miércoles, 19 de septiembre de 2007

Un final de verano agitado


Dos semanas de vacaciones en la playa y parecía que había estado únicamente dos días. ¿Cómo era posible que se le hubieran pasado tan velozmente? Había descansado, recargado pilas para la vuelta al trabajo y todo había concluido, para su desgracia. Las maletas, la bolsa de playa, la esterilla, la sombrilla y toda la ropa que había adquirido en los chiringuitos playeros y que, con toda seguridad, moriría en sus armarios sin más, se apiñaban en su maletero que estaba a punto de estallar. Fin de semana y fin de mes, no podía haber elegido mejor fecha para volver, la misma que habían elegido todos los que en ese momento, compartían con ella caravana y hastío en la carretera. El viaje de ida había sido mortal, pero parecía que la vuelta, podría resultar terrible. Los minutos pasaban y su vehículo tan sólo avanzaba unos pocos metros. Lo peor era que acababa de salir de la casa de los amigos que la habían acogido esos días, faltaba una eternidad para llegar a la suya. El infierno estaba a sus pies. Miró el mapa con detenimiento. Pensó en la posibilidad de coger una carretera secundaria y esquivar aquel castigo de coches y aburrimiento. Encontró una pequeña carretera de tercera que distaba de donde se hallaba tan sólo a dos kilómetros, el recorrido era mayor, pero posteriormente volvería de nuevo a enlazar con la autovía. Adelantaría a todos los vehículos que la precedían a pesar de la mayor distancia, de eso estaba convencida.

Tras veinte minutos, por fin llegó su salida. La carretera estaba en perfectas condiciones y no tenía apenas tráfico. Alicia avanzaba por ella a gran velocidad, feliz y contenta por haberse librado del atasco. Los kilómetros se sucedían con rapidez en su cuentakilómetros. Le sorprendió que fuera tan solitaria, no se había cruzado siquiera con un solo vehículo en su camino. Pero la carretera empezó a empeorar, el asfalto comenzó a estar tremendamente estropeado hasta que desapareció por completo, dando paso a un camino que ni siquiera llegaba a la categoría de forestal. Su vehículo daba cada vez más tumbos y tuvo que ralentizar la marcha. De repente, una especie de explosión casi le hace perder el control del volante, haciendo que pegara un brusco frenazo.

Al salir de su coche ya se temía el desaguisado: su rueda derecha delantera había reventado. ¡Menuda suerte…! Cogió su teléfono móvil para llamar a su compañía de seguros. Es lo menos que podrían hacer por ella. Pero su teléfono estaba fuera de cobertura, aquello empezaba a parecer una mala película de carretera.

No recordaba haber pasado por ningún pueblo, miró su mapa y vio que a 15 kilómetros de allí encontraría uno. La idea de la caminata le pareció absurda. Así que optó por esperar fuera del vehículo. Iría sacando la rueda y las herramientas para tenerlo preparado cuando llegara un posible salvador montado sobre ruedas.

Miró su coche como si fuera la primera vez que lo tenía enfrente. ¿Su vehículo tenía rueda de repuesto? ¿Y dónde estaba? Dio una vuelta alrededor del mismo, como si de un misterioso monolito se tratara, buscando una pista que le ayudara, pero no la encontró. Abrió su maletero y comenzó a sacar todo su equipaje hasta que el lugar quedó vacío. Intentó quitar la alfombrilla que recubría el mismo, pero parecía imposible de despegar a no ser que la arrancara. Suspiró y buscó en la guantera el libro de instrucciones del coche hasta que por fin dio con el escondite: la rueda se hallaba bajo el vehículo, agarrada con un tornillo.

Se tiró al suelo con cuidado y buscó con la mirada la dichosa rueda, pero contempló con disgusto que el lugar se encontraba vacío. ¿Se la habían robado? Tras unos cuantos exabruptos, pensó que podría haber otra posibilidad que descartaba la idea del hurto. Hizo memoria. Haría cosa de tres meses, cuando circulaba a 60 por una carretera por la que como máximo se podía ir a 30, sintió que algo se desprendía cuando cruzaba un resalte de la carretera. Sí que recordó haber parado y colocado de nuevo una especie de gancho, pero jamás pensó que ese gancho sostenía precisamente lo que ahora tanto deseaba…

No había rueda, no encontraba el gato por ninguna parte y ni un solo vehículo se dignaba pasar por aquella zona. Todo perfecto. No podía haber mejor forma de acabar sus vacaciones. Pero Alicia no se iba a angustiar por ello. Acabaría pasando alguien. Empezó a imaginar la escena como si la viviera: un camionero guapo, alto y musculoso la recogería y la llevaría al pueblo más cercano, no sin antes follarla salvajemente en la parte de atrás del camión. Se estremeció por unos instantes pensando en dicha posibilidad. O quizás no sería un camionero, sino dos amigos de vacaciones que, al verla desamparada, le arrancarían la ropa en medio de la carretera y se turnarían en darle placer. Podía verse de rodillas sobre el asfalto, turnando su boca con uno y con otro, tumbada sobre la hierba con sus piernas al cielo y gozando con ambos. Todo un haz de morbosas posibilidades se agolpaban en su cabeza.

Así que cogió su bolso y se pintó los labios, retocó de negro sus ojos y depositó sobre los lóbulos de las orejas y sobre su ombligo, unas gotas de perfume. Ahora sí que estaba preparada para ser salvada. Mientras tanto, cogió el último libro que había estado leyendo en la playa y prosiguió su lectura sentada sobre una roca. Leer le haría la espera más agradable. Los párrafos que comenzó a leer en voz alta nutrieron su calenturienta imaginación: “…En el fondo del sexo esa carne exigía ser penetrada; se curvaba hacia dentro, dispuesta para la succión…”; “…sin soltar el pene, lo sostuvo por encima de las nalgas del hombre, que ahora la penetraba. Cuando se incorporó para arremeter de nuevo, la joven empujó el falo de goma entre las nalgas…”

Alicia sentía cada uno de los párrafos en su carne, entre sus piernas, en su sexo. Saboreaba cada una de las líneas del libro como si tuviera que memorizarlas para representarlas posteriormente. Comenzó a sentir la humedad de la excitación, la tensión de sus pechos, el calor invadiendo su cuerpo. La lectura acrecentaba su fogosidad, el deseo acumulado por la espera comenzaba a ser angustioso, su piel, se había tornado tan sensible, que podía notar, a través de sus pantalones cortos, cada una de los ángulos de la roca en la que se sentaba, cada una de sus protuberancias. Alicia dejó de leer, no podía seguir concentrándose en la lectura cuando su cerebro le mandaba señales más explícitas aún que las de su libro.

Se levantó de la roca y caminó hacia su coche, aún hacía calor. Se apoyó sobre el mismo y desabrochó el botón de sus shorts de color rojo, bajó la cremallera y dejó que la mano buscara su propio goce. Su sexo acogió con ansiedad aquella invasión, las yemas de sus dedos sentían cada milímetro de sus entrañas, oprimió sus músculos, encarceló por unos instantes sus dedos en tan jugoso lugar para, posteriormente, concederles una breve libertad provisional. El juego se repetía, Alicia, recostada en su vehículo disfrutaba de su impuesta soledad. Subió su sostén por debajo de la camiseta y acarició sus senos semi aplastados. El silencio absoluto del lugar se vio alterado por sus gemidos, Alicia no pudo evitar gemir, gritar, suspirar y sollozar de placer mientras se masturbaba. Decidió prescindir de la camiseta, tiró el sostén al suelo y dejó que bragas y shorts cayeran sin más. Tan sólo sus zapatos de tacón y sus pendientes tuvieron el privilegio de seguir en su sitio. Deslizó su cuerpo hasta el capó y, con sus pechos pegados al mismo, abrió sus piernas y volvió a disfrutar de su cuerpo. Estaba fuera de sí, nada le importaba, nada podía parar tan sublime momento. Incluso deseaba ser pillada in fraganti. No hacía nada malo, tan sólo darse placer. Sentía el calor del sol en el horizonte recalentando sus nalgas, le dolían las rodillas de apretarlas contra el frontal de su coche, pero Alicia no sentía ningún tipo de dolor. Y de nuevo el silencio, Alicia se derrumbó de rodillas en la tierra y dejó que su respiración agitada recobrase su ritmo normal. Pasaron unos instantes y Alicia volvió al mundo, a la carretera, a la situación penosa en la que se encontraba. Se vistió y siguió leyendo.

El sol comenzaba a descender en el horizonte, pronto se haría de noche. Oyó un ruido a lo lejos, levantó su mirada y sonrió. Se acercaba un coche. Alicia extendió los brazos y el vehículo frenó. La ventanilla del conductor bajó y una mujer de mediana edad asomó por ella.
-Por favor, ¿he tenido un reventón? ¿Me podría llevar hasta un lugar civilizado donde pueda llamar?
-Claro, sube. Pero muchacha, ¿cómo es que has venido por aquí? ¿No has visto la señal de la autovía? ¿Pone bien claro que es una carretera cortada?
-No me he dado cuenta. ¿Y usted porque viene por aquí?
-Yo soy del lugar, a mí las normas me resbalan. Me sé un atajo, anda sube.

Y el vehículo reanudó la marcha. Alicia, sentada al lado de aquella mujer pensó que no era precisamente su camionero, ni los amigos de vacaciones, pero había que reconocer, que esa mujer le había salvado esa noche de dormir al raso…

El pasaporte caducado

Natalie. Desnudo2. Ilustración: Rafael Robas


40 grados a la sombra. La gente caminaba cansina por las calles y Alicia de pie, se abanicaba con una revista para aliviarse del suplicio por el que estaba pasando. A dos días de marcharse de viaje, se había dado cuenta de que su pasaporte estaba caducado y la cola de personas que había delante de ella superaba la centena. Eran aún las 5 menos cuarto y las puertas de la Oficina de la Policía permanecían cerradas. Alicia intentaba tranquilizarse, odiaba esperar y más hacer colas infinitas, pero ésta no tendría más remedio que aguantarla si quería salir de vacaciones. El ambiente de la gente que había en la cola esperando estaba enrarecido, personas desconocidas hasta ese momento forjaban una temporal amistad en esos momentos de suplicio, el tema de sus conversaciones era único, las voces de vez en cuando subían de tono y las críticas al sistema de renovación de los documentos oficiales estaban aderezadas de numerosos insultos. Alicia pensaba en lo fácil que sería pedir cita por teléfono o Internet para la renovación del dichoso documento.

El sol caía completamente vertical sobre su cabeza, era algo insoportable. Miró hacia atrás y contempló con resignación que no era la última, que tras ella ya se habían colocado unas 30 personas más. Sus ojos se posaron de repente sobre un hombre moreno, alto y con aire desgarbado que estaba justo detrás de ella y que le resultaba familiar... tan familiar como que Alicia reconoció en él a Lucas, un amigo de la Universidad al que le prestaba sus apuntes y con el que se había acostado en una fiesta loca de fin de curso, cuando Alicia tenía en la sangre más alcohol que plaquetas.
Lucas, al sentirse mirado, se fijó en la mujer que tenía delante y tras unos segundos de incertidumbre, sus dudas se disiparon.
-¡Alicia! ¡Cuánto tiempo!
-Lucas, ¿qué tal? –Lucas besó en la mejilla a Alicia.
-¿Qué ha sido de tu vida? ¿Trabajas en la ciudad? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos?
-Ja ja ja, pareces de la policía con tanta pregunta.

Por fin dieron las 5 y las puertas se abrieron. Alicia y Lucas hablaban sin parar, contándose lo que habían hecho durante los 8 años que habían pasado desde la última vez que se vieron. Lucas seguía soltero, rompió con su novia de siempre y nunca trabajó en la empresa de su padre. Trabajaba de profesor de historia en la Universidad y compaginaba este trabajo con su mayor pasión, que era la escritura.

La cola, a pesar de su lentitud, avanzaba poco a poco y gracias a la compañía, el calor no parecía tan excesivo.

