sábado, 31 de mayo de 2008

La heredera


Jamás pensó que su tía Julia, hermana de su madre, le fuera a dejar algo en herencia y menos sabiendo que su hijo Remi, con el que había jugado en la infancia y en la adolescencia, seguía vivo y podía haberle instituido como único heredero. Por lo que la llamada de Remi avisando del fallecimiento de su madre y comunicándole que ambos iban a ser copropietarios de varias hectáreas de secano al lado del pueblo la dejó estupefacta. De inmediato metió cuatro cosas en una maleta, cogió el coche y se dirigió a aquel lugar que hacía años no pisaba. Habían pasado muchos años desde la última vez que vio a su tía y a su hijo Remi, con el que había tenido sus más y sus menos en cuestiones sexuales en las fiestas del pueblo, a las que antiguamente acudía. Recordaba haberse dado más de un furtivo revolcón sin llegar a más en el pajar de su tía. Remi era grande, de rostro sonrosado y un poco bruto en sus modales, pero siempre le habían atraído de él su sinceridad y sus primitivas maneras de expresarse: nadie como él para levantar a cualquier mujer la moral, sus sencillos piropos y la lasciva mirada de sus ojos elevaron su ánimo en más de una ocasión. Remi no se moderaba lo más mínimo en decirle a las claras lo buena que estaba y las ganas que tenía de meterle mano en todos y cada uno de sus escasos encuentros. Aún sentía escalofríos al recordar los viejos tiempos, podía ver a Remi llevándola a un lugar oscuro, estrechándola contra él, agarrando toscamente su trasero con la mano, besando sus labios como si en ello le fuera la vida. No podía remediar sentir una hipnótica y primitiva atracción hacia su primo. Pero nunca consumaron aquella pasión, los prejuicios de Alicia procedentes de su adolescencia y sellados en su mente por las monjas del colegio en el que se educó, lo impidieron. Tenía la extraña idea de resignada espera hasta conocer un buen día a su hombre ideal. ¡A saber donde se había metido el puñetero! Si lo hubiera sabido, no habría hecho ascos jamás a la polla casera y de pueblo de Remi.

El pueblo era feo, pequeño, de casas viejas, nada atrayente para pasar siquiera medio día en él. De los pocos pueblos de España carente de bar, de tiendas y casi hasta de vida, lo más, alguna urraca, varios grajos negros y unos cuantos gorriones más listos que alguno de sus habitantes. Una gran Iglesia de piedra se erigía como ama del lugar, acogiendo en su seno las diminutas casas rehabilitadas en la época de bonanza y transformando su aspecto, pasando del burdo adobe al ladrillo cara vista.

A Alicia no le gustaban los pueblos, lo suyo era el bullicio, las luces en los escaparates y los desconocidos transeúntes cruzándose con ella por la calle sin ni siquiera mirarla. Por eso hacía mucho que no había vuelto, le daba tristeza, no soportaba que su coche se embarrara por la ausencia de asfalto en las calles y odiaba la falta de anonimato del lugar, donde todos seguían recordándola a pesar de los años que habían pasado. Besos y más besos, preguntas indiscretas ¿No te has casado aún? ¿Y tienes novio? ¡Ya estás en edad, mujer, que se te pasa el arroz! Detesto el arroz, respondía siempre. Intentaba poner buena cara en esos momentos, pero lo único que deseaba realmente era perderse de nuevo en la gran ciudad, más acogedora y amable que aquel recóndito lugar de la España profunda.

Cuando llegó al pueblo, sintió una inquietante sensación de permanencia, allí nada había cambiado: ninguna casa nueva, lo más, algo tejado arreglado, ninguna piedra fuera de su sitio… Era difícil perderse en un pueblo donde los habitantes no llegaban a cincuenta, así que dirigió su coche hacia la casa de su tía fallecida. La puerta estaba abierta, la cortina que la cubría y protegía de la entrada de las moscas del ganado lucía acartonada por el paso de los años en que había cumplido su función. La casa de la tía Julia se asemejaba a una casita de muñecas, diminutas habitaciones y techos tan bajos que se podían tocar con las manos. Adornos variados, flores de plástico en un jarrón y ganchillo en cada uno de los sillones, nada había cambiado allí tampoco. Un murmullo de voces rezando provenientes del dormitorio principal le alertó de la presencia de gente y encaminó sus pasos hacia él. Postrada en su lecho, blanca como el marfil, yacía su tía y a su alrededor, casi una docena de mujeres de negro riguroso y rosario en mano rezando sin parar, sentadas en unas vetustas sillas haciendo corro alrededor del cadáver. “¿Pero es que no van a trasladar a esta mujer a un tanatorio de una vez?” “Sí, sí, ahora viene el de la funeraria”. Lo que menos se esperaba era encontrar el fiambre aún reciente en la casa, le imponía cierto temor y respeto. Prácticamente todas las mujeres se levantaron al unísono al verla, reconociéndola de inmediato. Los besos de unas y otras se sucedieron. Eran unos besos espesos, húmedos y demasiado intimidantes, así que tras una pequeña conversación con aquellas mujeres, se excusó y fue al lavabo a lavarse la cara.

Abrió la puerta del baño y dio un respingo al ver que no estaba vacío. Era Remi su ocupante que, con su nabo en ristre, se estaba dedicando en cuerpo y alma a sacarle brillo con una mano.

-Perdón -dijo Alicia, sintiendo al instante el rubor inundando sus mejillas.

Remi la miró y tras hacer una especie de mueca con sus labios a modo de sonrisa comenzó a llorar desconsoladamente. Dudó si marcharse de allí y dejarle a solas con su dolor y su miembro, pero sus lágrimas le enternecieron y decidió entrar, cerrando la puerta tras de sí. Acarició su cara suavemente intentando tranquilizarle como si de un niño se tratara. Remi la abrazó con su único brazo libre, su mano agarraba aún su aguerrido miembro sin intención alguna de soltarlo. Alicia, algo confusa por la situación, le correspondió. Quizás la masturbación era su vía de escape para superar el dolor de perder a su madre, tampoco tenía nada de malo. Alicia le dijo unas breves palabras de consuelo conmovida al ver a un chico tan grande llorar como una plañidera más.

Pero el nabo de Remi seguía alegre y contento, e incluso Alicia comenzaba a sentirlo más notoriamente. ¡Cómo no había de sentirlo, si era lo más grande que había visto en su vida! ¿Sería la falta de contaminación la que hacía crecer esos instrumentos colosales? ¿El chorizo de pueblo y la leche de vaca recién ordeñada podían obrar maravillas en el crecimiento del pene? Porque en la adolescencia, más de una vez quiso mostrárselo y ella siempre le respondía con un ¡no! rotundo. ¡Tonta! Lo cierto es que allí seguían ambos, Remi, empalmado y llorando entre sus brazos como un bebé y ella, que empezaba a estar más salida que el pico de una mesa, sintiendo el rabo entre sus piernas y despertando sus ganas de disfrutarlo más íntimamente.

