viernes, 26 de septiembre de 2008

La esclava de mi vida

Desde que la vi anunciada en una revista de contactos no pude quitarme su imagen de la cabeza. Me parecía la mujer más perfecta que hubiera existido nunca: sus delicados rasgos, su cabello liso y rubio, sus sorprendentes e hipnóticos ojos verdes y su voluptuoso cuerpo. Me enamoré de ella nada más verla. Pero sabía que aún no podía pretender poseerla, amarla y hacerla mía para siempre. Mi deseo por ella tendría que esperar algún tiempo, era un caro capricho que mi exiguo presupuesto no podía permitirse. Por aquel entonces yo trabajaba como asalariado en un pequeño almacén y los gastos obligados de cada mes casi se llevaban más de la mitad de mis ingresos y no podía darme ningún lujo por muy placentero que pudiera resultarme. Recorté aquella maravillosa imagen, digno boceto de una altiva reina futura protagonista de mis sueños más ardientes y la pegué con cuidado ritual en la desnuda pared del dormitorio del pequeño apartamento de alquiler en el que yo vivía. Tenerla siempre presente en el cabecero de mi cama me servía de diario estímulo para intentar esforzarme lo posible para ser en fechas no muy tardías su propietario. Por ella trabajé duramente en el almacén quedándome a hacer horas extras hasta el desmayo. Al trabajar más y estar más cansado, salía menos, con lo que eso tenía de bueno para mi economía, ya que apenas gastaba nada que no hubiera antes presupuestado en mi cuadernillo donde lo apuntaba todo. Cada noche rozaba su foto con las yemas de mis dedos, le daba un apasionado beso que abarcaba todo su cuerpo y me acostaba, no sin antes dejar volar mi imaginación a un futuro no muy lejano en el que ambos compartiríamos el mismo techo. Me imaginaba mi vida a su lado, las eternas noches de sexo y goce y la pasión que envolvería mi vida para siempre. Por fin lograría ser feliz. Quería bautizar a mi futura compañera con un nombre digno de ella que la describiera en toda su magnitud y que mostrara a su vez, todo lo que era capaz de inspirarme cuando la miraba, pero ninguno me convencía plenamente. No en vano, era la primera vez en mi vida que iba a comprar una esclava y no quería dejar pasar de largo el más mínimo detalle. No deseaba un nombre corriente, nadie que existiera en el mundo podría llegar a acercarse en belleza y encanto a su persona. Poco a poco mi cuenta fue engordando y por fin conseguí el dinero suficiente para comprarme mi esclava, a la que cariñosamente apodé “sin nombre”. Contacté telefónicamente con el proveedor de aquellas sumisas muchachas que habían nacido para dar placer carnal y quedé en ir a recoger la mía esa misma tarde. Estaba deseoso por ejercer de amo y ese pensamiento es el que me provocaba de continuo recurrentes erecciones que ni siquiera pude evitar mientras conducía mi coche al ir a su encuentro. Estaba nervioso, me sudaban las manos y me sentía igual que un inquieto novio que camina ante el altar. Cuando llegué a la dirección que me habían indicado por teléfono, me sorprendí al ver más esclavas, tan bellas o incluso más que mi futura compañera, pero ninguna de ellas había compartido conmigo las noches pasadas de onanismo compulsivo así que me fui directamente al lugar donde mi bella sumisa de rasgos eslavos ya me esperaba. Pagué al vendedor al contado y la llevé a su nuevo hogar. No me importaba, tal y como me advirtió el vendedor, que fuera completamente muda. No necesitaba hablar con ella, ni quería que me preguntara cada tarde si me había ido bien en el trabajo, ni tampoco que me discutiera ninguno de mis comentarios. Yo era el amo y ella mi esclava sumisa, eso era un hecho indiscutible. La había comprado para follarla hasta la extenuación, hacerla mía y poseerla cuando a mí me apeteciera. No podía existir mayor placer para mí. Sus deseos irían ligados desde ese momento a los míos, su placer sería mi propio placer y mis apetitos carnales, la causa de su existencia. Cuando llegué a casa, la despojé impaciente de la túnica negra que tapaba su cuerpo y sin poder esperar siquiera a desvestirme, la tumbé en la cama, bajé la bragueta de mis pantalones y la desvirgué para siempre sin contemplaciones. El placer de poseer por primera vez a mi esclava fue insuperable, jamás había conseguido encontrar a ninguna mujer que se plegara a mis órdenes como ella lo hacía y sentir que la había encontrado elevó mi ego maltratado tanto por el paso de los años como por aquellas mujeres que había conocido y me habían destrozado psicológicamente. Mi esclava ni se inmutó, había aprendido cómo debía comportarse y se dejó hacer. Me sentí un triunfador por primera vez en mi vida, atractivo, fuerte y poderoso. Estaba pletórico gracias a ella. Mi muda esclava seguía al pie de la letra y con una obediencia encomiable, todos mis mandatos. Su presencia disparaba mi imaginación y cada tarde, cuando llegaba a casa tras una dura jornada de trabajo, solía esperarme desnuda a cuatro patas como una montura fiel sobre la alfombra de rallas azules de mi salón. Ver sus labios mayores, entrever la abertura de mi pozo de los deseos y contemplar sus pechos eran suficientes motivos para no perder ni un solo segundo y poseerla sin dilación. Intentaba controlar mis eyaculaciones para disfrutar lo máximo posible, pero sus apreturas me producían tempranas sacudidas en todo mi