Alicia estaba ya a dos personas de entrar a las oficinas, cuando un funcionario, con cara de cansado y malos humos le dijo que ya no se daban más números y que el resto de la fila podía irse a su casa y volver otro día. Alicia protestó inútilmente y la noticia fue pasando de uno a otro como si de fichas de un dominó se tratara, hasta que toda la gente comenzó a alzar sus voces por la tomadura de pelo. La espera y el calor hicieron que los ánimos de la gente provocaran una especie de motín y tuvieron que salir dos policías para dispersar al humorado gentío.

Lucas cogió a Alicia del brazo-
-No merece la pena ponerse de mal humor. Vámonos de aquí. Mañana venimos una hora antes y con sombrilla.
-Es que no me lo puedo creer, de verdad, ¡menuda pérdida de tiempo!
-¿Te apetece venir a mi casa y tomamos algo? Vivo muy cerca.
-Venga, de acuerdo, y me enseñas tus libros.

Lucas vivía en un ático abuhardillado lleno de estanterías rebosantes de libros. Un sofá rojo y dos butacas de color crema se disponían en torno a una mesa de centro de color naranja. Alicia se sentó en el sofá y Lucas puso una música suave, encendiendo de inmediato el ventilador de aspas metalizado ubicado en el techo, justo encima del sofá.
-¡Qué gozada de ventilador! –Alicia cerró los ojos, extendió sus piernas y dejó que el aire acabara con su sofoco.
-¿Te apetece beber algo?
-Me apetece beber cualquier cosa con tal de que esté fría...

Lucas se dirigió a la cocina y Alicia se levantó del sofá y comenzó a curiosear los libros de su amigo, más que una casa parecía una biblioteca. Fotos de paisajes y un gran óleo abstracto firmado por él dispuesto en uno de los pocos huecos que había sin libros en la pared, completaban la decoración.

Lucas apareció con los cafés y ambos se sentaron en el sofá. La música suave y el ambiente agradable relajaron a los dos amigos, que siguieron con la conversación, las risas y las confesiones hasta que se hizo de noche. Lucas encendió dos velas y las colocó en la mesa, prendió una barra de incienso y al volver a sentarse al lado de Alicia, la besó suavemente, tan sólo un breve contacto con sus labios, suficiente para que Alicia, sintiera escalofríos en todo su cuerpo. Alicia recorrió con sus yemas los largos brazos de Lucas y reconoció su piel a pesar del tiempo trascurrido. Era como volver a ver de nuevo una vieja película olvidada en un cajón. Alicia y Lucas juguetearon con sus labios. Lucas comenzó a bajar la cremallera lateral del vestido de Alicia, bajó los tirantes con sus dedos y besó su cuello con ternura mientras descubría sus pechos. Alicia no se quedó atrás y subió su camiseta. Prenda a prenda, fueron desnudándose con parsimonia, disfrutando de la leve brisa que empezaba a entrar por la ventana, haciendo que las finas cortinas anaranjadas se movieran caprichosas. Lucas bebió un trago de limoncello helado y la besó, dejando que ella también disfrutara con el sabor. Acercó el vaso frío y húmedo a los pechos de Alicia, haciendo que sus pezones reaccionaran al instante. Volvió a beber y dejó que cayeran sobre el ombligo de Alicia, gotas ya entibiadas por su paladar. Tras inundarlo, cada gota inició un camino diferente y Alicia, sentía el cosquilleo del líquido resbalando por su abdomen hasta que Lucas hizo desaparecer el sabor a limón de su piel con la lengua. La música ya había cesado y sólo se oía el ruido de las aspas del ventilador sobre ellos. El vaso quedó vacío, tan sólo unos hielos permanecían en él. Lucas cogió uno de ellos, el más grande, y refrescó con él los labios de Alicia, lo hizo resbalar por sus pechos y de forma juguetona, lo hizo rodar por su pubis, erosionándolo en su sexo hasta que murió. Alicia se estremecía con el frío, pero notaba una extraña sensación de placer por la mezcla de temperaturas. El calor de su cuerpo parecía haber desaparecido y su sexo, a pesar del hielo, estaba más caliente y vivo que nunca.

Lucas depositó el vaso sobre la mesa y Alicia se incorporó, cogió otro cubito, lo introdujo en su boca y la acercó hasta su pene, haciendo que sus labios fríos rozaran el glande, metiéndose el miembro en la boca y dejando que Lucas disfrutara también del juego de grados. Lengua y hielo, juguetearon en su boca junto con el pene erguido e hinchado, hasta que por fin, él único líquido que impregnaba su miembro era la saliva de Alicia, resbalando por el tronco hasta sus huevos. Alicia se sentó sobre Lucas y éste no dudo en tardar medio segundo en penetrarla, sus movimientos parecían seguir el ritmo uniforme que imprimían las aspas del ventilador.

El incienso se había convertido en cenizas, las velas estaban a punto de apagarse y comenzaba a descender la temperatura de la calle. Alicia sentía el sudor sobre su piel mientras cabalgaba sobre Lucas hasta que, una oleada de espasmos, fluyo de su sexo y recorrió su cuerpo sintiendo tan sólo un instante después el cálido semen que inundaba sus entrañas.

Alicia y Lucas, siguieron disfrutando de la noche hasta el amanecer, yendo juntos a la mañana siguiente de nuevo a comisaría para renovar el dichoso pasaporte...




Los deberes de Mario IV: El post it



Alicia miraba la hora una y otra vez. Su reloj parecía haber muerto. Era su primer día de trabajo tras las vacaciones y la jornada se estaba convirtiendo en un verdadero suplicio. Aún quedaban tres horas para poder marcharse, los expedientes financieros acumulados en su ausencia parecían burlarse de ella, el aire acondicionado estaba en su contra y expulsaba calor africano, la silla en la que estaba sentada, se asemejaba a un potro de tortura. Volvió a mirar el reloj, ni siquiera habían trascurrido cuatro minutos desde la última vez que lo miró. Cogió un expediente y lo leyó sin ganas. Miró la ventana, el sol invitaba de nuevo al relajo, era incapaz de concentrarse, se levantó y fue a la máquina de café en busca de salvación en forma de cafeína.
El café no era malo, es que no se le podía poner un nombre tan digno a la pócima que se estaba tomando en esos instantes. Lo bebió de un sorbo y sin respirar, cual si se tratara de un medicamento. Bajó las escaleras de nuevo hasta su despacho, el café había cobrado vida efervescente en su estómago. Miró de nuevo su reloj y comprobó desesperanzada que no se había estropeado.
Al llegar a su despacho, vio que en la pantalla de su ordenador había pegado un pos-it de color amarillo:


“Te espero en diez minutos en el baño de caballeros de tu planta, no faltes. Besos, Mario”


Desprendió el papel rápidamente, y miró hacia la puerta, pero parecía que sus compañeros no se habían movido de sus despachos. Un sobre de color blanco asomaba por debajo de su teclado. Lo abrió:


“Mi querida Alice,
Hoy, aprovechando que tengo el día libre, he decidido hacerte una visita a tu trabajo. Quiero abrazar tu cuerpo desnudo, lamer tu piel, sentir tu respiración en mi cuello, hacerte el amor… Sé que pensarás que es una locura, pero te deseo. ¿No fue eso lo que me dijiste ayer cuando llamaste furtivamente? ¿Qué harías cualquier cosa por estar conmigo?
Cuando leas esto, ya estaré en los baños, pero sabes de mis juegos y de mis retos, me excita pensar que harás lo que yo te diga, que te colocarás de alguna forma en una situación comprometida por mí: quiero que vengas, pero con una condición, quítate en tu despacho la ropa interior, ven sin ella, sino, mi brutal deseo por ti acabará por desquiciarme hasta arrancarte la ropa salvajemente. Besos, Mario”


Alicia leyó la carta dos veces. No podía creerse que Mario hubiera sido tan osado como para venir al trabajo. Si algún compañero les viera se metería en un buen lío. Lo cierto es que Alicia sintió el deseo brotando en su interior al leer las palabras de su amante. Los retos le gustaban a Mario, pero también a Alicia, que disfrutaba aún más con ese tipo de situaciones complicadas, el morbo de la dificultad, de poder ser pillados in fraganti. Era incapaz de evitar que su excitación le condujera hacia él, daba igual el momento, el lugar, no importaba el riesgo…
Alicia cerró la puerta de su despacho, era algo inusual en ella, le gustaba dejarla abierta y más en verano, cuando intentaba por todos los medios que la corriente bajara la temperatura del mismo. Se refugió al lado de la ventana, allí nadie podría observarla desde fuera. Se deshizo de la camiseta rosa que llevaba y sus manos intentaron desabrochar su sostén, pero estaba nerviosa, demasiado, y sus manos temblorosas parecían las de un amante virginal en su primera experiencia sexual. Por fin lo consiguió, pero justo en esos momentos, el teléfono de su despacho sonó imperativamente, una y otra vez. Miró la pequeña pantalla que identificaba la llamada, ¡precisamente tenía que ser su jefe! Lo cogió, con su mano derecha mientras que su otra mano agarraba su camiseta recién quitada.
-¿Cuál? Ese expediente no me suena. Espera, que me han dejado unos cuantos encima de la mesa, a ver si por casualidad está aquí…
Alicia rebuscó nerviosa entre todos los papeles.
-Sí, sí, tenías razón, lo tengo yo, ahora mismo te lo llevo.
Volvió a ponerse apresuradamente la camiseta, olvidando el sostén en el suelo y llevó el expediente a su jefe. Al entregárselo, notó la mirada de éste, entre sorprendida y lujuriosa, sobre sus pezones aún erectos bajo la blusa, debido a la excitación del juego que había comenzado. Se ruborizó al sentirse observada mientras le recorría un escalofrío de placer por la espalda. Verdaderamente Mario la estaba trastornando, pensó.
Cuando llegó a su despacho, volvió de nuevo a la tarea, rápidamente se descalzó, se quitó los pantalones y bajó sus bragas. No habían llegado éstas siquiera a sus rodillas cuando la puerta de su despacho se abrió sorpresivamente. Alicia intentó taparse con los pantalones.
-¡Mario! ¡Qué susto me has dado…! Creí que…
-No he tenido paciencia para esperar a que vinieras.
Mario besó a Alicia, recorrió con los labios su cuello, sus manos se escondieron bajo la camiseta y Alicia sintió los dedos de su amante pellizcando sutilmente sus pezones.
-Aquí no podemos…Mario, por favor…
Pero Mario ya no escuchaba. Se apretó contra Alicia y ésta pudo sentir su miembro en erección, que parecía luchar por salir de ese espacio tan limitado que lo confinaba a estar en los pantalones. Mario agarró los brazos de Alicia y ésta se dejó arrastrar hasta la mesa del despacho, aunque su mirada no podía alejarse de la puerta. Su jefe podría entrar, cualquier duda sobre el expediente que le acababa de entregar podría ser la excusa, pero era incapaz de resistirse a su amante que, conocedor de sus deseos, había empezado a juguetear con su sexo, mientras liberaba por fin su verga de la celda. Alicia a pesar de todo, se deshizo de él y se dirigió a la puerta, apoyó sus brazos sobre la misma, utilizándolos como palanca contra la entrada de cualquier intruso, y se ofreció de espaldas a la mirada de su amante. Mario se acercó, dirigió su boca hacia la nuca y le despojó de su camiseta, quedándose Alicia completamente desnuda. Estaba muy nerviosa, cualquiera podría darse cuenta de la película que se estaba desarrollando en el despacho si no controlaba sus jadeos y su excitación. Mientras, girándola sobre sí misma, Mario agarró sus muñecas y mordisqueó sutilmente su piel, memorizando con sus labios todas sus formas, degustó sus pezones en la boca largo rato, succionándolos y peloteándolos con su lengua hasta que Alicia ya no pudo aguantar su intensidad y quiso desasirse de él, pero Mario volvió a atacarla por otro flanco, su sexo desnudo, cubierto por un mínimo triángulo de vello. Mario amasó su sexo, hundiendo sus dedos en su vulva y tirando levemente de sus labios mayores mientras besaba la boca de Alicia y ésta, dejaba que fuera su amante la que le guiara sus pasos. Mario levantó una de sus piernas a su amante y clavó su miembro en su sexo. Alicia apagó en su interior un grito de satisfacción mientras sentía que las piernas le flaqueaban, en parte por el abandono al placer, en parte por la premura por terminar y en parte por el miedo a ser descubiertos. Pero Mario azuzaba a Alicia con sus movimientos, cada vez más vivos y descontrolados, sintiendo que su amante se deshacía en orgasmos sucesivos hasta que eyaculó en su interior y ralentizó sus movimientos hasta que paró por completo. Permanecieron abrazados tan solo un breve lapso de tiempo mientras sus respiraciones volvieron a ser acompasadas, Alicia fue la primera en coger sus ropas y vestirse de nuevo. Mario subió su cremallera, besó a Alicia y abriendo la puerta del despacho, salió diciendo en voz alta: “muchas gracias por sus consejos para mis inversiones, Srta. Alicia, volveré para que me presente un nuevo plan, en unos días”. Y cínicamente la tendió la mano.
De nuevo el teléfono volvió a sonar, su jefe otra vez, que tenía una duda del expediente que acababa de recibir de sus manos, quizás realmente lo que quería era cerciorarse de que si lo que había visto tras la blusa continuaba allí, pensó Alicia... El azar o la suerte habían querido que tardara lo suficiente para que Mario y Alicia disfrutaran de su encuentro.
Alicia cogió unos papeles y salió de su despacho en dirección al de su jefe. Por el pasillo, sentía el semen resbalando entre sus piernas, tenía las bragas completamente mojadas, pero no le molestaba, se miro sus pezones duros y sonrió picara. La situación le parecía excitante y morbosa...