Remi, que seguía sollozando, resbaló la mano por la espalda de su prima hasta llegar a su trasero, apretándolo, estrujándolo, hasta que Alicia sintió una galopante y repentina inflamación de su clítoris. Su pecho subía y bajaba con un frenético ritmo, presa de la agitada respiración sobrevenida por el deseo, pelvis contra pelvis, torso contra torso, imposible no percibir la calentura y el gigantesco pene de su primo. Remi cesó por fin su llanto y con la cálida mano que antes aferrara su pene, sobó sus pechos como si estuviera amasando pan con ellos. Alicia agarró aquel huérfano falo, moría por tenerlo dentro, aunque dudaba que le cupiera siquiera la mitad. No acababa de gustarle la idea de follar con Remi en esa situación, con la tía Julia de cuerpo presente, sentía que le estaba faltando el respeto y así se lo hizo saber a su primo. Remi ni le dejó terminar, unió su boca a la suya en un apasionado beso y no pudo articular ni una sola palabra más. Manoseó y besó sus pechos, reconoció su cuerpo rápidamente con ambas manos, saboreó el cuello de su prima y ambos se fundieron en una confusa y salvaje danza de manos, piernas, brazos y sexos, en la cual tenía un principal protagonismo aquella torre viril. Remi giró a su prima intentando buscar una buena postura de ataque, ante lo cual, para intentar mantener el equilibrio, ésta se inclinó en un lateral de la bañera, agarrándose a uno de los grifos mientras él comenzaba a levantarle las faldas, bajarle sus bragas y preparar la pista de lanzamiento hasta que por fin ensartó apresuradamente aquel tronco carnal. Alicia sintió cómo se abría su sexo igual que una flor en primavera, haciéndose a la nueva sensación de plenitud e inmensidad en su interior. El pene de Remi invadía por entero su sexo, peleaba para hacerse mayor sitio en cada embestida, luchando como un jabato por entrar plenamente. En cada empujón iba conquistando más y más terreno ante la sorpresa de su prima, que hacía unos segundos creía que jamás podría tener algo de semejantes dimensiones en sus entrañas. Alicia se aferraba con firmeza a los grifos de la bañera, su primo era un hombre enérgico y musculoso, demasiada fuerza y muy poco cerebro para controlarla. Remi continuó clavando el colosal instrumento una y otra vez hasta arrancar más de un que otro gemido a su prima, ora por placer ora por dolor en una explosiva y apasionante mezcla de sensaciones. El miembro de Remi, ganador victorioso de la batalla, salía en cada acometida más húmedo, más brillante, ¿cómo no iba a estarlo si un pequeño arroyuelo parecía fluir justamente de aquella derrotada fortaleza?

En ese álgido instante, la puerta del baño se abrió y una de las vecinas del pueblo, la Sole, que debía de tener ganas de evacuar, se encontró con la escena a cuatro patas que se estaba desarrollando en aquel lugar. Medio segundo duró su mirada, pero bastó para que fuera tan fulminante como un rayo. Cerró de malas maneras mientras farfullada algo en bajo y se santiguaba una y otra vez. Alicia, inundada por cierto sentimiento de culpa quiso incorporarse, sobre todo al escuchar a través de la puerta las palabras de aquella mujer malhumorada que les había pillado in fraganti: “¡menuda falta de respeto para el muerto!” A Remi el incidente ni le inmutó y sin mediar una palabra con su prima, impidió que ésta se levantara reanudando sus campestres embistes. Y uno tras otro diluyeron la imagen de Sole de la cabeza de Alicia hasta que desapareció, rindiéndose otra vez a su masculino mozo, momento en el cual fluyó la sangre en su cuerpo más apresuradamente hasta que inundó su sexo, dejándose ir a un universo de infinito placer. Fue tal la amalgama de sensaciones gozosas que se agolparon en su cuerpo que sin querer, olvidó lo que agarraba y salió de la alcachofa de la ducha un chorro a toda presión de agua que regó a ambos en el mismo instante en que Remi se vaciaba, llenando el sexo de su prima por completo de leche, muy buena leche, eso sí. Menos mal que aún seguía tomando la píldora, pensó Alicia, el optimismo no lo había perdido a pesar de la larga sequía que arrastraba.

Se recompusieron sus mojadas vestimentas y con cierta vergüenza, sobre todo por parte de Alicia, entraron en la habitación donde incesantes, seguían rezando aquellas enlutadas mujeres. Sole la miró como si hubiera entrado el mismísimo diablo, se levantó y acercándose a ella, le susurró al oído:

-Ya te puedes confesar antes de enterrar a tu tía, o todas las iras del infierno caerán sobre ti, ¡te lo juro por mis muertos!

Sole se marchó por fin al baño y Alicia no pudo evitar pensar en la maldición que le acababan de echar. No creía en el infierno ni en nada parecido, pero era extremadamente supersticiosa, así que no podía dejar de darle vueltas a lo que le había dicho aquella vieja bruja. Pasado un buen rato se levantó y se dirigió a la cocina para saciar su sed y aliviar el sofoco por el ejercicio realizado y cual fue su asombro cuando sorprendió en el salón a una de las plañideras metiéndose bajo el refajo, un jarrón de plata de su tía. Hizo como si no hubiera visto nada y se sirvió un poco de agua en un vaso de cristal traslúcido. Sólo al beber y ver que desaparecía aquella cuasi opacidad percibió que realmente aquel vaso era de fino cristal y que era el agua que corría por aquellas zonas la que resultaba peligrosamente turbia. Dejó el vaso con asco encima de la repisa preguntándose si aquel brebaje era realmente potable.

Por fin vino la empresa funeraria a recoger a la tía y Alicia aprovechó ese instante para dar un paseo por el pueblo. Dio unas cuantas vueltas, tanto al pueblo como a su cabeza. Dudaba si debía ir al confesionario y quitarse el peso de la maldición de una vez por todas, igual que hacía cuando reenviaba aquellos estúpidos correos electrónicos a decenas de personas para seguir las odiosas cadenas. Tras meditarlo unos minutos encaminó sus pasos a la Iglesia y entró en ella, estaba oscura y fría. Se acercó al único confesionario que había en el lugar pero allí no parecía haber nadie. Miró hacia el altar y vislumbró un hombrecillo con sotana colocando unas flores en un tarro de cristal. Caminó despacio hacia él, intentando no hacer demasiado ruido al pisar las viejas tablillas de madera de la tarima. Al ver al hombrecillo de cerca, se dio cuenta de que se trataba del padre Rodolfo, eterno párroco del lugar, casi con tantos años como la Iglesia donde daba sus misas. Le saludó y se presentó, refrescando su memoria ante la mirada de dudas del buen hombre. Por fin el padre Rodolfo recordó quien era, sonriendo complacido. De nuevo se vio envuelta en el mismo ritual: besos espesos y húmedos, preguntas indiscretas. ¿Cómo le iba a contar al padre Rodolfo lo que acababa de acontecer en casa de la fallecida? Hizo tiempo hablando con él de cosas intrascendentes hasta que por fin superó sus reparos y le comentó dicha posibilidad. El padre Rodolfo no le puso pega alguna, al contrario, estaba orgulloso y contento de que Alicia siguiera siendo una buena cristiana, así que se metieron ambos en el confesionario, estupidez supina, dado que allí no había ningún tipo de anonimato.

