar que no lleva ropa interior. Ella sigue concentrada en la búsqueda de sus prendas y yo sigo investigando su cuerpo. Ahora toco su espalda, no me he equivocado. El vestido es la única prenda que lleva puesta. Mi excitación se aviva, siento la sangre agolparse en mi sexo y el corazón retumbar en mi sien. Estoy completamente empalmado y no tengo nada a mano para tapar mi vergüenza. Miro y remiro y por fin encuentro mi escudo en una revista de ofertas del centro que alguna clienta ha dejado caer descuidadamente al suelo. Sigo a lo mío, a mi trofeo de seda y blanca palidez. Ella parece no darse cuenta de nada, creo que su excitación por encontrar la lencería rebajada es casi tan grande como la mía al tocarla.

Mi objetivo ahora es su cintura, arrimo mi mano con precaución, pero mi teléfono móvil me hace abandonar bruscamente la posición tomada. Me alejo de las trincheras, pero siento prisa por volver de inmediato al reconocer el número de teléfono, se trata de un inoportuno amigo que parece no tener nada que hacer esa mañana. Contesto con monosílabos y por fin le cuelgo. Vuelvo a mi puesto de lencería y me llevo una desagradable sorpresa: ya no está la mujer del vestido de seda. Me enfurezco por ello pero intento buscar una nueva víctima, oteo a mi alrededor hasta que encuentro la presa: me dirijo ahora hacia una gruesa morena de pantalones piratas y blusa de manga corta. No es lo mismo, pero en esos momentos puede servirme.

Sus anchas caderas duplican las mías, desprende aún mayor calor que mi primera víctima, palpo su trasero y lo siento mullido, quizás en exceso, toco el algodón de la tela de su blusa, añoro la seda, rozo su muslo ligeramente. Llego hasta sus brazos, pero su piel cubierta de vello me desagrada por mi anterior recuerdo y decido buscar una nueva desconocida, no consigo alcanzar el grado de excitación que necesito con ésta. Hoy el sexo femenino no escasea y encuentro con prontitud una nueva mujer, alta y esbelta, quizás más joven que las anteriores, soy torpe a la hora de adivinar la edad. Vuelvo a mis andanzas, suelo seguir el mismo ritual de movimientos y roces. El lino de su vestido me gusta, vuelven a despertarse todos mis sentidos.

De repente, noto como se aprietan por detrás contra mí. Es una mujer, de eso no cabe la menor duda: siento sus pechos, sus punzantes pezones sobre mi espalda que hacen que me incorpore como un resorte. Estoy a la espera de sus movimientos. Me asaltan las dudas sobre sus intenciones. ¿Querrá aproximarse realmente al puesto de lencería o quizás busca lo mismo que yo? Siento su mano recorriendo con disimulo mi espalda, como si tratara de apoyarse para hacerse un resquicio entre la multitud. Sigo dudando, mientras dejo a mi mente fantasear. He dejado de palpar mi presa de delante. Estoy alerta y en guardia, aunque disimulo buscando entre la lencería. Ahora noto su mano en mi cadera e instintivamente cojo mi cartera del otro bolsillo y me la guardo dentro de la chaqueta del traje. El olor dulzón de su perfume hace latir furiosamente mi corazón: ¡Es la mujer del vestido de seda! Me felicito por mi buen tino a la hora de mi anterior elección y sonrío pensando que ha jugado conmigo simulando no darse cuenta de mis travesuras. Es la primera vez que juego en el bando contrario. Dejo que me toque, es atrevida en sus movimientos, roza mis brazos abiertamente, frota su pierna contra la mía cual minina en celo. El traje comienza a molestarme y el fuego que siento en mi sexo se propaga a todo mi cuerpo. Tengo miedo de moverme y que pare, que todo sea un nuevo sueño de mi imaginación, me gusta el tacto de sus dedos, a su paso mi piel despierta suplicando más caricias.

Deseo en silencio que sea más osada y que llegue hasta mi pene, ¡cómo me gustaría que jugueteara con él! Que lo apretara contra su palma, que subiera y bajara sus dedos por todo su tronco. Me conformo incluso que lo haga sobre la tela. Percibo su agitada respiración, está excitada, tanto como yo. Siento como restriega su pubis contra mi culo, dejo que siga, me gusta sentir que soy su objeto de placer. Creo que me pegaré a ella, le diré que la deseo ardientemente. Los probadores están cerca ¿qué mejor que encontrarnos allí y satisfacer nuestros deseos? Mientras sigue tocándome me imagino a mí mismo despojándole de sus livianas telas, apremiándola contra la puerta del probador, bajando mi bragueta y hundiendo mi miembro en ella mientras se deshace de placer. Mis pensamientos me sacan de quicio, me calientan, aumentan mi atrevimiento. Acerco mi mano para encontrarme con la tela de su vestido, quiero llegar hasta sus muslos y tocarlos. Pero bruscamente la dejo de percibir, nuevos empujones por parte de nuevas hordas de compradoras me apartan de mi espontánea donante de caricias. Me doy la vuelta y la busco, pero no la encuentro.

Tras mirar a cada una de las mujeres que siguen ensimismadas alrededor de la lencería de saldo, me topo con unos ojos sonrientes posados en mí que me hacen sospechar desagradablemente: es la gruesa morena la que me mira de forma sugerente. ¿Y la dueña del vestido de seda? ¿Acaso no era ella la que me acosaba? ¿Y el perfume dulzón? ¿Tal vez mi deseo ha confundido mis glándulas pituitarias?

Miro la hora y regreso al trabajo algo decepcionado por mi error. Aún siento la hinchazón de mi miembro en mis calzoncillos. Creo que antes de sentarme en mi despacho pasaré previamente por el servicio...




sábado, 5 de abril de 2008