Tu ausencia


Silencio absoluto, me estremezco al sentirlo. Las horas pasan demasiado despacio para mí, las siento eternas. ¿Por qué te has marchado de mi lado? Me siento vacío, inútil, todo me resulta absurdo, incluso hasta mi propia existencia. ¿Cuántos días han pasado desde que te fuiste? Ya no lo recuerdo. En vano me esfuerzo por hacer memoria, estoy bloqueado. Mis ilusiones se han esfumado, la alegría que me producía verte feliz a mi lado queda ya demasiado lejana. Te echo de menos…

Pensé que te sentías a gusto conmigo, que jamás te apartarías de mí, que yo era todo para ti. Estaba confundido. Aún recuerdo aquellas maravillosas noches juntos, eternas e inolvidables. Hago un esfuerzo y puedo notar tus manos sobre mí, la suavidad de tu piel me embriagaba, el calor que desprendían me hacía vibrar, me sentía pleno de vida en esos dichosos instantes. Abrías la ventana, pero no resultaba suficiente para bajar la temperatura ni aliviar mi sofoco. Ni siquiera aumentar la velocidad del ventilador merecía la pena, nada evaporaba mi pasión por ti. Sé que sentías lo mismo que yo a pesar de que nada dijeras. No soy presuntuoso, tenía certeza de tu amor. ¿Por qué si no tantas horas juntos? ¿Por qué aquellos mimos que me volvían loco?

Hemos pasado por malos momentos, por problemas supuestamente insalvables que a veces nos dejaban rendidos y angustiados al no encontrar la solución. Soy sensible aunque tú nunca lo hayas querido ver. Siempre me culpaste de todo, tu ira sobre mí me dejaba hundido, pero aguantaba… El amor que sentía por ti era lo más importante en mi existencia y yo intentaba tener paciencia contigo en esos malos momentos. Pensé que así conseguiría conquistarte. Me equivoqué. Ya nada me importa, me he rendido a tu indiferencia, la vida no me interesa si no siento tu presencia, si no veo tu sonrisa, si no puedo reflejarme en el iris de tus ojos.

Ya no siento calor, sólo frío y soledad. El frío me duele por dentro, se ha hecho demasiado insoportable. Me aterra pensar que no voy a volver a notar nunca tu ardorosa presencia.

Necesito saber que esto no es definitivo, que tu ausencia es temporal y que, a pesar de todo, volverás a mi lado. Entiéndelo, siento que es mi última esperanza. El sonido de tus dedos sobre mí era mi droga, me tranquilizaba y me excitaba al mismo tiempo. Hubieras podido hacerme tu esclavo, estaba dispuesto a dar el máximo de mí, a aguantar sin descanso.

Aquella triste mañana en que sentí que me apagabas por completo, sospeché que algo terrible iba a ocurrir, era algo anormal, siempre me dejabas en estado de hibernación para tenerme siempre a tu merced. Aquella mañana apagaste mi CPU, mi monitor, me desconectaste por completo del mundo y te alejaste.

¿Por qué te has ido de vacaciones?


Al volante



¿Quién iba a decirle a él que aquella mujer con la que intercambiaba miradas insinuantes en la parada del bus iba a ser su próxima alumna de prácticas en la autoescuela? Parecía una demostración evidente de que el azar se estaba encargando en cierta manera de dirigir el destino.

Así que el primer día de clase, cuando Alicia se presentó a la hora acordada para empezar con sus prácticas, le dio un vuelco al corazón. Algo parecido le pasó a ella, que se había sentido atraída por el hombre de la parada del bus desde hacía mucho tiempo.

Julián no tenía mal aspecto con sus cuarenta años recién cumplidos, y eso a pesar de su sedentaria vida. Nada de deporte excepto el televisado, nada de ejercicio excepto el que hacía con su dedo índice para cambiar de canal, nada de agua para beber excepto la que de forma fortuita entraba en su boca al ducharse. Existiendo la cerveza ¿Quién necesitaba algo diferente para saciar la sed?

Julián presentía días muy felices en las clases de prácticas que iba a impartir a su nueva alumna. Alicia tenía muy buen aspecto, alta y delgada, rubia y con los ojos color mar. Ni un solo día llevaba pantalones, se contaban con los dedos de una mano las veces en que no llevaba escotes sugerentes. En la parada del bus, ambos se miraban siempre de forma distraída, ahora tenían la oportunidad de mirarse a sólo un metro de distancia. Alicia, en el asiento del conductor y Julián, a su lado, indicándole a cada paso la forma correcta de actuar al volante.

Pero las horas de prácticas resultaron desastrosas. Alicia era una auténtica calamidad al volante, un peligro evidente y Julián apenas tenía tiempo de mirarle las piernas y recrearse en su escote. Forzaba su sonrisa, apretaba los dientes, asía sus manos al asiento e intentaba disimular su terror mientras procuraba recordar alguna de las oraciones que le enseñaron de pequeño.

Julián tenía agujetas de mantener su pie de forma tensa sobre su pedal de freno. Alicia parecía estar completamente ciega ante las señales de tráfico. Ni un stop, ni un ceda el paso se salvaba de su ataque.

Pero a Julián se le mezclaban las emociones, produciendo en él un baturrillo de sensaciones diversas. Por un lado, el pánico a darse un trompazo a la mínima, por otro, la excitación de pasar el tiempo al lado de esa mujer. Era como estar al borde de la asfixia y cercano al orgasmo, los efectos placenteros parecían multiplicarse en esos momentos. La sensación de peligro provocado por esa mujer le excitaba, le apetecía echarse sobre ella, pero los motivos eran dispares dependiendo del momento. Cada noche Julián, para aplacar sus calenturas, se entregaba a un sinfín de juegos onanistas pensando en ella y deseando que al día siguiente tuviera una oportunidad para sentir su piel junto a la suya.

Lo cierto es que Alicia y Julián se encontraban muy a gusto el uno al lado del otro. Alicia le veía como su héroe, como el hombre que dirigía brillantemente su cuadriga hacia el éxito en el circo de asfalto de la M-40 y Julián la veía como una fuente inagotable de recursos, dado que el número de clases que le impartía superaba con creces las que la mayoría de la gente solían recibir.

Una tarde, Julián decidió llevar a Alicia más lejos que de costumbre. Llegaba la fecha del examen y Alicia ya se dedicaba en cuerpo y alma a las clases. Así que como disponían de dos horas en vez de una, cogieron la carretera de Burgos y de ahí accedieron, por la desviación que conducía a un pequeño pueblo llamado “El Molar”, a carreteras más modestas y con menos tráfico. Julián quería que Alicia cogiera soltura en las curvas, parecía no comprender aún cómo debía tomarlas, así que la sometió a curvas y contra curvas durante un buen rato. En una de esas, un despiste de Julián, unido a una de las múltiples distracciones de Alicia, llegó la catástrofe: el coche salió de la carretera y fue derecho a parar a la única señal de tráfico que había en un kilómetro a la redonda. El choque fue fuerte pero ninguno de los dos sufrió mayores perjuicios. Fue el parachoques del vehículo el que acabó llevándose la peor parte. Julián estaba fuera de sí, mientras Alicia intentaba disculparse. Ambos hablaban a la vez, sin escucharse, hasta que, llegaron las tablas en la lucha verbal y el silencio se impuso. Alicia miró a Julián y rompió a llorar, echándose en sus brazos. Julián comenzó a acariciarle el pelo y aunque su objetivo inicial era el consuelo de ésta, el sentirla entre sus brazos provocó en él una repentina e inevitable excitación a pesar de las circunstancias. Alicia alzó la cabeza, miró de nuevo a Julián y se besaron apasionadamente.

Alicia le devoró con sus labios, mientras él, tras quitarle con premura su escotada camiseta, forcejeaba torpemente con el cierre del sostén, intentando desabrocharlo sin mucha suerte. Alicia, ante la poca habilidad de Julián, tomó la iniciativa y con un ágil movimiento de su mano derecha se desprendió de él ofreciéndole sus pechos. Julián notó cómo en sus pantalones crecía su pene, y sin más, probó el sabor de los senos que tenía a su vista. El accidente desapareció de su mente, lo único que deseaba en ese momento era comer esa delicia que le habían puesto a su alcance. Lamió sus pechos y probó a morderlos mientras Alicia jugueteaba con la cremallera de sus pantalones para sacar su falo del refugio impuesto. Se puso de rodillas sobre el asiento y se agachó, metiéndose en su boca húmeda el miembro de Julián. Alicia chupeteaba ruidosamente, sus labios lo succionaban a modo de ventosa y Julián comenzó a sentir que su instrumento ya no podía crecer más, sus huevos le dolían. La situación era tan extraña e irreal, que seguramente la estaba soñando, o era una alucinación fruto de su imaginación o del fuerte golpe que habían sufrido. Pero Julián notaba su verga empinada, palpaba los pechos de Alicia con sus manos y todo parecía tan real…

Alicia dejó descansar su boca y se sentó encima de él, apartando sus bragas, aferrando su pene y haciéndolo desaparecer entre sus piernas como si de una hábil hechicera se tratara. Y eso es lo que parecía, porque Julián sentía una especie de nube envolviéndole y, agarrando a Alicia de las caderas, sometieron al pobre vehículo malherido a una salvaje ITV del sistema de amortiguación, haciendo que el coche subiera y bajara a la par que Alicia se movía arriba y abajo con el miembro de Julián en sus entrañas. Sus pechos temblaban en las sacudidas y Julián los sostenía en sus manos, exprimiéndolos de continuo.