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida.

-Cuéntame hija.

-En fin, es que no sé como explicarle…

-Cuéntamelo todo, sentirás alivio.

-Bueno, pues… he llegado a casa de la tía Julia, he ido al baño y me encontrado a Remi llorando.

-Sigue hija.

-Bueno, que nos hemos dado una alegría, ya sabe.

-Normal, hace mucho tiempo que no le veías, es normal que sintáis alegría al veros de nuevo.

-No, no, algo más de alegría, ¿me entiende?

-Explícate hija.

-En fin, bueno, que nos hemos dado un revolcón…, en fin, que hemos hecho el amor…- añadió por fin. El volumen de sus palabras descendió hasta casi hacerlas inaudibles. El silencio del padre Rodolfo le hizo dudar sobre si le había escuchado realmente o no- ¿Padre?

-No tienes vergüenza alguna, hija mía. Tendrás que rezar mucho para eximir tus pecados y ya puedes ir pensando en formalizar tu relación con Remi. Es un buen chico aunque un poco bruto, estaría muy bien al lado de una mujer ahora que su madre ha fallecido. Y a ti te vendría muy bien sentar la cabeza, que a tu edad ya deberías procrear. ¡Madre mía, qué juventud ésta! De todas formas, cuéntame lo que ha pasado con todo detalle.

-Nos hemos abrazado, él lloraba, le he consolado, pero sentirle cerca ha sido demasiado, he caído a la tentación de la carne… (Y menudo trozo de carne pensó en silencio)

Alicia se explayó narrando el encuentro con su primo, estaba absorta en sus explicaciones, ensimismada describiendo todo tipo de detalles, pero su intuición le hizo aproximarse y curiosear a través de los pequeños agujeros del pequeño recinto que conformaba el confesionario: el padre Rodolfo tenía algo en la mano y no era precisamente un crucifijo. Intentó acercarse un poco más y creyó ver una pequeña colina en la sotana, ¿las palabras entrecortadas que animaban a seguir con su explicación eran fruto del cansancio típico de su vejez o al presunto calentón que le estaba provocando con su relato? Tenía que ser un espejismo provocado por el pestilente olor a boñiga que había en el pueblo y que se había apoderado de sus fosas nasales provocándole mareos repetidos. Las imágenes que le trasmitía su retina parecían difíciles de creer, pero…al fin y al cabo el padre Rodolfo era un hombre y ella había sido demasiado exhaustiva en sus descripciones.

Parecía la protagonista de una película surrealista. Se vio de lejos y no se reconoció: estaba de rodillas en un confesionario, sentía el semen bajando por sus piernas y realmente no se arrepentía de nada, es más, deseaba volver a tener sexo salvaje con su primo en una próxima ocasión. Todo esto mientras escuchaba sinsentidos de un cura de pueblo que encima parecía estar bastante más excitado que ella hace un rato. Y por fin, vio la luz…

-Gracias padre, lo tendré en cuenta, voy a volver a casa de la tía, a ver si puedo ayudar en algo. Reflexionaré sobre lo que me ha dicho.

Y allí dejó al padre Rodolfo, con la palabra en la boca y plantado mientras le daba apresuradamente la bendición. Alicia salió lo más aprisa que pudo de allí, miró su reloj y comprobó que quedaba poco para la hora del entierro.

Por fin enterraron a su tía, gracias a Dios, eso sí, y pudo despedirse de todos, esta vez desde lejos para evitar de nuevo aquellos terribles besos. Cogió su coche y salió como una exhalación de allí, no sin antes dejar claro a su primo que estaba a su disposición para lo que quisiera, aunque prefería como lugar de encuentro su anónima ciudad…


sábado, 24 de mayo de 2008

La nueva asistenta


Lamentaba profundamente que mi mujer quisiera despedir a Ángela, la asistenta que había llevado nuestra casa durante casi un lustro. Dolores se empecinó en echarla a pesar de que a mí no me parecía muy buena idea, estaba acostumbrado a verla por casa y la consideraba ya casi como de la familia, pero ella, cada vez más insatisfecha con su trabajo, arreciaba sus ataques contra ella y más de una vez asistí como espectador silencioso a las críticas y reproches que le lanzaba. Los años estaban cayendo sobre Ángela al mismo tiempo que su pereza aumentaba y la limpieza de la casa dejaba mucho que desear, según palabras textuales de mi mujer. Dolores me repetía la misma cantinela día tras día. El tema de la limpieza me dejaba indiferente, soy un hombre poco exigente y me conformo con unos mínimos estándar, pero sí me que me daba algo de pena que dejáramos sin más a aquella pobre mujer en la calle.

Mi mujer, alegre por haberse librado de Ángela, se encargó de inmediato de la selección de la nueva asistenta. Era ella la que había tenido la peregrina idea de echarla, así que no cabía duda de que era ella la que tendría que buscar una nueva que mereciera la pena.

Y la encontró antes de lo que yo creía. Aquel día yo llegaba relativamente pronto de trabajar, abrí la puerta de nuestra casa, saludé a gritos a mi mujer que se la oía de lejos en la planta de arriba charlando por teléfono con alguna de sus amigas y me precipité al sofá en busca de descanso. Agarré mi mando de la tele y busqué el programa más anodino que ponían en ese momento para no tener que utilizar ni una sola de mis agotadas neuronas.
-¿Desea usted algo, señor? –dijo bruscamente detrás de mí una envolvente y desconocida voz para mí.
Me di la vuelta sin decir una palabra y allí estaba: una despampanante mulata, plagada de hermosas curvas, volúmenes de pecado, ojos negros y suculentos labios teñidos de rojo tan carnosos estos, que dudaba que fueran reales.
-Soy la nueva asistenta, señor –aclaró ella antes de que me diera tiempo a preguntarle nada- Me llamo Roraima.
-Encantado Roraima-dije yo un poco contrariado-espero que estés a gusto en nuestra casa.

Una cosa estaba clara: o mi mujer se había vuelto completamente loca o quería probarme como marido fiel o simplemente yo era víctima de alucinaciones por culpa del estrés.

