sábado, 3 de mayo de 2008

Tisana Voyeur (Por Margarita Ventura)

De nuevo Margarita Ventura nos trae un sugerente relato. No podreis permanecer ajenos a la amalgama de sensaciones, colores y sabores que tan perfectamente describe en la historia que nos propone. "Tisana Voyeur" ha sido además ganador del 2º premio del conocido concurso "Sexo para leer" organizado por la revista Urbe Biquini. Enhorabuena Margarita!
A los que aún no conocéis los relatos de Margarita os invito a que leáis el resto de los publicados en el blog y que podréis encontrar en una de las secciones de la parte lateral de la página. Besos.


Las empleadas de la Frutería La Tisana se divertían fantaseando sobre la vida de sus clientes, según cómo lucían o el tipo de mercancía que compraban.

De la señora Gordons, por ejemplo –la bautizaron así porque pesaba como 150 kilos- suponían que era una estreñida, pues siempre compraba lechosas, tamarindos y uvas pasas. Don Paquito –mote dado por el “paquete” que se insinuaba a través de sus pantalones- iba por pepinos, plátanos y berenjenas. Lo imaginaban entonces como un multifacético amante homosexual.

La Tisana estaba llena de historias y fantasías sobre gente común. Una de ellas fue protagonizada por la hermosa Manuela, encargada de acomodar las frutas en los anaqueles y ayudar a los clientes con sus compras. El dueño la contrató por su trato amable y su rostro como iluminado desde adentro.

Hace algunas semanas comenzó a ir a La Tisana un cliente al que apodaron Mister Mistery. Alto y atlético, llegaba cada jueves por la mañana, ataviado de negro y con unos lentes oscurísimos que no se quitaba jamás, lo que ponía a las chicas muy nerviosas, pues nunca sabían cuándo las estaba mirando.

Con el paso de las semanas Manuela llegaba cada jueves más arreglada de lo usual, con el cabello recién lavado y recogido en una horquilla de carey, rubor en las mejillas y ropa dominguera que, aún semi tapada por el delantal de trabajo, se notaba recién planchada y especialmente combinada.

Mistery la saludaba con un “buenos días” largo y pegajoso, y Manuela le contestaba con uno corto y ahogado en su propia respiración. Esos buenos días le decían cosas prohibidas, a juzgar por los colores que se le subían al rostro y la hiperventilación que le producía la proximidad de aquel cuerpo magro y varonil.

Aunque su trabajo era atender a los clientes, intentaba evitar a Mistery manteniendo una prudente distancia. Él pasaba horas escogiendo meticulosamente la mercancía. Sus manos fuertes acariciaban de manera particular cada fruta antes de decidir meterla en el canasto. Sopesaba los melones, uno en cada mano, y a Manuela se le antojaba imaginarlo haciendo lo mismo con sus pechos. Olfateaba los nísperos y a Manuela se le erizaba la piel detrás del cuello imaginando ser uno de ellos, absorbida entera por la pituitaria de aquel extraño comprador. Agitaba un coco para verificar si tenía agua dentro, mientras las entrañas de Manuela se sofocaban, haciéndose ella agua para calmar su íntimo ardor.

Aunque Mistery sonreía a ratos, seguía siendo un hombre oscuro y enigmático. Se sabía poco de él, pero mucho menos al no conocer su mirada. ¡Si tan sólo hubieran podido quitarle alguna vez aquellos lentes oscuros! Ver si sus ojos eran negros, verdes o azules, si tenían muestras de haberle sonreído a la vida, o si por el contrario le circundaban aros violáceos, producto de insomnios y atormentados pensamientos.

El jueves antepasado, a la misma hora y con el mismo atuendo, comenzó el paseíllo de Mistery y la contradanza de Manuela buscando distancia. Pero como en un juego de ajedrez, esta vez el cliente movió magistralmente las piezas, para acorralar a Manuela contra la puerta batiente del almacén. Irremediablemente tuvo que empujarla y entrar.

Mistery la siguió con pasos lentos y relajados; la sonrisa volvía a aparecer en el rostro de aquel atractivísimo hombre. La respiración de Manuela se hacía ridículamente fuerte; del escote de su vestido de tirantes, se asomaban intermitentes sus pechos como un par de granadas a punto de estallar.

Mistery encontró unas uvas rojas importadas de Chile, inmensas y jugosas. Arrancó una del racimo a su alcance y la colocó entre las dos filas de blancos dientes de la chica. “Muérdela para mí”, le dijo, al tiempo que Manuela se sobresaltaba por escuchar tan cerca la voz de aquel hombre. Era una voz honda, empalagosa, tal como la había imaginado tantos jueves en la noche al llegar a su casa y masturbarse pensando en él.

-Muérdela para mí –repitió- y Manuela obedeció jadeando, partiendo por la mitad aquella fruta viva y entregándosela en su boca tibia y mentolada. Mistery masticó el manjar ofrendado y escupió sobre ella las semillas, como diminutos balines vegetales que la herían de puro placer.