Julián abrió como pudo la puerta del vehículo, estaba asfixiado de calor y a punto de marearse por el esfuerzo. En esos momentos, maldijo su barriga cervecera y prometió solucionar el tema de inmediato, igual que lo hacía cada uno de enero año tras año. Alicia se descabalgó de él y tirando de su mano, lo llevó fuera. Se tumbó en la hierba, se deshizo de sus bragas mientras Julián forcejeaba esta vez con sus pantalones. Alicia observaba divertida, parecía tener guantes de boxeo en las manos. Por un instante, Julián miró el vehículo y vio el desastre, el parachoques hecho papilla y su currículo intachable de profesor de autoescuela, estropeado para siempre. Pero en ese momento le importó una mierda, ya tendría tiempo para buscar una buena excusa. En ese instante, lo único que quería era follar a Alicia en la hierba, si al fin conseguía desembarazarse de sus pantalones, convertidos por su nerviosismo y torpeza en un enorme cinturón de castidad que llegaba hasta los tobillos. Ya no le preocupaba nada más, ni el seguro, ni el vehículo, ni las vacas que a pocos metros de allí pastaban con parsimonia.

Julián propinaba fuertes embestidas a su alumna, mientras rogaba para sus adentros que no le fallasen las fuerzas y, mentalmente, repasaba la tabla del nueve para que se prolongase el desenlace. Ella saboreaba cada uno de los orgasmos que estaba consiguiendo gracias al pundonor de su profesor, que, desfallecido y sin poder aguantar más, derramó su semen sobre Alicia, derrumbándose, a la vez que murmuraba “nueve por diez noventaaaaa”. Descansaron durante unos minutos asidos de la mano y tumbados boca arriba, ella satisfecha y él tratando de recuperar el resuello.

Vuelto el color a sus mejillas, Julián llamó a la grúa y el coche fue escoltado hasta el taller más próximo mientras ambos se miraban sonrientes y cómplices en el taxi que llamaron para que les sacara de aquel lugar.

La forma de conducir de Alicia cambió desde ese día. Las siguientes clases, progresó tanto que Julián pensó que podría llegar a sacar el examen práctico. Y no se equivocó: Alicia aprobó milagrosamente y celebraron el acontecimiento en el mismo lugar donde semanas antes habían tenido el accidente. La idea había surgido de ella y Julián, entre carcajadas, aceptó gustoso la proposición.

Alicia y Julián comenzarán a salir y todo gracias a la puntería de Alicia con aquella señal…


Una extraña frecuencia

"Natalie. Desnudo1" Ilustración: Rafael Robas


Por fin llegó el verano y, como todos los años por esas fechas, Alicia se dedicaba unos días a la ingrata tarea de limpiar a fondo su apartamento y ordenar sus armarios. Era una pesada labor pero extremadamente necesaria dado el reducido tamaño de su habitáculo. Año tras año, los trastos y enseres inútiles tomaban posesión de cajones y armarios y se hacía imprescindible tomar una decisión sobre su destino final: cubo de la basura o indulto anual.

Fue en uno de aquellos cajones donde encontró su radio de Onda corta. Hacía siglos que no la usaba, su vieja afición a la audición de programas extranjeros había desaparecido por completo. La vetusta radio se salvaba gracias a los sucesivos indultos que Alicia le concedía de forma graciable, pero ese año, por fin había decidido sacrificarla.

Antes de la despedida y como un último homenaje, decidió enchufarla de nuevo. Tantos años olvidada y quizás ni siquiera tenía vida. Encendió el aparato y movió la pequeña rueda en busca de otros mundos. Varias emisoras en inglés, en francés, en algún que otro idioma desconocido y voces distorsionadas procedentes de conversaciones entre radioaficionados. Nada interesante en principio. Continuó la búsqueda de emisoras cuando encontró una en especial que hizo que sus dedos se detuvieran. La frecuencia emitía en castellano, la calidad del sonido era espectacular, aunque el contenido de lo que en ese momento se estaba retransmitiendo le sorprendió.
-Te repito que el viernes no puedo quedar contigo, no seas pesada. Te veo el sábado ¿Ok?
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-Pues claro que me gustas, pero el viernes ya había quedado.
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-Que sí, ya lo sabes.
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-Vaale, podemos ir al cine.
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Alicia escuchaba atentamente. La voz que se oía era de un hombre joven, parecía estar manteniendo una conversación con alguien al que no se podía oír en su radio. ¿Acaso se trataba de un serial radiofónico?
-Bueno, adiós que tengo prisa, ya te llamo yo, un beso corazón.

La emisora por un instante pareció haber desaparecido, pero, tras unos segundos, volvieron a escucharse en ella nuevos sonidos, esta vez, parecía que marcaban un teléfono y el tono de espera se escuchó con toda claridad. De nuevo, la voz del hombre misterioso apareció, iniciando una nueva conversación.
-Hola cariño, ya lo he solucionado.
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-Sí, sí, ningún problema.
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-El viernes es todo nuestro.
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-¿Te parece bien en mi casa, como siempre?
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-Tengo ganas de follar contigo…
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-Hummm, ya se me está poniendo dura.
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-¿Te parece bien a las 12?
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-Y yo a ti, no te puedes imaginar hasta qué punto…

Alicia cayó en la cuenta de que lo que ella estaba escuchando era una conversación telefónica, posiblemente con alguien de su entorno vecinal que tenía un teléfono inalámbrico de los antiguos que carecía de protección de frecuencias, captando su radio de forma casual la frecuencia en la que emitía.

Aquel sujeto parecía tener una vida francamente interesante. Alicia sospechó de su doble vida: con una novia formal, por un lado y una amante a la que veía furtivamente, por otro.

Alicia se abstuvo de mandar a la basura el aparato, al contrario, se convirtió en una de sus principales fuentes de entretenimiento. Lo primero que hacía al llegar a casa era encender la radio y lo último que hacía al acostarse era apagarla. Empezó a conocer al dedillo la vida de aquel hombre, no sabía siquiera como se llamaba el ocasional locutor, sólo contaba con la parte de conversación que podía escuchar gracias a él: su azarosa relación con ambas mujeres, su trabajo, sus dudas…

No se hacía a la idea de cual de sus vecinos podría ser el tal sujeto. Por otra parte, el edificio estaba compuesto de un centenar de pequeños apartamentos, cualquiera que se cruzara con ella en el ascensor podría ser. ¿Lo reconocería por la voz?

Aquel hombre era un pendón en toda regla. A dos meses de casarse con una tal Luisa, su novia formal, compaginaba a la perfección esta relación con un rollo continuado llamado Amanda. Con Amanda quedaba a altas horas de la noche y casi siempre en el apartamento de éste, dado que Amanda arrastraba a sus espaldas lo que parecía ser otra relación seria y formal con un novio de toda la vida.

Alicia se lo pasaba en grande como oyente, era mejor que ver la televisión. El argumento del culebrón radiofónico había enganchado a Alicia que, pegada a la radio, pasaba largas horas ejerciendo como “écouter”.

Su locutor era un asiduo al sexo telefónico con su amante y Alicia escuchaba con toda atención aquellas mutiladas conversaciones que se sucedían noche tras noche. Al principio, con curiosidad, pero poco a poco, se fue introduciendo en la historia y no pudo evitar participar en ella por culpa de la excitación que le causaba. El audioerotismo se convirtió en su principal afición y vicio. Las conversaciones siempre comenzaban de la misma forma, Él, no era precisamente un tipo imaginativo, pensó Alicia.
-¿Qué llevas puesto hoy?
…………………………………………………
-Levántatelas. Quiero que tus manos rocen tu tanga.

Alicia, sentada en su butaca, se imaginaba que era él el que le estaba hablando y la excitación comenzó a recorrer todo su cuerpo. Por inercia, subió su camisón y dejó que sus manos se acercaran a sus muslos.
-Me acabo de bajar la cremallera de mis pantalones. Mi polla está dura, dispuesta a que me la comas. Tengo mis huevos a punto de reventar, estoy jugando con ellos, agarro con fuerza mi verga. Bájate la tanga, tócate para mí, piensa que mi lengua está entre tus piernas y mi saliva recorre tu vulva.

Alicia, obedientemente se despojó de sus bragas y su mano comenzó a recorrer el corto camino que ya sabía de memoria. Su sexo sin vello comenzaba a dar señales de vida, la inflamación de su clítoris gobernó sus movimientos y sus dedos, habilidosos y maestros onanistas, abrieron sus labios mayores y lentamente penetraron su sexo acuoso y lábil. Mientras, seguía escuchándole.
-Venga, desnúdate del todo………. más fuerte…..quiero oír tus gemidos. ¿Escuchas como muevo mi mano pajeándome? Es por el aceite.

Alicia seguía interpretando a la perfección el papel de apuntador, oculta tras las bambalinas. Se desprendió fogosamente y con prisas de su camisón y sus pechos pasaron a ser el objetivo de sus manos. Alicia quedó desnuda y sentada con las piernas abiertas, sobre los brazos de la butaca.
-Sigue….Quiero oír como te masturbas, sóbate las tetas, imagina que son mis manos las que las magrean. Pellízcate los pezones, con fuerza.

Alicia se adelantaba a las órdenes que su esporádico “amante” les daba. Continuó con sus toqueteos, cada vez más frenéticos, ya no era ella. Su sexo, rebosante de humedad, rogaba de más atenciones, ya no le importaba que aquel hombre jugara con ellas, que solamente fueran sus amantes, era su goce su principal objetivo. La tarea se acumulaba, sus pechos querían ser acariciados, su sexo, necesitaba de un ritmo continuo, su culo comenzó a abrirse haciéndose notar y Alicia, gemía mientras seguía escuchando aquella relación en la que estaba suplantando a la protagonista muda.
-Tengo la polla a punto de reventar, venga, quiero que tu sexo se la trague, mi pene desgarra tus entrañas con fuerza, así, sigue…

Alicia sobaba su cuerpo, su sexo era una terma y sus dedos, los mecanismos de la espita por donde destilaban sus flujos. Tan sólo bastaron unas acompasadas y vigorosas entradas y salidas en su coño para que Alicia estallara en palpitaciones mientras “su amante”, machacaba a través de las ondas su pene con fruición.

Tras la tormenta, la calma. Alicia volvió a su realidad, apagó el aparato después del nuevo capítulo radiofónico que acababa de escuchar y se fue a la ducha. Su cuerpo transpiraba con profusión el resultado de la batalla y sentía un ligero mareo debido al calor y al hechizo en el que se había zambullido.

Mientras el agua fría purificaba su cuerpo, decidió que su vieja radio de onda corta se había merecido el indulto eterno…




Mi querido amante


Mi querido amante,
Ayer, despertaste la caja de los truenos, abriste la caja de Pandora y ya no es posible cerrarla. Tú tienes la culpa.

Mi sexo acude a la llamada de tus deseos como un resorte, parece haber sellado una alianza contigo a expensas de mi razón, ya no lo controlo, no obedece mis órdenes, campa por libre en un mar de lascivia. Siento que empieza a dominar al resto de mi cuerpo y que éste se rinde a cada una de tus llamadas. ¿Acaso en el instante en que yo me sentía desmayar tras el desenfreno de orgasmos que me provocaste organizaste un conjuro sobre mi cuerpo? Porque siento que ya no es mío, ya no me pertenece. Toco mi piel, pero responde con desidia a mis caricias, lamo mis labios, que se revelan aburridos por mi saliva, aprieto mis muslos y los músculos parecen agarrotados y dormidos. Mi cuerpo se ha puesto en huelga, se manifiesta ante mí, se rebela y lucha por la ineludible necesidad que tiene de ti. Tú lo has provocado, tú has conseguido perturbar el normal funcionamiento de mis hormonas, ahora tienes que atenerte a las consecuencias...

He dejado que mi sexo comunique sus pretensiones, ha perdido el juicio, se niega a que yo le dé ningún tipo de explicaciones. Quiere sentir tu sexo a diario, no quiere que el perfume que tu piel desprende desaparezca por largo tiempo, quiere sentirse agotado, exhausto de forma reiterada por tus embestidas, empapado por tu semen, palpitante de placer.

No puedo decir más, será mi cuerpo el que a partir de ahora hable por mí, ha amordazado mi parte racional y es la parte salvaje y pasional la que rige mi destino...