-¿Necesita algo, señor?- preguntó sonriendo.
Lo que más necesitaba en ese momento era aliviar el sofoco que tenía dentro de los pantalones, así que me conformé con una cerveza fría, no podía aspirar a nada de lo que mi lúbrica mente no paraba de imaginarse, y más cuando mi mujer bajaba en ese momento las escaleras en dirección al salón. Los tacones de Dolores sobre la escalera de mármol me avisaban de que debía volver irremediablemente a la realidad.

Mientras Roraima se dirigía a la cocina, mi mujer se sentó a mi lado y agarrando mi brazo a modo de confidente me preguntó en un susurro mi opinión sobre la nueva chica.
-Ni idea, aún no la he visto trabajar. Le daremos un voto de confianza.
-Me la ha recomendado mi amiga Milagros, dice que tiene experiencia y que es muy hacendosa. ¿Es muy mona, verdad? –preguntó mirándome de reojo.
-No sé, ni me había fijado-mentí yo-
No quise decir nada más, me sorprendía que mi mujer hubiera elegido como asistenta a una mujer que podría haber sido una brillante protagonista de una película porno y a la par me escamaba su decisión, no tengo ninguna duda de la inteligencia de Dolores, así que posiblemente quería cerciorarse de que la falta de apetito sexual que sufría yo por aquel entonces era algo generalizado y no se debía simplemente a una falta de pasión por ella.

Los días fueron pasando y yo no acababa de acostumbrarme a la presencia de Roraima. Mis momentos de paz y sosiego tras el duro trabajo terminaron con su llegada. Era incapaz de concentrarme en nada que no fuera ella, ni la televisión, ni la lectura del periódico, ni mis ratos de navegación por la red resultaban suficientes para sacarme de su embrujo.

Roraima era una provocación en estado puro. Aprovechaba justamente mi presencia en el salón para adecentarlo, pasar el polvo a los muebles, cepillar la tapicería del sofá, ordenar los libros de la librería. Ninguno de sus movimientos me parecían inocentes, más bien al contrario: eran coquetos e insinuantes. Se paseaba con el plumero moviendo sus caderas rítmicamente, se agachaba frente a mí simulando encontrar una pelusa y en más de una ocasión se olvidaba de abrochar alguno de los botones de las estrechas blusas que llevaba. Mi mujer, por otra parte, había acertado de pleno: era trabajadora e incansable. La casa jamás había tenido el aspecto impecable que ahora mostraba. Dolores además, había encontrado en Roraima más que una asistenta, una amiga. Conversaban animadamente entre ellas, se reían y yo creo que hasta se confesaban más de un secreto. Me asombraba que mi mujer intimara con una asistenta, siempre había mantenido una actitud fría y distante con todas ellas.

Lo mejor de todo es que la escasa vida sexual que tenía con mi esposa se activó. Yo estaba como un miura desatado que necesitaba descargar toda su fuerza sexual sobre una buena vaca en celo. Así que tras pasarme las tardes empalmado contemplando los quehaceres de Roraima, esperaba con ansiedad la noche para arrastrar a mi mujer a la cama y follarla salvajemente mientras mi imaginación volaba hacia el culo de Roraima. Dolores se sorprendió gratamente de esta nueva faceta mía, era raro el día que no le proponía tener sexo en los lugares más insospechados, algo inusual desde hacía mucho tiempo, pero me gustaba pensar que Roraima podía llegar a vernos, a la par que me excitaba que Dolores tuviera ciertos reparos en ser descubierta.

Roraima dormía al lado de la bodega, en un pequeño cuarto con aseo iluminado tenuemente por una estrecha ventana alargada situada en la parte superior de la pared frente a su cama, que yo había ordenado abrir cuando Ángela se vino a vivir con nosotros. A veces salía por la noche a pasear al perro por el jardín y disimuladamente me acercaba hasta su ventana, siempre cerrada por el miedo exacerbado que Roraima procesaba a los ratones. Desde que ella entró en la casa, aquella ventana, antes deslucida y opaca, lucía más transparente que nunca. El miedo a los ratones era uno de tantos miedos que ella tenía, como el miedo a dormir a oscuras. Dormía siempre con una pequeña lamparita que tenía en la mesilla que dejaba encendida toda la noche. Esa luz es la que me permitía ver su sueño nocturno. A veces adivinaba tras el cristal su cuerpo envuelto en la sábana. La tela se amoldaba a él como una segunda piel, se adentraba entre sus glúteos y su perfecta simetría me provocaba de inmediato una intensa erección.

Pasado un mes y superada la fase de prueba, mi mujer volvió a sorprenderme gratamente poniendo uniforme a Roraima. Nunca lo vistió ninguna de nuestras asistentas y a pesar de que sentía que mi mujer se estaba aburguesando demasiado por la época boyante que afortunadamente vivíamos, no le puse pega alguna, al contrario. No obstante, seguía pensando que mi mujer estaba perdiendo el juicio, el modelito que había elegido para vestirla era digno de una revista de lencería erótica o de cualquier cabaretera de los años 50. Un minifaldero vestido negro mostraba sus prietos muslos, su escote martilleaba en mi cabeza hasta casi volverme loco y aquel delantal blanco de encaje no era sino una muestra de lo que posiblemente llevaba como ropa interior.

Era tal la obsesión que comenzaba a tener por ella que me era imposible pensar en otra cosa que no fuera su cuerpo. Necesitaba pasar a la acción, no podía seguir en ese continuo estado de nervios sin probar el dulce sabor de su piel morena, morder aquellos tumultuosos labios y dejar que mis sueños más húmedos se convirtieran en realidad.

Dejé de mostrarme indiferente ante su presencia y me aproximé a ella en todos los sentidos: hablando más con ella, poniéndole mi mano en su hombro para alabar su trabajo, cogiendo su cintura para explicarle alguna ocurrencia mientras caminábamos. No parecía que se sintiera en modo alguno presionada por mí, ni siquiera la notaba incómoda, así que continué mi particular ataque tocando de vez en cuando su culo simulando colocarle la falda, palpando su pecho para quitarle una mota de polvo... Descubrí que mi trabajo me había hecho ser un hombre de enormes recursos, y que podía aprovecharlos para mi vida personal.

Fue una noche mientras mi mujer disfrutaba de un baño de sales cuando aproveché para bajar a la bodega y entré sin llamar a su cuarto. Roraima estaba desnudándose. Mi mirada de incontenible lujuria se cruzó un segundo con sus ojos de sorpresa, cogió su delantal de la cama y tapó de inmediato sus pechos desnudos.
-¡Disculpa, creí que no estabas!-mentí mientras memorizaba su cuerpo semi desnudo y me relamía con su piel morena.
-No se preocupe, no pasa nada señor... -dijo ella algo dudosa.
-Venía a arreglarte la lámpara del techo, me ha dicho mi mujer que parpadea la luz, ¿verdad?
-Sí señor. Últimamente falla cada vez más.