ser. A medida que fueron pasando los días me resultó insuficiente disfrutar de ella a escondidas en mi casa, quería presumir de mi esclava y comenzamos a salir de excursión en mi coche, habitualmente elegíamos el bosque como destino. Allí, entre los árboles y con el excitante riesgo de ser descubiertos, hacíamos el amor. Mi esclava a la luz del sol me resultaba todavía más atractiva. Casualmente leyendo una revista que acababa de comprar en el quiosco de la esquina de mi casa, encontré un artículo en el que se hacía referencia precisamente a la historia de un pequeño pueblo de Puerto Rico llamado Vieques, poblado en el siglo XIX por un sinfín de esclavas. En el reportaje se daba el listado de los nombres de aquellas mujeres esclavizadas en esa época, leí la lista de corrido y de inmediato encontré el nombre que estaba buscando: Matumissa. Me parecía exótico, original y estaba dotado de una maravillosa musicalidad, era un nombre digno de mi bella esclava. Matumissa se convirtió en el centro de mi vida. Creo que poco a poco aprendí a amarla. Me gustaba su ausencia de iniciativa, de voz y su total rendición a mis deseos. Cuando llegó el invierno, volvimos a recluirnos en casa y disfrutábamos de las largas noches de invierno abrazados en la cama. Me gustaba sentir sus pechos desnudos en mi torso y rozar sus suaves piernas. Enredaba su pelo entre mis dedos y su relajante olor me adormecía hasta que caía por fin en un profundo sueño. La desbordada imaginación y la inspiración de tenerla hicieron que me convirtiera en un adicto comprador de productos eróticos. Mi arsenal de esposas, látigos y todo tipo de artículos sadomasoquistas era impresionante, tanto, que tuve que hacer limpieza por primera vez en mi casa para hacerles hueco. Me tomaba mi tiempo cada noche en elegir el instrumento que utilizaría con ella. Disfrutaba atando a mi sumisa esclava a la cama, azotarla sin compasión con uno de aquellos coloridos látigos para posteriormente follarla hasta el desmayo. Pero al igual que comencé a amarla también comencé a enfermar de celos. Me volvía loco pensando por las mañanas mientras trabajaba en la posibilidad de que tuviera un amante a escondidas. Al llegar a casa necesitaba demostrar mi pleno dominio sobre ella y la poseía en el suelo, atándola fuertemente con una maroma a una pata de la cama, mientras azotaba sus desnudos glúteos una y otra vez a modo de castigo para ella y de goce para mí. Pasaron los meses y ocurrió algo en mi vida que descabaló mi existencia para siempre: comencé a relacionarme con Nuria, una compañera de trabajo con la que compartía aficiones comunes. A la hora del desayuno nos encontrábamos en los servicios de las oficinas del trabajo para demostrarnos nuestra pasión. Nuria me sorprendió por su capacidad de sumisión y su necesidad de que yo guiara su placer, casi de forma semejante a como yo lo hacía con Matumissa. Nuestros encuentros en los servicios se convirtieron en una de mis mayores fuentes de placer. Tenía una nueva esclava, ahora mi favorita, y lo mejor es que no había pagado absolutamente nada por ella. Pero en casa las cosas ya no fueron igual que siempre. Pude percibir en Matumissa un cambio de actitud. Notaba su mirada fría y rencorosa, tan distante que se me ponían los pelos de punta. Creo que sospechó desde el primer día que le era infiel. Mi capacidad para doblegarla disminuyó de día en día, intuía que la fuerza que yo perdía le daba más vida a ella. Cuando llegaba a casa, sus ojos fijos en mí conseguían acongojarme hasta tal punto, que comencé a temerla. No sólo eso, incluso mis relaciones con mi compañera también se vieron afectadas. Me sentía culpable de estar con otra mujer que no fuera mi esclava, parecía que una invisible cadena había unido nuestras vidas de tal manera que llegué a pensar que posiblemente la muerte fuera la única forma de recuperar mi perdida libertad. Tenía que matar a Matumissa, para sobrevivir yo, acabar con aquellos ojos que me torturaban cada noche, los mismos que antiguamente me habían parecido tan maravillosos. Acabaría con ella para siempre, ya no deseaba ser su amo, porque realmente había dejado de serlo el mismo día que le dejé de ser fiel. Ahora quería romper las cadenas y volver a tener una vida normal. Aquella noche cogí el cuchillo más grande que encontré en el cajón de los cubiertos de la cocina, me dirigí al dormitorio donde ya estaba ella en la cama esperando mi llegada y se lo clavé una y otra vez. Sentí que la debilidad se apoderaba de mis músculos. La miré y pude comprobar que había muerto. Mi muñeca de silicona quedó completamente destrozada, trozos de su cuerpo quedaron esparcidos por toda la estancia y un frío mortal inundó mi ser. En ese instante sentí un infinito vacío y un total arrepentimiento por el daño cometido, jamás volvería a tener en mis brazos a mi dulce esclava siliconada, jamás volvería a hacer el amor con ella, a besarla y a quedarme embelesado con sus ojos. Me di cuenta sin embargo de que ni siquiera su muerte había logrado que yo recuperara mi independencia, que al comprarla había sellado un vínculo eterno del que no me podría zafar jamás. Miré el cuchillo y obedecí aquellas voces interiores que me impelían a seguir con ella, convenciéndome de que era lo mejor para ambos. ¿Qué más daba que nuestra unión fuera en vida o en muerte?