Graciela (ganador del primer concurso de Relatos Eróticos Universidad Jaume I de Castellón)

"Pasión" Ilustración: Rafael Robas
Puedes escuchar la versión teatralizada del relato a cargo de Vox Uji Radio



Graciela tenía un encanto especial, los que la tenían cerca lo sentían, lo percibían. Su visión era inspiradora, hipnótica. Sus bellas formas redondeadas, su rubio pelo recogido descuidadamente en una coleta, sus grandes y azules ojos que incitaban a descubrir sus secretos, sus enormes y voluptuosos pechos que, agobiados por la tela que les encorsetaba, suplicaban por un respiro. A su lado olía a flores, a trigo mojado por la lluvia de primavera, a césped recién segado.

Graciela llegaba cada día a la oficina alegre y cantando siempre la misma melodía, saludaba a mi compañero Antonio y me saludaba a mí. Siempre pensé que a mí también me sonreía, llegaba a percibir algo más que un saludo, o quizás era mi imaginación la que se convencía de ello. Antonio y yo nos quedábamos hasta tarde en el banco, siempre había tarea por hacer, papeles que preparar para el día siguiente. Nuestras jornadas eran agotadoras, extenuantes, pero era nuestro trabajo, no había escapatoria posible. Yo llevaba ya diez años en la misma sucursal, y de día en día, mi aburrimiento era mayor, la rutina me superaba, el hastío de ver cada día las mismas caras tan cansadas como la mía trabajando a mi lado crecía de día en día. La sucursal estaba en un pueblo, ni muy grande ni muy pequeño, extremadamente rico, eso sí, gracias a sus viñedos y sus vinos. Un pueblo al fin y al cabo a pesar de todo, allí vivía yo, o mejor dicho, malvivía. Pero todo cambió cuando ella llegó, apenas unos meses antes. No podía haber nada mejor en esta vida, ver a Graciela cada tarde cuando llegaba, con su bata blanca, sus curvas generosas, su sonrisa en la boca y una melodía que me envolvía.

Era bella, hermosa, no cabían menores adjetivos para ella. Iluminaba la oficina al entrar, yo seguía sus movimientos, sensuales, turbadores de mi conciencia. Todo lo relacionado con ella me llamaba la atención, su forma de cantar, de coger la escoba, de barrer moviendo sus caderas. Esas caderas me estaban llevando a la locura, mi concentración al verla cambiaba de objetivo, ella era mi fin, mi meta. Me hipnotizaba, era mi dueña en esos momentos, el traje me molestaba, la corbata era un suplicio y los números a los que me enfrentaba carecían de sentido. En esos instantes, los únicos números que me importaban eran los pasos que ella daba, las maravillosas veces en que se agachaba, las veces en que parecía que me miraba de soslayo. Sé que me miraba, en cada una de las ocasiones, mi corazón se agitaba, mi deseo por ella se despertaba. La deseaba más que a nada en el mundo.

Era insinuante y muy coqueta. Nadie podría haber llevado más dignamente aquella bata blanca, corta, muy corta. El día que entre los botones que comprimían su pecho vislumbré su desnudez, me mareé, Graciela no llevaba nada bajo la bata, sólo su cuerpo, sus volúmenes exquisitos. La bata era justa, demasiado para permanecer impasible a su lado, para no rendirse a sus encantos.

Era concienzuda en su trabajo. No dejaba ningún rincón por limpiar con su paño blanco, no dejaba ninguna esquina por repasar, ningún papel por levantar que estuviera sobre las mesas para limpiar por debajo. Al fregar el suelo, se movía como si fuera una bailarina, en vez de zapatillas rojas, zuecos blancos, en vez de tutú, una bata. Danzaba al son de su melodía, esa que no cesaba de tararear mientras permanecía allí. Las veces en que se agachaba, arrodillándose para luchar contra una mancha rebelde, yo moría. Su culo redondeado tensando la bata me dejaba sin saliva, sentía un nudo que atenazaba mi garganta. Ella frotaba el suelo una y otra vez, de rodillas, afanosamente, con tesón y ahínco. Mis ojos querían ver más de lo que intuían. De rodillas, su bata parecía encogerse, se atascaba en sus caderas, dejaba sus piernas a la luz, y, de vez en cuando, sus más secretos encantos eran víctimas de la indiscreción de la tela.

Mi compañero se iba antes que yo, él tenía una familia que le esperaba, yo no. No tenía prisa por irme, no en esos momentos mágicos con Graciela a mi lado. Mis pantalones, holgados, se llenaban con mi deseo, la quería entre mis brazos, quería conocer el sabor de su piel, descubrir la calidez de sus entrañas.

Cada noche en mi lecho me acordaba de ella. No había día sin que mi imaginación volara hacia su lado, sin que mi objeto de deseo, de culto, fuera ella. Soñaba con Graciela, me había embrujado, hechizado. Sus ojos y su cuerpo tenían poder sobre mí y sobre mi conciencia. No salía de mi cabeza, Graciela vivía en ella, allí era mía.

Los días pasaban y mi deseo por ella crecía, ansiaba su presencia, mis instintos se rebelaban contra mi paciencia. Enterré mi timidez enfermiza, empecé a mirarla, a sonreírla, me atreví a hablar con ella, del tiempo, del calor, sé que no era original, pero mi cabeza no daba para más. Era un comienzo.

De alguna forma, sentí que me tenía cada vez más en cuenta, su mirada parecía haber cambiado, su sonrisa parecía más íntima, sus movimientos más provocativos... Yo era un volcán a punto de erupcionar, una bomba que podría estallar en cualquier momento.

Poco a poco, fue cogiendo confianza conmigo y yo con ella. Se acercaba a mí cuando ya Antonio se había marchado, me preguntaba por mi vida, por mi trabajo, por mis amores pasados. Ella me escuchaba con gran atención, siempre con una sonrisa, con sus ojos bien abiertos. Me empezó a relatar su vida, sus fracasos sentimentales y su optimismo constante en todos los malos momentos por los que había pasado. Su economía marchaba mal, se había pluriempleado como limpiadora en numerosas oficinas, pero no tenía suficiente para vivir dignamente. Quise contratarla para que me limpiara mi apartamento, pero rehusó la oferta. Tras insistirle en repetidas ocasiones, aceptó ir un día por semana. Saber que Graciela iba a entrar en mi casa, que iba a dejar su halo y su olor me producían una inmensa excitación.

Y me enamoré de ella, perdidamente, aunque quizás, desde el primer día que entró por la puerta sentí esa sensación, esa desazón al ausentarse, esa angustia por no tenerla, esa felicidad al compartir el mismo aire. Así que la invité a salir, quería pasar más tiempo con ella, agarrarla de la mano y pasear por el pueblo a la luz de la luna. Fue el día en que me besó, fue un beso tierno, dulce, pegó sus labios a los míos y yo me emborraché con su roce. Despegó sus labios a mi pesar y me contestó con un “no, no puedo salir contigo”. Creí morir, pregunté si yo no le gustaba, si no quería ser mi amiga, mi amante, mi amor, pero ella sólo sonreía, me acarició la cara y acercó de nuevo sus labios a los míos.

Ese día no pude dormir, ni al siguiente, ni al otro tampoco. Yo la quería, la necesitaba, seguía insistiéndole cada tarde, pero ella volvía a reiterarme su respuesta. Yo sé que me quería, sus caricias en mi rostro, sus tiernos besos en mi mejilla con los que me obsequiaba alguna vez, tenían que significar algo. Percibía su deseo, que era a su vez, el mío.

Un día no pude más y mientras Graciela fregaba el suelo, me levanté, me fui hacia ella, la agarré por la cintura y la besé con ansiedad, con codicia de su lengua, de sus labios y de todo su cuerpo. Mi cuerpo se estremeció al sentir el suyo, mi miembro empezó a cobrar vida, la saliva empezó a invadir mi boca. Recorrí su cuerpo con mis manos, palpé sus pechos, sentí la anchura de sus caderas. Ella me abrazó, jadeó ante mis avances, me atreví a más, a quitarle uno de sus botones, a liberar sutilmente aquellos pechos que me trastornaban. Bajé mi boca y los besé, los mordí, los poseí. Ella se dejó, me reconoció con sus manos, apretó su pelvis contra la mía, respiraba agitadamente, yo más, aproximé mi mano a su sexo, quise colarme entre sus botones, pero me rechazó suavemente, “no puedo, hoy no…”. Se alejó de mí, se apartó unos pasos y cogió de nuevo la fregona. Intenté acercarme a ella, pero con una leve sonrisa, me rogó que no podía, ese día no, otro día…

Y me fui a mi casa, ardiendo en deseo por ella, pero esperanzado por su promesa. Olí mis dedos, olía a ella, a flores, a trigo mojado por la lluvia de primavera, a césped recién segado. Esa noche me masturbé recordando cada segundo a su lado, paladeando el sabor de sus pechos, de su boca. Soñé con ella toda la noche.

No sabía cuando llegaría el ansiado momento en que nuestros cuerpos se unirían, se fundirían, y mi tortura por la espera se aplacaría. Su negativa me confundía, sabía que me deseaba, lo sentí al estrecharla entre mis brazos. Busqué entre mis pertenencias aquella caja de preservativos que compré cuando salí con Mara, mi última amante, sabía que estaría casi entera dado que me plantó después de salir conmigo una semana para volver de nuevo con su novio tras llorarme su amor y confesarme su error por acostarse conmigo. Jamás olvidaré a ninguna de mis amantes, muy escasas para mi gusto, conservo un grato recuerdo de cada una de ellas en mi mente.

Encontré la caja y con pesar, vi que estaba caducada. No me había dado cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo desde la última vez que los usé, nunca fueron necesarios en mis reiteradas sesiones onanistas.

Al día siguiente me aproximé a la farmacia que había a cincuenta kilómetros de mi pueblo, no quería comprarlos en la farmacia del mío, todos me conocían, me saludaban y sabían que hacía mucho tiempo mis novias brillaban por su ausencia. Me sentí tranquilo en la farmacia de aquel desconocido, tardé un rato en decidir qué condones compraría, la variedad era infinita. Cogí los de fresa, los frutos me recordaban a ella. Eran como sus pezones, como su piel al erizarse ante mis caricias y como sus mejillas al sonrojarse de deseo. Los metí en mi maletín y volví al trabajo.

Pero Graciela parecía que quería guardar las distancias, ya no se acercaba a mí cuando Antonio se marchaba, sus respuestas ante mis preguntas eran parcas, su sonrisa parecía haber volado y su melodía no fluía de sus cuerdas vocales. Mis intentos por aproximarme a ella caían en saco roto, sentía mi corazón oprimido, no comprendía su actitud.

Los días iban pasando, caían uno sobre otro como losas, sentía que Graciela cada vez estaba más lejos de mí, la miraba y lloraba internamente mi amargura.

Aquella semana, el trabajo me desbordaba, Antonio había caído enfermo y los papeles me inundaban. Otro día trabajando hasta la noche, como siempre. Era final de mes y último día para pagar los impuestos. La gente aprovechaba justo ese día para cumplir con sus obligaciones. Yo tenía que revisar los impresos, repasarlos concienzudamente antes de enviarlos, eran cientos de ellos. Estaba cansado, agotado, ni siquiera me fijaba en Graciela, que seguía limpiando la oficina. Miraba la hora y maldecía a la empresa de seguridad, se retrasaba demasiado, no podía irme sin que se hubieran llevado antes el dinero de caja, como cada día.