Entré en su habitación intentando que mi rostro mostrara la mayor cara de inocencia que podía simular, aparté la cama y me subí a la escalera ante su atenta mirada. Tras unos segundos se quitó, para mi sorpresa, el delantal que cubría sus pechos, dándome la espalda muy a mi pesar. La erección se hizo plena en ese momento, me apretaban los pantalones y la sangre de mi cuerpo bombeaba tan aprisa que la calentura tornaba hasta convertirse en verdadero mareo. Roraima de nuevo se dio la vuelta para contemplar mis torpes maniobras, jamás he sido un hacha del bricolaje, al contrario, no hay tarea que odie más. Roraima se comportaba como si no hubiera nadie más que ella en la habitación, bajándose lentamente sus bragas hasta que cayeron al suelo. Los cables se me estaban resistiendo y mis manos temblorosas por la excitación no atinaban a introducirlos en el casquillo. Pude ver de reojo su pubis, negro como el azabache, deseaba perderme en la noche que mostraba. Mientras seguía con el arreglo, Roraima caminó desnuda hasta la ducha, dejando la puerta del aseo abierta. Abrió el grifo y dejó que el agua cayera sobre su cuerpo, humedeciendo su pelo largo y rizado. El pequeño espejo del baño era mi confidente, mostrándome todos los movimientos de aquella bella mujer. Me sentía hipnotizado por su piel mojada. Vertió una pequeña dosis de gel en la palma de su mano derecha e impregnó con mimo su cuerpo con él, frotando su piel enérgicamente mientras el agua se teñía de espuma. Veía como resbalaba por sus pechos, quedando en sus pezones pequeñas manchas blancas que yo imaginaba que podría ser mi semen. Hubiera querido ser en ese momento yo la espuma y seguir el insinuante recorrido que hacía por su cuerpo, depositándose finalmente en su vello atizonado, cuya espesura ejercía de muro de contención. Veía mi semen haciéndose uno con su pubis, tiñendo de blanco aquella mata, refugio de mi fuente de placer. Mientras se enjuagaba, bajé de la escalera, pero no por miedo a caerme, sino por puro deseo y me acerqué hasta la ducha en su busca. Descorrí las puertas que la separaban de mí y agarrando su brazo la arrastré hasta su cama, haciendo caso omiso a sus súplicas.
-Pero señor... ¿Qué hace?

Yo estaba fuera de mí, no podía pensar, no me daba cuenta de lo que estaba haciendo, era mi ansiedad carnal la que decidía mis acciones. Abrí sus piernas, lamí el agua que cubría su piel hasta secarla con mi deseo, amasé sus pechos y me llevé ambos a la boca, era tal mi hambre que no me conformaba con uno. Roraima no daba muestras de rechazarme, tan sólo unos pequeños forcejeos que a mí me parecían algo teatrales. Empapé mi mano con su vello mojado y resbalé mis dedos por los confines del fin del mundo, que en este caso eran míos. Bajé la cremallera de mis pantalones y mi pene salió aliviado de su pequeño espacio. Estaba poseído por aquella mujer, mordí su cuello hasta conseguir retener en mis papilas su olor, estrujé sus glúteos con mis manos hasta que los sentí completamente míos, lamí sus negros pezones completamente endurecidos y la penetré sin poder aguantar ni un minuto más fuera de aquel paraíso de carne prieta y mojada. La embestí rápidamente, con fuerza e intensidad, pensando que quizás era la última ocasión de poder hacerlo, que de seguro le contaría todo a mi mujer y que la despediría, o peor aún, dado que cabía la posibilidad de que quien se marchara a la calle fuera yo. Pero en ese momento, todo eso quedaba muy lejos, mi única meta era poseerla, hacerla mi esclava, mi prisionera sexual, mi dulce criada sumisa, completamente mía. Empujé como si me fuera en ello la vida, con rapidez, sin tener en cuenta nada más que mi propia necesidad. Mis poros comenzaron a rezumar, mi respiración se hizo más agitada, comencé a sentir que mi miembro era comprimido rítmicamente y Roraima, para mi sorpresa, se desparramó en la cama exhausta cesando su tímida lucha contra mí, mientras yo sacaba y metía mi miembro en su sexo indiferente a sus cansinos ruegos, derramando inconteniblemente mi semen sobre su cuerpo moreno. Me deleité por unos segundos contemplando su pelvis teñida de blanco gracias a mí y me levanté.

Salí de inmediato de su habitación no sin antes haberme pegado una pequeña ducha para no ser descubierto por el sensible olfato de mi mujer. Ahora es cuando empezaba a tener remordimientos por el mal cometido. Roraima no me dijo ni una sola palabra tras el sexo, quedó tendida sobre su lecho con las piernas abiertas sin ni siquiera mirarme. No podía saber lo que estaba pensando, pero no tenía que ser nada bueno.

Pero por fortuna mi mujer no llegó a sospechar nada y Roraima, quizás por miedo a ser despedida, no había comentado nada del asunto, así que yo, tranquilo sabiendo que estaba a salvo, me convertí a partir de ese día en mis horas libres en un acosador casero.
-Pero que culito tan rico tienes-le decía mientras metía mi mano por debajo de sus bragas y le achuchaba su trasero empujando su cuerpo contra la encimera de la cocina.
-¡Señor, por favor!- Decía ella algo contrariada.

Aprovechaba cualquier ocasión para meterle mano en el sentido más amplio de la palabra: si ella estaba pasando el polvo a la barandilla, yo me acercaba por detrás y bajando sus bragas, me apretaba a ella para que sintiera mi miembro erecto entre sus nalgas. Si se encontraba en el suelo dando blanco a las hiendas de las losetas, agarraba sus pechos y hacía que se levantara hasta poder lamer su cuello dorado. A pesar de que mi intención era ir más allá, ella no me daba ninguna ocasión para hacerlo: cerraba su cuarto a cal y canto y evitaba las ocasiones en las que mi mujer estaba fuera de casa para acercarse a mí. Así que mi calentura aumentó tanto, que mis sesiones de sexo con mi mujer experimentaron un nuevo renacer para alegría de ésta, que siempre ha sido una mujer fogosa y nunca ha llevado bien mi recurrente falta de deseo.

Lo cierto es que Roraima se iba alejando de mí al mismo tiempo que se acercaba a mi esposa. La relación amigable que mantenían se estaba convirtiendo en algo más íntimo, aumentaron los cuchicheos entre ellas y el tiempo que pasaban juntas. Sentí que era el tema de algunas de sus conversaciones e incluso en más de una ocasión, creí ver como mi mujer se acercaba a ella de la misma manera que lo hacía yo. ¿Mi mujer se sentía atraída sexualmente por el sexo femenino? ¿Sería acaso bisexual y yo no me había dado cuenta nunca de ello?