6 comentarios:

N. dijo...

Gracias, porque leyendo este blog he recordado lo que sentí al leer "Las edades de Lulú" y he deseado escribir, esta vez, sobre lo que realmente se me da bien: la literatura erótica. Muchas gracias, Alice.

Léa.
http://tiramillaslea.blogspot.com/

Su dijo...

Una historia preciosa Alice, engancha desde la primera línea.

Besos dulces..

Lydia dijo...

Bufff, otra vez me quedé disfrutando de esas letras atrapantes y con un final contundente y siempre conmovedor... nadie remata como tú... jeje...

Besucos.

Unknown dijo...

Hola. Me encantan tus relatos, Alice. No sé si sabrás que esta semana va a estrenarse una película, DIARIO DE UNA NINFÓMANA, basada en la novela de Valérie Tasso, creo que quizás pueda interesarte! Lo más fuerte de todo es que la comunidad de madrid ha censurado el cartel promocional, he abierto una discusión en mi fotolog, pásate a verme!! http://www.fotolog.com/profesoradeseo

Alice Carroll dijo...

Mia Wallace: Que se censure el cartel de la película me parece completamente lamentable. A mí la foto me parece muy sugerente, bella y completamente decente. Nada se ve pero todo se intuye. Es una acción de mentes estrechas y posiblemente a las que les falte una buena ración de sexo en su vida. Iré a ver la película y espero que su visión resulte tan placentera como me imagino... Y por supuesto, recomiendo leer los libros de Valérie, que la literatura erótica es demasiado escasa como para no hacerlo.
Besos.

Félix Amador dijo...

Me ha gustado tanto que he ido y te he votado en 20minutos.es. ¿Te pone?