Levanté mi mirada hacia Graciela y mis ojos se encontraron con los suyos, su mirada era distinta, dejó su fregona en el cubo y se acercó a mí, lentamente, desprendiéndose de la goma que sujetaba su coleta. Sonreía dulcemente. Yo me levanté como un resorte, alelado con sus movimientos. Me abrazó fuerte, apasionadamente, me perdí en su abrazo, nos besamos, me ofreció su boca abierta, yo la tomé con la mía, con mis labios y mi lengua. Graciela temblaba, su vello se erizaba ante el leve contacto de mis dedos. Poseí su largo cuello con pequeños mordiscos, comencé a desabrocharle su bata, cada botón que yo quitaba sentía el Paraíso cada vez más cerca. La bata cayó al suelo y ella me mostró por fin toda su desnudez. Quería que fuera mía, sabía que el vigilante estaba al caer, nos podría pillar, pero mi cerebro ya no funcionaba, era todo deseo y ansiedad por ella. Nos apoyamos en la mesa, nuestras caricias pasaron de suaves a nerviosas, yo necesitaba su cuerpo, ella, el mío. Bajé mis pantalones con su ayuda, por un instante, el sentido común me avisó y me acordé de los preservativos con olor a fresa, los busqué en mi cartera, le extendí uno, lo abrió y me lo puso con cuidado, recreándose con mi miembro, resbalando sus dedos hasta que lo dejó perfectamente colocado. Amasé sus pechos con mis manos y la hice mía, por completo, por fin. Nuestros gemidos resonaban en la oficina, intentaba rechazar de mi mente el peligro de ser descubiertos por el vigilante. El placer de sentirme en su interior superó mis miedos, nuestros movimientos seguían el mismo ritmo, cada vez más acelerado, más intenso, sabía que llegaba el desenlace, empecé a sentir sus espasmos aprisionando mi miembro, me abandoné por completo, sentía que me iba, que me corría, que perdía el sentido… y lo perdí.

No sé cuantas veces recordé aquella escena, cuántas veces la tuve que repetir bajo el flexo de aquella comisaría oscura y fría, cuantas veces intenté recordar por qué me desmayé, cuantas veces juré que yo no había tenido nada que ver con el atraco cometido esa noche en el banco. Yo no comprendía nada, no entendía por qué, las sacas utilizadas para meter el dinero del atraco estaban en mi casa, por qué ciertas pruebas, incomprensiblemente me delataban, por qué mis huellas aparecían en los sitios más insospechados. Lo cierto es que fui juzgado y condenado injustamente, mi nombre cayó en desgracia y yo, desde la celda de mi prisión, aún me acuerdo de ella, de Graciela, de mi amor, que desapareció sin dejar rastro para siempre. No la puedo olvidar, ya no la odio a pesar de que, tras lo ocurrido, la desprecié con toda mi alma. Todas las noches me acuerdo de las últimas palabras que me susurró al oído “te amo, perdóname”. Sé que no las he soñado, que fueron ciertas, que me lo dijo en ese mismo instante en que yo desfallecía. Graciela me amaba…

Cada noche cierro mis ojos y la veo venir, veo sus bellas formas redondeadas, su rubio pelo recogido descuidadamente en una coleta, sus grandes y azules ojos que incitaban a descubrir sus secretos, sus enormes y voluptuosos pechos que, agobiados por la tela que les encorsetaba, suplicaban por un respiro. Aún siento su olor, huelo a flores, a trigo mojado por la lluvia de primavera, a césped recién segado…








Un tacón roto




Alicia volvió a casa tras pasar por la peluquería. Esa misma tarde estaba invitada a la boda de un compañero de trabajo, así que se había comprado un vestido rojo sin mangas para la ocasión. Sacó de su armario el vestido y la ropa interior del mismo color que se había comprado a juego. Buscó las sandalias de tacón infinito de las que se había encaprichado hacía dos meses al verlas en aquel escaparate en una de sus largas sesiones de tiendas que tanto le relajaban y que ya había estrenado en una fiesta de cumpleaños a la que acudió. Pero al sacarlas de la caja se echó las manos a la cabeza: se había olvidado por completo de que uno de los tacones estaba defectuoso, de hecho en la fiesta a punto estuvo de dar un traspié por dicho motivo. Ya no había tiempo de ir al zapatero para arreglarlo, pero no podía ir con ellos en esas condiciones o de seguro acabaría por los suelos.

Se dirigió a la caja de herramientas en busca de ayuda, hacía meses que no la abría, ni siquiera recordaba lo que había dentro, pero lo cierto es que el bricolaje era algo que no tenía cabida en su vida. Allí había utensilios que no había utilizado jamás, algunos incluso aún tenían el precio puesto, y de algún elemento tenia serias dudas sobre su funcionamiento o para qué servía. Dichas adquisiciones fueron fruto de un día de arrebato comprador al que había precedido el visionado en la televisión de un programa de bricolaje, en el cual todo parecía sencillo siempre que se dispusiera de las herramientas adecuadas. Alicia se imaginaba aprendiendo a utilizarlas en un futuro… futuro que aún no había llegado. Tornillos, clavos y argollas se amontonaban mezclados sin ningún orden. Y por fin encontró lo que necesitaba: un tubo de pegamento ultrarrápido. Ni recordaba cuando lo había comprado, pero había una posibilidad de que aún no estuviera caducado, así que lo cogió y se dirigió ufana a la cocina con las sandalias y su trofeo en la mano.

Pero la tarea de abrir el pegamento resultó más complicada de lo que ella suponía. El tapón estaba prácticamente soldado, parecía sellado por completo. Tras intentarlo en vano unas cuantas veces buscó de nuevo en su caja de herramientas y encontró unos alicates. Apretó con fuerza el tubo con la herramienta consiguiendo que la tapa cediera, pero el pegamento empezó a gotear profusamente. Alicia cogió la sandalia estropeada y rápidamente untó de pegamento el tacón, pero no pudo evitar que se impregnara con parte del contenido sus dedos, sus piernas y sus pies. En cuestión de segundos, el pegamento había conseguido pegar no sólo el tacón, sino también los dedos de ambas manos. Había una orgía de pegamento a su alrededor.

Con los dedos unidos abrió el grifo e intentó separarlos lavándose con agua caliente y jabón, parecía imposible conseguirlo sólo con eso. Corrió al baño y buscó un disolvente, pero lo único que encontró fue un quita esmaltes medio vacío. Se echó las últimas gotas del mismo sobre los dedos pegados y poco a poco fueron cediendo, aunque aún no parecía suficiente.

Salió precipitadamente de casa en busca de su vecino Manolo, un hacha del bricolaje casero dado el elevado número de veces que le oía a través de los tabiques utilizar su taladro. Alicia pensó en la suerte que tenía su mujer, que seguramente no había conocido en su vida algo como el “cuelga fácil”, al que Alicia era adicta.

Llamó al timbre de la casa de su vecino y enseguida le abrió Manolo, que vestía unos pantalones cortos negros y una camiseta de tirantes de color blanco, por la cantidad de virutas que estaban pegadas a esta última, parecía estar precisamente dedicado en cuerpo y alma a la tarea de lijar una tabla para una estantería que asomaba a medio montar en el pasillo.
-¿No tendrás un disolvente para pegamento, verdad? –dijo Alicia.
-¡Madre mía como te has puesto! Anda pasa, que intentaremos hacer algo. Te presento a Adolfo, un amigo mío que ha venido a pasar unos días en nuestra casa.

Si Manolo era un hombre corpulento, Adolfo lo era todavía más, parecían dos rocas humanas grandes y pulidas por el esfuerzo de sus músculos. Alicia sintió, ante la visión que se le presentaba, que su sangre empezaba a moverse por su cuerpo y se ubicaba convenientemente en sus zonas erógenas.

Adolfo miraba a Alicia con curiosidad y ésta sintió cierto rubor por el descaro de su mirada. Se sentó en un sofá y esperó a que Manolo viniera con el disolvente. Mientras tanto, Adolfo se sentó a su lado y, para sorpresa de Alicia, cogió su mano derecha.
-Tienes los dedos hasta arriba de pegamento.
-Soy un desastre para estas cosas...

Adolfo, sin cortarse lo más mínimo, acarició los dedos rugosos y ásperos de Alicia manchados por el pegamento y ésta, aunque un poco sorprendida, no intentó apartarlos.
-También se te ha caído el pegamento en las piernas...
-Sí, creo que el tubo entero ha acabado entre mis piernas, ups, quería decir que se me ha caído entero sobre ellas...
Y Adolfo, tras el comentario, pasó de rozar sus dedos a rozar sus muslos. Alicia miró hacia la puerta, pero Manolo parecía enfrascado en la búsqueda del disolvente que parecía no encontrar. El salón estaba desordenado, cuando viniera María, la mujer de Manolo, se iba a llevar una desagradable sorpresa: latas de cerveza vacías luchaban en un frágil equilibrio encima de una mesa por no caerse al suelo, varias películas con imágenes sugerentes y con la letra X como reclamo principal del título reposaban encima del video. Parecía que Manolo estaba disfrutando de la ausencia de su mujer…

Adolfo tenía una mano grande y caliente y Alicia no tenía la fuerza suficiente para decirle que dejara sus caricias, le estaban resultando muy cálidas y placenteras. Alicia era propensa a excitarse en cualquier momento y situación y una especie de resorte en su cerebro hacía sacar a la luz el lado más libidinoso que cada vez más, le dominaba. Así que, dejó que Adolfo, que apestaba a cerveza, siguiera acariciando sus piernas. Se relajó sobre el sofá y le miró instándole a seguir con sus caricias. Adolfo continuó con sus piernas y tras los embelecos en éstas, se arrodilló en el suelo y acarició también sus pies, igualmente estaban embadurnados de pegamento. Volvió a sentarse al lado de Alicia y Adolfo, ya seguro de la situación, se atrevió e meter una mano por debajo de la camiseta, buscando los senos de Alicia. Adolfo los encontró libres bajo de la tela, Alicia no solía llevar sostén en su casa, el tacto con ellos provocó en Adolfo un incremento de su grado de excitación, que pasó de acariciarlos con timidez a manosearlos cual si fuera dueño de ellos.
-Va a venir Manolo de un momento a otro...
-Tardará. Es difícil que encuentre el disolvente porque precisamente hoy mismo lo he necesitado yo y lo tengo en un bolsillo...

Adolfo acercó su otra mano al sexo de Alicia y, por debajo de los pantalones, lo apresó entre sus dedos, moviendo su mano con gran destreza para goce de ésta. Al sentir sus dedos fue consciente de que estaba empapada en su propio flujo, en ese momento ya estaba rendida al placer. Adolfo se desabrochó los pantalones y le brindó su verga, Alicia se chupó juguetonamente unos dedos y agarró firmemente el instrumento, propinándole un delicioso movimiento de balanceo. Adolfo, ya no se contuvo más y en ese instante, subió la camiseta de Alicia y lamió sus pechos, mordisqueó sus pezones y dejó que sus dedos, que ya estaban completamente humedecidos entre las piernas de Alicia, resbalaran obedientes al interior de su sexo.
Manolo ya no buscaba el disolvente. Hacía tiempo que contemplaba la escena que se estaba desarrollando entre Alicia y Adolfo a través del espejo del baño y únicamente disimulaba haciendo ruido para no desconcentrarles. Pero se estaba excitando con ambos y mientras veía a la pareja, como había hecho muchas veces delante del televisor con sus películas, no pudo dejar de meter su mano debajo de los pantalones y comenzar a masturbarse.

Alicia y Adolfo seguían con los mutuos juegos onanistas y alerta en todo momento a dejarlos si se presentaba Manolo de improviso. Pero Manolo ya no podía más, hacía siglos que no follaba “de verdad”, como él se imaginaba que tenía que ser, mientras culeaba tristemente en la postura del misionero a su mojigata esposa. Estaba a punto de explotar, así que, sin dejar que su cerebro decidiera sobre el desenlace correcto de la situación, se acercó sigilosamente al salón con el nabo en ristre.

Alicia fue la primera que le vio y con un gesto, apartó la mano de Adolfo de su sexo, e intentó bajarse la camiseta, pero Manolo, sin decir una palabra, se acuclilló delante de Alicia, abrió las piernas de ésta y comenzó a morder con avaricia sus muslos. Alicia, que ya estaba excitada al máximo, no pudo remediar gozar con su vecino y no encontró la sensatez suficiente para decirle que lo dejara, que quizás después se arrepentiría cuando María hubiera vuelto. En el momento en que Manolo apartó sus pantalones y hundió la cabeza en su coño, Alicia empezó a notar un calor agobiante en todo su cuerpo y sintió que le sobraba toda la ropa, así que ni corta ni perezosa, se quitó la camiseta y dejó que Manolo bajara sus pantalones y sus bragas mientras Adolfo, que parecía divertido con la situación, se quitaba la ropa para ambientar el nuevo escenario que se estaba desarrollando.