La relación entre ambas despertó en mí un nuevo sentimiento: el de los celos. Sentía envidia de su intimidad, de no ser el confidente de Roraima, de que no se probara ante mí los vestidos que mi mujer le regalaba. Era una obsesión, un temor a ser el tercero en discordia y a que mi bella mulata no me tuviera en cuenta para nada.

Si bien es cierto que no me podía quejar de no ser atendido por ella, me resultaban ciertamente escasos aquellos momentos y por ende, el tiempo que pasaba junto a mi mujer se me hacía excesivamente pesado y largo. Me frustraba no saber qué hacían en el dormitorio de mi mujer, siempre con la puerta cerrada a cal y canto. Eran momentos de intensa desesperación que conseguí aliviar con un nuevo entretenimiento: el espionaje.

Fue así como un día escuché entre mi mujer y Roraima una extraña conversación que me dejó algo confuso y preocupado.
-¿Qué tal va todo Roraima? ¿Lo ha vuelto a hacer?
-No señora, aunque lo intenta.
-Ya sabes lo que tienes que hacer, del resto ya me encargo yo.
-Claro que sí, señora, no dudé que lo haré...

Reflexioné sobre la misteriosa conversación de las mujeres que habitaban mi casa. No sabía a qué atenerme. O era víctima de un complot entre ambas para eliminarme y quedarse a solas o, pensando desde un punto de vista más positivo, mi mujer la había contratado no sólo para tareas domésticas, sino también para darme una alegría y de paso aumentar mi lastimada libido. La primera posibilidad, aparte de ponerme los pelos de punta, me llenaba de congoja. Confiaba en mi mujer y creía conocerla bien como para considerarla capaz de cometer un asesinato. Prefería pensar que la segunda posibilidad era la acertada.

La respuesta a mis dudas e interrogantes llegó una tarde al volver del trabajo a una hora más bien temprana. Subí las escaleras un poco escamado al no ver a Roraima en el piso de abajo haciendo sus labores. El silencio absoluto que había en la casa era algo escamante. La puerta del dormitorio de mi mujer estaba cerrada y un extraño sentimiento de que algo ocurría me invadió. Abrí la puerta con cuidado intentando hacer el mínimo ruido posible y la escena que contemplé no podía decir que me sorprendiera, me resultaba, a la par que chocante, tremendamente morbosa y excitante.
-¿Quieres que te hagamos un hueco?-dijo Dolores entre jadeos.

Tiré la chaqueta del traje al suelo, me aflojé la corbata y me dispuse a vivir lo que parecía ser una nueva y maravillosa etapa de mi vida…


jueves, 15 de mayo de 2008

Mi dulce panadera


Cada mañana, antes de que el sol se pusiera en el horizonte, yo me acercaba a comprar hasta allí. Me gustaba saborear en mi boca de camino al trabajo un trozo de aquel pan recién hecho, escuchar el crujiente sonido que hacía al cortarlo con mis dedos, sentir como se derretía gracias a mi saliva. Era mi “buenos días” particular, la forma perfecta de comenzar una nueva jornada y saber que el rutinario devenir de los días me hacía simplemente feliz. De alguna manera, comer su pan era como abrazarla a ella, me excitaba la idea de pensar que antes había trabajado con sus finas manos la masa, que con mimo había moldeado su forma y que tras el horneado, lo había depositado con sumo cuidado en las gigantes cestas de mimbre donde los apilaba verticalmente.

El olor de su pan se olía en la distancia, emanaba una cálida fragancia del pequeño local que inundaba toda la calle desde su comienzo. Adoraba percibir desde lejos aquel maravilloso aroma. A medida que me aproximaba, sentía mi corazón bombear con más fuerza, advirtiendo que de nuevo volvería a estar a su lado a menos de un metro y mis pulmones se embriagarían con su esencia.

Me gustaba verla sonreír al entrar en su tienda. El horno encendido provocaba en la panadería una elevada temperatura, la misma que comenzaba a sentir yo nada más oír su voz, dulce, melodiosa y envolvente. Todo de ella me atraía, no era en absoluto una mujer de curvas pronunciadas, ni siquiera sus pechos eran grandes y carnosos, sus caderas eran tan sólo una leve curva en su camino y sus pechos, un recuerdo adolescente. Siempre llevaba un vestido azul claro de algodón, de manga corta, muy permisivo en cuanto a la visión que regalaba de sus piernas. Me gustaban, tenían el color de la corteza de su pan pero seguramente, la suavidad de su miga.

Nada más entrar y verla, notaba cómo me excitaba sin que nada pudiera impedirlo. Quería tocarla, sentir su piel, rozar sus labios con los míos y que fuera mía, aunque tan sólo fuera por unos instantes. La deseaba ardientemente. Me intrigaba su forma de mirarme, yo diría que pecaba de íntima y provocadora, o quizás ese era mi deseo.

Cuando salía de allí y los primeros rayos de sol comenzaban a acariciar la fachada de los edificios, me sentía feliz por haberla visto de nuevo. Era entonces cuando saboreaba su recuerdo con el pan que acababa de comprarle. Era un ritual. Mis dedos cogían un pequeño trozo de pan y mi boca, rezumante de flujos salivares, esperaba con impaciencia a tenerlo en su interior. Lo saboreaba con lentitud, le daba vueltas con mi lengua intentando imaginarme que era ella a la que degustaba. Su imagen aparecía en la calle, como incitándome a llegar hasta ella, despojarle con suma suavidad de su vestido y ver su pálida desnudez. Sus puntiagudos pezones eran prueba evidente de que no llevaba sostén, quizás nunca, dado su pequeño tamaño. A mí me daba igual, incluso mejor, me imaginaba disfrutando de uno de sus pechos dentro de mi boca, me veía succionando sus pezones, cosquilleando su piel hasta hacer que se derritiera por fin entre mis brazos. Lucía, que así se llamaba ella, permanecía en mi pensamiento el resto de la jornada y entre mis sábanas volvía a sentir la ansiedad por no tenerla a mi lado. Me acariciaba pensando que era ella la que lo hacía, me daba placer, imaginándome a ella haciéndolo. Quizás era una obsesión imposible de convertir en realidad, pero era mi dulce obsesión y con ella me gustaba vivir.

Era peor cuando su marido la acompañaba por las mañanas. Su sonrisa era más forzada, sus movimientos algo más bruscos y nerviosos. No me gustaba aquel hombre de gesto duro, barriga pronunciada y repugnante olor. La panadería sufría una transformación, parecía haber perdido la magia e incluso el pan sufría una triste mutación, lo sentía más gomoso y falto de sabor. No sé porque estaba con él, nada tenían que ver el uno con el otro. De acuerdo, los celos podían conmigo, no era mía sino suya.