Inmediatamente encontró un manojo de albahaca, que trituró sin compasión, llenando el recinto del aroma conocido de los guisos de la abuela. Las diminutas hojas machacadas rodaron por los hombros y brazos de Manuela, también por su escote entreabierto, colándose algunas entre el nacimiento de sus redondos pechos.

Mistery se acercó al cuello de Manuela para percibir el aroma limpio de su cabello y aspirar profundamente su olor almizclado de mujer en celo, de cervatillo asustado, pero sobre todo, excitado.

Mientras se alimentaba con su aroma, como un macho en su ritual de apareamiento, Manuela buscaba el equilibrio ante el mareo colosal que le producía aquel hombre. Se sostuvo como pudo de una caja de ciruelas que segundos más tarde aplastaba con sus brazos, sus codos, su espalda, cediendo ante el empuje de Mistery sobre ella, que la olfateaba y la lamía ya por todas partes. El delantal había desaparecido y los tirantes del vestido ahora colgaban inertes más abajo de sus pechos, que se mostraban francos, rotundos y firmes como melones chinos. Los pezones rugosos y purpúreos, semejaban un par de frambuesas que Mistery degustaba con la punta de la lengua, tanteando sus múltiples drupas.

Pronto se encontró Manuela totalmente desnuda sobre el frío acero de la mesa de trabajo. Al suelo habían ido a parar cajas con kiwis, mandarinas y fresas. Mistery, aún total e impecablemente vestido, recorría ese cuerpo tan femenino, palpando sin apuros sus prominencias y depresiones, adentrándose de a poco en su intrincado vello púbico, mientras Manuela se retorcía de placer.

Mientras una mano acariciaba el pubis de Manuela, la otra buscaba en el suelo alguna fruta. Encontró una mandarina, la peló con los dientes, separó los muslos de Manuela y tocó por primera vez su rojo y henchido clítoris, para luego exprimir de un sólo apretón el cítrico jugo que se derramó por entre los labios latentes de su sexo. Manuela no sabía si le incomodaba o le gustaba aquél ardor, pero definitivamente quería más.

Buscó entre las repisas algo más con qué jugar y encontró un pepino grueso y rugoso. Lo acercó a la boca de Manuela, para que ella misma lo lubricara con su escasa y espesa saliva; recorrió con él su vientre liso para finalmente penetrarla bruscamente, sin avisos, y sin piedad. El orgasmo de Manuela se evidenció en el arqueo poseso de su espalda, una mueca de sonrisa y una mirada blanca maravillada por lo que sus ojos veían dentro de si misma.

Bajando apenas del cielo, avanzaron por del estropicio de frutas derramadas hasta el inmenso frigorífico donde se guardan las “joyas de la corona”. Manzanas, peras y melocotones, reposaban sobre cajas de cartón armado y papel de seda, semejando rubíes, esmeraldas y topacios en la bóveda de una joyería.

Mistery entronizó a Manuela inclinándola sobre aquellas gemas para penetrarla hasta el alma con su falo paciente y experimentado. Manuela tenía la piel erizada y podía ver el humo blanco que salía de su boca con cada exhalación. Temblaba por el frío, pero también por un placer infinito que convertía aquel frigorífico en un palacio real.

Otro orgasmo de ella sirvió de acompañante para la vaciada de él sobre sus nalgas tensas y sus piernas aún tiritando. Como leche de coco, Mistery le entregó su esperma con un corto y gutural gemido que marcó el final de la faena.

Recuperado a medias el aliento y con los labios morados como ciruelas, Manuela dijo entre dientes: “Antes de irte quiero ver tus ojos”. Mistery sonrió de nuevo y negó con la cabeza. Manuela se acercó pisando algunos mangos. “Por favor... por favor”, suplicó, mientras con sus propias manos temblorosas tomó los lentes oscuros y los retiró lentamente del rostro de su amante.

Se encontró con unos lagos negrísimos y muertos; opacos, sin pupilas, ni luz, que miraban todo y al mismo tiempo nada. No la miraban a ella, que buscaba sin éxito el fuego helado que minutos antes habían compartido.

- Soy ciego de nacimiento, dijo tranquilamente Mistery. Pero te he visto mucho más adentro, más profundo y más completo que todas las personas que has conocido en tu vida. He sentido tu aroma mezclado entre las frutas, he intuido tu deseo y he vislumbrado tus fantasías conmigo. Supe quién eras desde el primer momento y vine cada jueves por ti. Espero no haberte defraudado, agregó luego de una pausa infinita.

Manuela no pudo articular ni una sola palabra. Se quedó atónita mirando cómo aquel hombre que la había cautivado sin verla, daba media vuelta y salía del almacén para no volver jamás. Permaneció quieta por horas, pasando el vaporón de semejante escena y preguntándose al tiempo, quién de los dos había visto más...

Yo también lo vi desde mi oficina, a través del circuito cerrado del local...

Por Margarita Ventura.





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