Alicia se tumbó en el sofá, dejó que Manolo siguiera recorriendo con su lengua toda su orografía y se explayara con su vulva, mientras Adolfo, de pie, acercó su miembro a la boca de Alicia. Cada uno de los movimientos con que Manolo agasajaba su sexo era un nuevo aliciente para engullir por entero el pene de Adolfo y darle placer. Sentía el glande en la misma campanilla, pero antes de provocarle una arcada, el movimiento de retroceso de aquella polla, evitaba la misma. Los tres personajes se acompasaban a la perfección, Manolo alternaba su afilada lengua con sus gruesos dedos y Alicia devoraba el tronco de Adolfo, jugueteaba con los huevos y acariciaba con sus dedos no manchados por el pegamento, la base del pene.

Manolo se incorporó y se acercó a su vecina agarrando con su mano el pene y clavándoselo en su coño, provocando que ésta imprimiera un ritmo aún de mayor desenfreno al miembro de Adolfo. Las embestidas de Manolo transportaron a Alicia a uno de los orgasmos que tendría en esa sesión, y como si de un juego de dominó se tratara, fueron cayendo uno tras otro. Manolo era fuerte, los empellones con su verga eran potentes y Alicia gemía mientras seguía afanándose en el miembro de Adolfo, el cual como por simpatía, había adaptado el ritmo de embestida bucal al de su compañero. Una explosión de líquido blanco y caliente inundó la boca de Alicia hasta anegarla, provocando que corrieran por sus comisuras hilos de semen, mientras que a la par, era regada por Manolo, que sacó su pene y dejó que fluyera un manantial sobre los pechos de Alicia.

Tras el desenfreno en el sofá, Adolfo sacó el disolvente del bolsillo e hizo desaparecer todo el pegamento de la piel de Alicia. Ésta volvió a su casa, relajada y feliz, aunque su alegría duró poco al observar en el espejo el lamentable aspecto en que había quedado su peinado tras la diversión…




Los deberes de Mario III: una caja de sorpresas

"El vestido de Alice" Ilustración: Rafael Robas

Cuando Alicia llegó a casa y abrió su buzón, se encontró con una sorpresa: una nota de una empresa de mensajería urgente que había intentado hacerle entrega de un envío y al no encontrarla en su domicilio le había dejado una indicación con un teléfono y una dirección. No parecía venir ningún remitente y tampoco esperaba nada que hubiera pedido, pero llamó de inmediato al teléfono que venía en el aviso. Una amable señorita le indicó que podía optar entre esperar a que se lo enviaran a su domicilio al día siguiente o ir ella misma a las oficinas a recogerlo. La curiosidad enfermiza de Alicia hizo que decidiera ir ella en ese momento a recoger el misterioso envío.

Llegó a la pequeña oficina de mensajería y le entregaron su paquete, tenía un tamaño considerable, similar al de una caja de zapatos, pero apenas pesaba. Lo hizo sonar al salir del lugar, igual que hacen los niños al intentar averiguar el juguete que se esconde tras el papel de regalo. Pero no descubrió nada, así que se sentó en un banco y lo abrió, era incapaz de esperar a llegar a casa para hacerlo. Quitó el papel de estraza que lo cubría rasgándolo por completo. La caja era de color marrón, quitó el celofán que pegaba su tapa y por fin su interior vio la luz. La caja estaba llena de diminutos corchos blancos que hacían de amortiguador. Rebuscó entre los corchos y encontró dos pequeños paquetes y un sobre en blanco con una nota dentro. Sacó el papel y lo leyó:

“Mi querida Alice,
Estoy convencido de que ahora mismo estás en la calle abriendo el paquete, yo mismo dije a la empresa de mensajería que fueran por la mañana, sabía que no ibas a estar y quería precisamente que hicieras lo que estás haciendo ahora: abrir mi regalo en la calle. Como verás, hay dos presentes dentro de la caja.. Los deberes que hoy te mando son muy fáciles, simplemente, mándame un mensaje al móvil para saber que ya lo has recibido, ponte lo que hay dentro ahora mismo y ven a mi casa, te espero.
Besos, Mario.”


Cogió su móvil y sonriendo, mandó el mensaje solicitado a su amante. Le encantaban estos juegos que se traían entre ambos, eran divertidos y muy excitantes. Sin dilación, abrió uno de los dos paquetes, parecían unas medias negras de rejilla, quitó el plástico apresuradamente y descubrió su error, en realidad era una especie de camiseta de tirantes con el cuerpo de rejilla. Su equivocación se hizo evidente al observar que en la etiqueta había una foto precisamente de dicha prenda que llevaba una mujer de curvas generosas: se trataba de un vestido.

El otro paquete era más pequeño, lo abrió y esta vez no tuvo duda alguna: el segundo regalo de Mario consistía en unas bolas chinas de metal plateado, de tamaño bastante considerable. Cuando la fascinación del momento le dejó levantar la cabeza de la caja, observó que en ese instante la calle parecía haberse llenado de gente como por arte de magia e intentó disimular como pudo tan excitante contenido. Cogió los corchos y los esparció por encima de los regalos, tapándolos de miradas indiscretas, se levantó y caminó en dirección a la casa de Mario, que se encontraba a unas pocas manzanas de allí. Al cruzarse con una cafetería abierta un impulso le obligo a entrar, pidió un café cortado y con su regalo se fue al servicio. Se quitó la ropa que llevaba, cogió el vestido y se lo puso como si de unas medias se trataran, lo hizo delicadamente, intentando ajustar el vestido a sus curvas. Era realmente ceñido, pero esa misma estrechez del elástico era estimulante, sentía como si fuera Mario el que le estuviera dando un cálido abrazo que contuviera todo su cuerpo. El vestido era mínimo, apenas cubría parte de su culo, sus pezones exultantes asomaban entre el tejido de red, pareciendo mayores y más duros. No, realmente estaban más duros, dado que sentía una oleada de calor que le subía desde las entrañas. Se miró al espejo y asintió complacida por la visión: sus curvas estaban bien marcadas, su trasero parecía más redondo y apetecible, sus pechos comprimidos parecían haber aumentado de tamaño y asomaban voluptuosos. Tocó su cuerpo con las manos, se relamió con el tacto suave de la red negra sobre su cuerpo, acercó sus manos a los senos y rozó sus aureolas, cada vez más turgentes, acarició sus nalgas y tiró de la tela para cubrirlo más. Estaba realmente sexy.

Apresó las bolas chinas y las tuvo entre sus manos observándolas con detenimiento. Pesaban algo más que las que ella poseía en su colección de juguetes y eran mucho más grandes. Abrió sus piernas y lentamente introdujo las bolas en su vagina, una tras otra, hasta acomodar la cuarta esfera en su interior, sintiendo como su sexo las engullía hambriento sin ningún tipo de reparo, dado que su humedad era más que evidente. Por fin las tuvo en su interior, únicamente asomaba de sus labios mayores un pequeño cordón de cuero que terminaba en una especie de cadena plateada que tintineaba en cada paso que daba. Ese detalle era típico de Mario.

Cogió su ropa interior y la guardó en el bolso. Se volvió a vestir con la camiseta blanca que llevaba y la falda color pistacho y se miró. Se distinguía a la perfección bajo la camiseta el indiscreto vestido, no podía haber escogido nada mejor precisamente para ponerse ese día. Se veía el relieve de la red, sus pezones desafiantes bajo la tela, sus pechos ligeramente aplastados por el elástico.

Había que estar muy ciego para no darse cuenta de que Alicia parecía tener una doble vida bajo aquellas prendas retacadas que llevaba. Cogió su café y se sentó en un taburete alto. Percibió la pequeña cadena de plata y sintió las bolas jugando entre ellas en su sexo. No pudo evitar comprimir sus músculos vaginales para sentirlas aún más. Cruzó las piernas y se frotó los muslos mientras tomaba su café y distraída miraba el periódico del día. No iba a ser capaz de llegar a casa de Mario en ese estado así que intentó relajarse. Tomó por fin el café, pagó al camarero, que la miró con ojos lascivos y se marchó de forma apresurada.

Mientras caminaba por la calle, el tintineo parecía avisar de su presencia. Las bolas tenían vida propia dentro de su sexo y la excitación que sentía era cada vez mayor. Notaba sus muslos húmedos, su clítoris a punto de explosionar y sus pechos que anhelaban deseosos ser liberados de aquella impúdica opresión. Podían ser imaginaciones suyas, pero Alicia sentía que la miraban, que la gente que pasaba a su lado oía el tintineo y la observaba curiosa intentando descubrir el origen del sonido. Caminaba divertida con esas ideas ya que, cada vez le preocupaba menos lo que la gente pudiera pensar de ella, estaba disfrutando y el paseo resultó de lo más placentero.

Llegó a casa de Mario y llamó al timbre. Éste abrió de inmediato, ya le esperaba desnudo asomando tras la puerta…


Obsesión morbosa (Por Mario)


Mario abrió el correo y vio que se trataba de uno de sus relatos, sabía que no debía, no era para él, pero por algún error, ese email estaba en la bandeja de entrada de su correo. Sabía que si lo leía despertaría sus instintos más primitivos, y supuestamente había puesto punto y final a esa historia, pero aún así, el asunto del mensaje era demasiado tentador para dejarlo de lado: “Obsesión morbosa”. No podía ser de otra manera, ella era tremendamente sexual, una mezcla de niña dulce y puta viciosa, una combinación explosiva, y él la había descubierto hacía seis meses en sus ojos en aquel bar. Pensó que podía ser el último relato suyo que tendría en sus manos, así que, sin embargo, lo leyó, sin preguntarse quien era realmente el destinatario. ¡Para qué agobiarse con estúpidos celos! Disfrutaría de esa oportunidad que le ofrecía el destino.

Mientras lo leía, se imaginaba cada pasaje del mismo: a Alicia yendo a la sex shop en busca de un modelo sugerente. Sentía su imagen muy real, podía percibir a distancia la excitación de Alicia ante el difícil proceso de elección entre todos los que allí había expuestos. Ella elegiría el más morboso, el que más pudiera provocar a Mario al verlo posteriormente en el video que, según se relataba en la narración, ella debía grabar. Era curioso que Alicia hubiera utilizado su nombre en el relato…, era difícil no sentirse el co-protagonista de la historia. Alicia compraría una buena polla de silicona modelo Rocco, nada de pequeños vibradores, ella era lo suficiente morbosa como para necesitar una herramienta de ese calibre, incluso mas grande que la que él le había introducido en todos sus agujeros, tantas veces, y se la imaginó húmeda mientras lo hacia. La visualizó en su mente pagando y poniendo cara de despreocupada, podía percibir el cosquilleo que le recorría el cuerpo bajando hasta su sexo. Vio como se pintaba como una verdadera puta, de rojo pasión sus labios, de negro intenso y exagerado sus ojos. Se la imaginaba con sus bragas empapadas.

Asistió con su imaginación a la escena que en ese momento se relataba. Alicia encendía el video y se ponía frente a él, comenzando una danza sinuosa con su cuerpo electrizado por la excitación y los estímulos provocados por sus hábiles manos. La vio primero introduciéndose los dedos en su sexo, sin reparo, mirando a la cámara desafiante y lánguida, luego, amarrando con fuerza la polla de silicona e insertándosela en su vagina, cada vez más abierta y brillante por la humedad que la recorría. En ese momento de la lectura, Mario no pudo evitar comenzar a manosearse su miembro, que desde hacía rato advertía hinchado y duro. Inició una lenta maniobra de vaivén ayudado por la crema con la que había embadurnado su glande y continuó leyendo, ávido de nuevas escenas.