Aquella mañana cuando entré en la panadería me encontré con que ambos estaban en medio de una discusión. Él gritaba con fuerza y justo en ese instante, la zarandeaba ante los ruegos de ella, que quería que la dejara en paz. Al verme llegar, me miró con desprecio, cogió su chaqueta y marchó del lugar dando un terrible portazo. Lucía me miró, tenía los ojos brillantes y sentí que me pedía a gritos que me acercara a ella a consolarla. Y lo hice. Me puse al otro lado del mostrador y mirándola con ternura, la abracé. Era un sueño hecho realidad, o quizás eran alucinaciones de mi imaginación. Acaricié sus brazos, le di un beso en su mejilla, y la estreché fuertemente. Ella no se apartó de mí, al contrario, sentí sus manos recorriendo mi cuerpo con curiosidad aunque con inquietud, nuestros cuerpos pegados compartiendo un mismo calor provocaron mi excitación y su respiración entrecortada, era muestra de que también la suya. Me atreví a acariciar sus muslos, a elevar ligeramente su vestido y tocar sus nalgas. Tenía razón, no llevaba ropa interior. Me gustó descubrir la forma de sus glúteos, como dos hogazas horneadas para ser degustadas hasta la plenitud. Descubrí la raja que dividía aquellos dos panes y me aventuré a pasear mi dedo por ella. Sus jadeos se hicieron más continuos. Sé que tenía miedo por lo que estaba haciendo, que era la primera vez, pero por otra parte, intuía que confiaba en mí. Seguí lentamente abriendo aquel regalo matutino. Mi mano continuó su viaje hasta su pubis, lo cubría una fina pelusilla. Lo mimé, lo rocé ligeramente mientras miraba sus ojos, los había cerrado y estaba más bella que nunca. Abrió sus piernas para mostrarme el camino, mi mano lo recorrió con cierto temblor, era una delicada joya entre mis dedos. Abrí sus puertas y me adentré en su interior. Oprimió mis dedos mientras elevaba el tono de sus gemidos. Comencé a mover mi mano rítmicamente, haciendo que mis dedos salieran rozando su clítoris, lo sentí inflamado y ardiente. Ella seguía de cerca mis pasos, aprendiendo a despojarse de sus ataduras. Nos quitamos la ropa mientras seguíamos conociéndonos. Era fácil hacerlo tras haber descubierto que teníamos los mismos deseos. Hice que se sentara en el mostrador, me arrodillé en el suelo y dejé que mi boca degustara lo que tanto necesitaba. Lamí su vulva, metí mi lengua en punta en su sexo, jugueteé con mis labios, mordisqueé con dulzura su clítoris. Sabía a su pan, a la levadura que echaba para que éste fermentara. Ella ya no gemía, gritaba de placer, tensaba mis cabellos y yo de rodillas, saciaba mi apetito. Sus rítmicos espasmos se sellaron en mi boca. Me levanté, su rostro reflejaba incredulidad por su atrevimiento, pero a la par sus ojos me decían que se sentía bien. También sus manos se expresaron, parecía sentirse cada vez más libre para moverse. Acarició mis brazos, beso mis pechos, lamió mi ombligo y se acercó hasta mi sexo, húmedo y suplicante de alivio. Acercó su mano y con algo de timidez, lo rozó, acarició mi vello, frotó ligeramente mis labios mayores y metió sus dedos en mi interior. Cogió uno de mis pechos con su mano, mientras masturbaba mi sexo hasta conducirme directamente al paraíso.

Ambas descansamos abrazadas y desnudas sobre el mostrador. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no habíamos cerrado la puerta y cualquiera que hubiera venido nos habría visto. Para mí en esos instantes el resto del mundo carecía de importancia.

Salí de allí con mi barra de pan, como cada día. Mordisqueé un pequeño trozo y sonreí. El sabor del pan se había mezclado con el aroma que aún conservaba de su sexo y me pareció la mezcla más maravillosa del mundo. Caminé apresuradamente al trabajo, era tarde, pero nada me importaba más que volver de nuevo al día siguiente al lado de Lucía.

En ese momento me sentía la mujer más feliz del mundo.


sábado, 3 de mayo de 2008

Tisana Voyeur (Por Margarita Ventura)

De nuevo Margarita Ventura nos trae un sugerente relato. No podreis permanecer ajenos a la amalgama de sensaciones, colores y sabores que tan perfectamente describe en la historia que nos propone. "Tisana Voyeur" ha sido además ganador del 2º premio del conocido concurso "Sexo para leer" organizado por la revista Urbe Biquini. Enhorabuena Margarita!
A los que aún no conocéis los relatos de Margarita os invito a que leáis el resto de los publicados en el blog y que podréis encontrar en una de las secciones de la parte lateral de la página. Besos.


Las empleadas de la Frutería La Tisana se divertían fantaseando sobre la vida de sus clientes, según cómo lucían o el tipo de mercancía que compraban.

De la señora Gordons, por ejemplo –la bautizaron así porque pesaba como 150 kilos- suponían que era una estreñida, pues siempre compraba lechosas, tamarindos y uvas pasas. Don Paquito –mote dado por el “paquete” que se insinuaba a través de sus pantalones- iba por pepinos, plátanos y berenjenas. Lo imaginaban entonces como un multifacético amante homosexual.

La Tisana estaba llena de historias y fantasías sobre gente común. Una de ellas fue protagonizada por la hermosa Manuela, encargada de acomodar las frutas en los anaqueles y ayudar a los clientes con sus compras. El dueño la contrató por su trato amable y su rostro como iluminado desde adentro.

Hace algunas semanas comenzó a ir a La Tisana un cliente al que apodaron Mister Mistery. Alto y atlético, llegaba cada jueves por la mañana, ataviado de negro y con unos lentes oscurísimos que no se quitaba jamás, lo que ponía a las chicas muy nerviosas, pues nunca sabían cuándo las estaba mirando.

Con el paso de las semanas Manuela llegaba cada jueves más arreglada de lo usual, con el cabello recién lavado y recogido en una horquilla de carey, rubor en las mejillas y ropa dominguera que, aún semi tapada por el delantal de trabajo, se notaba recién planchada y especialmente combinada.

Mistery la saludaba con un “buenos días” largo y pegajoso, y Manuela le contestaba con uno corto y ahogado en su propia respiración. Esos buenos días le decían cosas prohibidas, a juzgar por los colores que se le subían al rostro y la hiperventilación que le producía la proximidad de aquel cuerpo magro y varonil.

Aunque su trabajo era atender a los clientes, intentaba evitar a Mistery manteniendo una prudente distancia. Él pasaba horas escogiendo meticulosamente la mercancía. Sus manos fuertes acariciaban de manera particular cada fruta antes de decidir meterla en el canasto. Sopesaba los melones, uno en cada mano, y a Manuela se le antojaba imaginarlo haciendo lo mismo con sus pechos. Olfateaba los nísperos y a Manuela se le erizaba la piel detrás del cuello imaginando ser uno de ellos, absorbida entera por la pituitaria de aquel extraño comprador. Agitaba un coco para verificar si tenía agua dentro, mientras las entrañas de Manuela se sofocaban, haciéndose ella agua para calmar su íntimo ardor.