Alicia seguía gimiendo, con su sexo siempre a la vista, depilado, limpio, y cada vez mas hinchado y rojo, Mario cerró los ojos y materializó en su mente la visión del primer plano del coño de Alicia, ese coño en el que tantas veces había estado clavado, ese coño que había lamido hasta el paroxismo de ella, ese coño que había embestido salvajemente mientras tiraba de su larga melena.

Podía verlo todo entre las líneas del relato y comenzaba a sentir como, una corriente arrancaba a fluir desde sus huevos buscando una salida de escape. Con su experta mano apretó la base del pene fuertemente para retardar lo inevitable, aún no había acabado el relato, aún no había “visto” todo el video.

Ella se corrió con el falo de silicona entre sus piernas y se incorporó, Mario pensó que para detener el video, pero, al seguir leyendo, se dio cuenta de su errónea percepción. Alicia dio la espalda a la cámara y continuó con su juego. Mario se sentía a un lado de la escena viendo como ella se volvía a recostar boca abajo sobre la cama y licenciosamente, empezaba a manipular su ano, empujando el juguete, con perversión medida, dejando que se mezclaran dolor y placer en una misma acometida.

Mario seguía masturbándose, transportado a la habitación de Ella, deleitándose en la visión de los dedos entrando en la vagina. Primero dos, luego tres, y cuatro al final, que son los que finalmente provocaron en ella un orgasmo salvaje. Mario podía ver su cara frente a la cámara, mirando fijamente el objetivo, con esa cara crispada tras la que escondía el tremendo placer que sentía en esos momentos. Mario vuelve a apretar con fuerza su polla para evitar estallar en un orgasmo entremezclado de fantasía.

Cuando Mario leyó el último pasaje del relato, ya se dejó ir, el desconocido y él se corrieron a la vez en la boca de Alicia e, impregnado en semen, leyó cómo él mismo la poseía en un callejón.

Sonriendo por la calenturienta imaginación de Alice, mientras se recomponía, deseó ser el destinatario…


Una cuestión de aparcamiento



Durante esos días, Alicia estaba obligada a ir casi a diario a las oficinas principales de la empresa donde trabajaba, situada en pleno centro de la ciudad. Iba a la sede central, se reunía con los otros jefes de departamento para abordar temas referentes a la nueva imagen que la empresa quería dar tras la fusión en la que acababa de absorber a dos pequeñas agencias de publicidad locales, y volvía de nuevo con el coche a su lugar habitual de trabajo.

Aquellas reuniones no solían alargarse más de dos horas, casi todo había ya sido tratado telefónicamente, lo importante era verse y conocer al nuevo equipo cara a cara tras la fusión.

Pero Alicia esas reuniones las estaba llevando realmente mal. Era imposible aparcar en el centro, una odisea, una lucha continua por buscar algún sitio desocupado y más de una vez llegaba tarde precisamente por esa razón. Necesitaba dar vueltas y más vueltas hasta encontrar un lugar donde poder dejar el coche y pagar el correspondiente ticket de la ORA (ordenación y regulación de aparcamiento) por estar en una zona azul sujeta a la misma. Habitualmente ponía el máximo, las dos horas permitidas, que resultaron ser hasta excesivas al principio para aquellas reuniones de café y bollería variada. Pero tras unos días de paz, una de las cuestiones que parecía ser completamente intrascendente para la empresa como era el reparto de despachos, resultó ser una de las materias que dio más quebraderos de cabeza y por las que cada uno de los jefes defendió a muerte su pequeño espacio en el que trabajar. Derecho a ventana, a mesa de reuniones, a planta con macetero y, por supuesto, derecho a estar con alguna de las secretarias rubias y curvilíneas que acababan de ser contratadas tras un largo y penoso proceso de selección plagado de test y entrevistas y donde al final, el físico fue decisivo. De todas las candidatas se escogieron a cinco: tres secretarias de culo perfecto y dos aspirantes a ser tan poco agraciadas como el sofá que habían retirado hace poco del salón de su piso alquilado, pero competentes como las que más.

A Alicia el tema de las secretarias le sacaba de quicio, era la única mujer en la reunión y no podía creerse lo que estaba viendo. Parecían chiquillos repartiéndose los cromos del kiosco. Lo cierto es que miraba su reloj y se agobiaba, estaba a punto de cumplir la segunda hora y su coche tenía todas papeletas para ser multado si sus compañeros no ondeaban bandera blanca ese día. Pasaron dos minutos, cinco, diez, quince… Por fin, la reunión terminó y Alicia bajó de dos en dos las escaleras intentando no precipitarse por ellas debido a los altos tacones que llevaba ese día. Corrió hacia el coche y ahí estaba, el dichoso papelito de la multa. Lo sacó con rabia del limpiaparabrisas y se acercó a una de las máquinas infernales de la ORA para anular la multa y pagar el correspondiente importe reducido por pronto pago.

Al día siguiente, las peleas entre sus compañeros volvieron a repetirse tras unos minutos de disimulo con cuestiones realmente importantes, y de igual manera, se repitió la multa al sobrepasar el tiempo que su coche podía estar en dicho lugar. Los días de lucha por la secretaria con más pecho y los de multas se sucedían uno tras otro y Alicia ya empezaba a estar harta, tanto de sus compañeros, como del hombre de verde al que no había visto un día más que de lejos y parecía haber cogido regusto a plantarle cada día un nuevo ticket con la correspondiente multa.

Era viernes y prometía no ser el último en el que tendría que reunirse con ese hatajo de necios engominados que tenía por compañeros. Supuestamente las reuniones servirían también para labrar una amistad y lo que estaban consiguiendo era el efecto contrario. Que tras la guerra, jamás en la vida volvieran a dirigirse directamente la palabra, la fusión no iba a ser tan fácil de asimilar. Salió de la reunión cual rayo en una tormenta, dejó atrás el edificio de la empresa y voló hasta su coche, sólo acababan de pasar cinco minutos, así que esta vez, probablemente se iba a librar de la multa, no era tan tarde. Cuando llegó, casi choca con el hombrecillo de verde que, con su hoja y su bolígrafo, se disponía alegremente a firmarle un nuevo papel. Alicia le miró y estuvo a punto de soltarle alguna que otra palabra soez, pero se abstuvo. Se quedó mirándole fijamente a sus ojos y pensó que no podía ser verdad que ese chico le estuviera haciendo esa faena. Era guapo, de tez morena y ojos negros como el tizón. No era muy alto, no era muy musculoso, pero esos ojos parecían quemarle, parecían hablarle directamente a su sexo, era una mirada sensual, tremendamente sexual… Por fin salieron las palabras de su boca.
-No me vas a poner la multa ¿verdad?
-Lo siento, ya te he hecho la foto y está firmada la diligencia.
-¿No puedes romperla y hacer como si nada?
-Imposible, me metería en un buen lío. -Y se fue de allí, no sin antes extenderle el terrible papel y mirar a Alicia de arriba abajo.

Alicia le dio vueltas esa noche, no sabía cuantos días de multas le quedaban, pero no podía rendirse, tenía que empezar su propia guerra con aquel chico de verde, así que al día siguiente se levantó antes que de costumbre para arreglarse con calma y ponerse uno de los vestidos que ella guardaba para las ocasiones de posible sexo con algún admirador. El vestido, de color negro, era una provocación sin más, acariciaba su cuerpo y se estrechaba en sus curvas, marcando su culo, su pecho y dejando que la abertura de las piernas jugueteara abriéndose y cerrándose en cada uno de sus movimientos.

Salió de la reunión a las dos horas y cinco minutos exactamente, excusándose ante sus compañeros, se agazapó en una esquina y esperó a que viniera el hombre de verde a ponerle de nuevo la multa. Vino cuatro minutos después, con el paso decidido y casi sin mirar, sólo con las multas que le había puesto ya a su vehículo había cumplido posiblemente con los objetivos de todo el mes. En el preciso instante en que iba a coger su amenazante bolígrafo, asomó Alicia de su escondite.
-¡Por favor, no me pongas la multa!
-Lo siento…
Y en ese momento Alicia le echó todo el teatro que había aprendido en el colegio y lloró desconsolada. El hombre de verde no se esperaba esa reacción y menos que se echara en sus brazos para seguir llorando e hipando. Alicia se apretó contra él, dejó que sus manos volaran libremente sobre aquel cuerpo que empezaba a conocer y rozó con su rodilla los pantalones de su uniforme.
-Tranquila, que no te pongo la multa, pero deja de llorar.
-Es que es terrible, mi pobre tío se encuentra muy mal y yo vengo cada día a ayudar a mi tía, para que descanse un rato. -Era un embuste imposible de tragar, pero parecía que el hombre de verde tenía algo de corazón.
-Lo siento mucho…
Pero ella estaba sintiendo algo más, el hombre tenía corazón, y también un pene, que parecía estar cobrando vida propia a través de los pantalones. El abrazo de Alicia juntando sus curvas a su cuerpo estaba dando resultado. Lo cierto es que ella tampoco podía permanecer fría a aquellos ojos que le miraban, eran como brillantes e hipnóticos imanes, así que, dejó de llorar, pero no de restregar su cuerpo contra el hombre de verde, que ya parecía estar tan excitado como ella en plena acera de una de las calles principales del centro de la ciudad. Dejaron de hablar, los sonidos de su respiración subieron de volumen, sus cuerpos, se estrecharon aún más y Alicia acercó su boca a la del hombre de verde, rozó sus labios con los suyos, le mordisqueó ligeramente el labio inferior y se adentró en su boca investigando con la lengua el húmedo territorio.
-Ven, sube a mi coche.- dijo Alicia.
-No puedo irme de esta zona, acabarían despidiéndome.
-¿Quién ha dicho que vamos a ir a ninguna parte?

Alicia se sentó en el asiento del conductor, dejando que su hombre se sentara en el del copiloto. Lo primero que hizo fue liberarse de sus bragas, estaban ya bastante húmedas en ese momento y resultaban un incordio. Miró al hombre de las multas y se acercó a él, besó su boca, bajó hacia su cuello y se recreó en él, era sorprendentemente aterciopelado. Desabrochó uno de los botones de aquel chaleco verde fluorescente y lamió la piel que quedaba entre sus pechos, tenía algo de vello oscuro y tiró de él suavemente. Mientras, su hombre había tomado posiciones y sus manos ya habían encontrado el camino correcto, entre las piernas de Alicia, aplacando con su fricción el deseo que sentía allí mismo, en el coche, en el centro, con multitud de gente pasando sin parecer mirar la escena que se estaba desarrollando en el interior del vehículo.

La boca de Alicia consiguió llegar, lentamente hasta su objetivo, bajó la cremallera de los pantalones y sacó una verga erecta y de color algo cetrino. Cogió la polla con su mano y extendió con su lengua la saliva que se acumulaba en su boca, haciéndola suya, engulléndola y sintiendo el glande hasta su campanilla. Lamió su tronco una y otra vez, sin pausa, disfrutó de su sabor y volvió a hacer que fuera prisionera de su boca, usó sus labios para succionar su punta, juguetear con sus huevos y volvió a moverse arriba y abajo mientras su hombre, ahogaba sus manos en el mar de fluidos de su sexo. Era hábil, constante y arrancó de inmediato un orgasmo a Alicia, que chupó aún si cabe con mayor afición, el falo del hombre de verde, provocando en él una subida inmediata y una abundante eyaculación en la boca de Alicia, que con parsimonia, se dedicó a lamer su pene hasta dejarlo limpio y sin restos blanquecinos y cremosos.

Tras unos segundos de relajo y descanso merecido, el hombre de verde salió de de allí con una sonrisa de oreja a oreja, Alicia le guiño el ojo y encendió el motor de su coche, alejándose de la terrible zona azul.

Estaba convencida de que, a pesar de lo mucho que siguieran alargándose las dichosas reuniones, las multas por fin desaparecerían de su vida…