Aunque Mistery sonreía a ratos, seguía siendo un hombre oscuro y enigmático. Se sabía poco de él, pero mucho menos al no conocer su mirada. ¡Si tan sólo hubieran podido quitarle alguna vez aquellos lentes oscuros! Ver si sus ojos eran negros, verdes o azules, si tenían muestras de haberle sonreído a la vida, o si por el contrario le circundaban aros violáceos, producto de insomnios y atormentados pensamientos.

El jueves antepasado, a la misma hora y con el mismo atuendo, comenzó el paseíllo de Mistery y la contradanza de Manuela buscando distancia. Pero como en un juego de ajedrez, esta vez el cliente movió magistralmente las piezas, para acorralar a Manuela contra la puerta batiente del almacén. Irremediablemente tuvo que empujarla y entrar.

Mistery la siguió con pasos lentos y relajados; la sonrisa volvía a aparecer en el rostro de aquel atractivísimo hombre. La respiración de Manuela se hacía ridículamente fuerte; del escote de su vestido de tirantes, se asomaban intermitentes sus pechos como un par de granadas a punto de estallar.

Mistery encontró unas uvas rojas importadas de Chile, inmensas y jugosas. Arrancó una del racimo a su alcance y la colocó entre las dos filas de blancos dientes de la chica. “Muérdela para mí”, le dijo, al tiempo que Manuela se sobresaltaba por escuchar tan cerca la voz de aquel hombre. Era una voz honda, empalagosa, tal como la había imaginado tantos jueves en la noche al llegar a su casa y masturbarse pensando en él.

-Muérdela para mí –repitió- y Manuela obedeció jadeando, partiendo por la mitad aquella fruta viva y entregándosela en su boca tibia y mentolada. Mistery masticó el manjar ofrendado y escupió sobre ella las semillas, como diminutos balines vegetales que la herían de puro placer.

Inmediatamente encontró un manojo de albahaca, que trituró sin compasión, llenando el recinto del aroma conocido de los guisos de la abuela. Las diminutas hojas machacadas rodaron por los hombros y brazos de Manuela, también por su escote entreabierto, colándose algunas entre el nacimiento de sus redondos pechos.

Mistery se acercó al cuello de Manuela para percibir el aroma limpio de su cabello y aspirar profundamente su olor almizclado de mujer en celo, de cervatillo asustado, pero sobre todo, excitado.

Mientras se alimentaba con su aroma, como un macho en su ritual de apareamiento, Manuela buscaba el equilibrio ante el mareo colosal que le producía aquel hombre. Se sostuvo como pudo de una caja de ciruelas que segundos más tarde aplastaba con sus brazos, sus codos, su espalda, cediendo ante el empuje de Mistery sobre ella, que la olfateaba y la lamía ya por todas partes. El delantal había desaparecido y los tirantes del vestido ahora colgaban inertes más abajo de sus pechos, que se mostraban francos, rotundos y firmes como melones chinos. Los pezones rugosos y purpúreos, semejaban un par de frambuesas que Mistery degustaba con la punta de la lengua, tanteando sus múltiples drupas.

Pronto se encontró Manuela totalmente desnuda sobre el frío acero de la mesa de trabajo. Al suelo habían ido a parar cajas con kiwis, mandarinas y fresas. Mistery, aún total e impecablemente vestido, recorría ese cuerpo tan femenino, palpando sin apuros sus prominencias y depresiones, adentrándose de a poco en su intrincado vello púbico, mientras Manuela se retorcía de placer.

Mientras una mano acariciaba el pubis de Manuela, la otra buscaba en el suelo alguna fruta. Encontró una mandarina, la peló con los dientes, separó los muslos de Manuela y tocó por primera vez su rojo y henchido clítoris, para luego exprimir de un sólo apretón el cítrico jugo que se derramó por entre los labios latentes de su sexo. Manuela no sabía si le incomodaba o le gustaba aquél ardor, pero definitivamente quería más.

Buscó entre las repisas algo más con qué jugar y encontró un pepino grueso y rugoso. Lo acercó a la boca de Manuela, para que ella misma lo lubricara con su escasa y espesa saliva; recorrió con él su vientre liso para finalmente penetrarla bruscamente, sin avisos, y sin piedad. El orgasmo de Manuela se evidenció en el arqueo poseso de su espalda, una mueca de sonrisa y una mirada blanca maravillada por lo que sus ojos veían dentro de si misma.

Bajando apenas del cielo, avanzaron por del estropicio de frutas derramadas hasta el inmenso frigorífico donde se guardan las “joyas de la corona”. Manzanas, peras y melocotones, reposaban sobre cajas de cartón armado y papel de seda, semejando rubíes, esmeraldas y topacios en la bóveda de una joyería.

Mistery entronizó a Manuela inclinándola sobre aquellas gemas para penetrarla hasta el alma con su falo paciente y experimentado. Manuela tenía la piel erizada y podía ver el humo blanco que salía de su boca con cada exhalación. Temblaba por el frío, pero también por un placer infinito que convertía aquel frigorífico en un palacio real.

Otro orgasmo de ella sirvió de acompañante para la vaciada de él sobre sus nalgas tensas y sus piernas aún tiritando. Como leche de coco, Mistery le entregó su esperma con un corto y gutural gemido que marcó el final de la faena.

Recuperado a medias el aliento y con los labios morados como ciruelas, Manuela dijo entre dientes: “Antes de irte quiero ver tus ojos”. Mistery sonrió de nuevo y negó con la cabeza. Manuela se acercó pisando algunos mangos. “Por favor... por favor”, suplicó, mientras con sus propias manos temblorosas tomó los lentes oscuros y los retiró lentamente del rostro de su amante.

Se encontró con unos lagos negrísimos y muertos; opacos, sin pupilas, ni luz, que miraban todo y al mismo tiempo nada. No la miraban a ella, que buscaba sin éxito el fuego helado que minutos antes habían compartido.

- Soy ciego de nacimiento, dijo tranquilamente Mistery. Pero te he visto mucho más adentro, más profundo y más completo que todas las personas que has conocido en tu vida. He sentido tu aroma mezclado entre las frutas, he intuido tu deseo y he vislumbrado tus fantasías conmigo. Supe quién eras desde el primer momento y vine cada jueves por ti. Espero no haberte defraudado, agregó luego de una pausa infinita.

Manuela no pudo articular ni una sola palabra. Se quedó atónita mirando cómo aquel hombre que la había cautivado sin verla, daba media vuelta y salía del almacén para no volver jamás. Permaneció quieta por horas, pasando el vaporón de semejante escena y preguntándose al tiempo, quién de los dos había visto más...

Yo también lo vi desde mi oficina, a través del circuito cerrado del local...

Por Margarita Ventura.