miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los deberes de Mario X: Cena para tres

Cuando Alicia recibió la llamada de Mario explicándole que esa noche serían tres para cenar y no dos se quedó muy intrigada. Mario jamás le había presentado a ninguno de sus amigos, y le resultaba muy extraño que se arriesgara a dar a conocer la relación que ambos tenían y que intentaban permanecer oculta a toda costa. Mario había sido parco en palabras y no le había dado más explicaciones. Alicia pensó que para una noche que su pareja estaba fuera de la ciudad por motivos de trabajo y podía disfrutar de Mario en su casa con más tranquilidad que en otras ocasiones, no le hacía ninguna gracia tener una cena formal con alguien más. A pesar de todo, Alicia se esmeró en la cena, preparándola con antelación para disponer de más tiempo para prepararse convenientemente. En el baño, depiló su pubis con mimo, dejando tan sólo una estrecha franja de vello que guarecía la entrada a su sexo. Le encantaba sorprender a su amante con nueva lencería y para aquella noche se había comprado un sensual corpiño de delicado encaje color azabache. Observó el curioso remate en forma de espiral que unía las copas del sostén, lo acercó a su rostro y percibió la dulce fragancia que emanaba de él, olía a nuevo y le gustó. Se desnudó, y cogiendo una a una las prendas que esa noche vestiría se las fue poniendo lentamente. Observó en el espejo del dormitorio la diminuta tanga cubriendo con tacañería sus nalgas y la rozó mientras imaginaba el cuerpo de Mario sobre ella. El corpiño fue más costoso de poner, los dichosos corchetes se resistían y tuvo que aguantar la respiración una y otra vez para poder abrocharlos. Era sumamente estrecho y apenas podía respirar sin dificultad, pero su cuerpo lucía más insinuante que nunca. Aquella intensa apretura le excitaba, era el corpiño el que, como por arte de magia, avivaba su libido y le hacía estar preparada para pasar una apasionante noche con su amante. Mientras se daba los últimos retoques con el maquillaje, sonó el timbre y Alicia corrió rauda hacia la puerta de entrada. Al abrir, vio a Mario sonriendo y a su lado, a un hombre algo más bajo que él pero de sorprendente parecido con su amante. No quería descubrir sus cartas y trató a Mario como un amigo más, a pesar de que hubiera deseado darle un largo beso y sentir el calor de su cuerpo junto al suyo. Mario presentó a Jorge y a Alicia y ambos se dieron un cordial beso en la mejilla. Alicia sintió que Jorge demoraba sus labios sobre su piel mientras agarraba su cintura con bastante atrevimiento para no conocerse de nada. Este gesto le puso sobre alerta. Quizás Mario no había traído un amigo sino más bien un compañero de juegos en el lecho. Al pensar en ello sintió que su deseo se removía y que su tanga impoluta era la primera en percibirlo. Al darse la vuelta, Jorge se acercó a ella y le subió la cremallera del vestido que, descuidadamente, había olvidado abrocharse. Jorge se recreó en la grata labor mientras reposaba su mano izquierda sobre las nalgas de Alicia. Se estremeció con el contacto, le gustaba que un completo desconocido se excitara acariciando su cuerpo, ya fuera de forma furtiva en un autobús, o de forma notoria como en ese momento. Miró a Mario interrogante, buscando en su mirada el camino que debía tomar esa noche, pero el rostro de su amante no desvelaba las dudas que tenía sobre Jorge. Jorge y Mario se sentaron en la mesa redonda que Alicia había dispuesto para la ocasión y ésta depositó sobre la mesa los canapés que había preparado esa misma tarde. La conversación no fluía en el trío y Alicia optó por poner una suave música de fondo que llenase el incómodo silencio. Sin embargo, fue el vino el mejor aliado de la noche, el alcohol relajó a los tres, su forma de sentarse en torno a la mesa se suavizó y las risas se mezclaron con la música, ahora apenas audible. A la izquierda de Alicia se hallaba Jorge, que cada vez se manifestaba más cariñoso con el supuesto consentimiento de Mario, fiel observador de las reacciones de ella ante las frecuentes aproximaciones de su amigo. Alicia, no obstante, se sentía algo incómoda, le gustaba saber lo que Mario quería de ella, qué pretendía, aunque al ver que no ponía reparo en ver cómo su amigo se acercaba y le acariciaba el rostro mientras hablaba, optó por tomarse otra copa de vino y dejarse llevar por los efluvios alcohólicos y por el deseo. Sintió en el empeine de su pie derecho, los dedos desnudos del pie de Jorge, que cada vez se le notaba más embriagado. El invitado rozó el muslo izquierdo de Alicia con su pierna y resbaló una mano por debajo del vestido. Al notar cómo se acercaba, intentó apartarle, pero Mario cogió su muñeca adivinando sus intenciones y fue él mismo el que le instó a abrir las piernas, subiendo un poco más su vestido. Jorge no dudó un instante en manosear con descaro el interior de los muslos de su anfitriona, la miró con una media sonrisa y mientras mojaba vivamente su labio inferior con la lengua, introdujo los dedos bajo sus bragas y acarició su vulva. Alicia masticaba un trozo del pastel de carne que había preparado mientras, ensimismada, disfrutaba con el acercamiento de Jorge. Disimuló el gesto de placer aunque intuía que Mario se daba perfecta cuenta de lo que estaba pasando bajo la mesa, la conocía demasiado bien. Jorge hablaba mientras recorría su sexo con las yemas de los dedos, abriéndolo ligeramente para sentir la cálida humedad de su grieta. Notaba como poco a poco su sexo se hinchaba y humedecía su tanga. Jorge mojó los dedos en sus paredes internas, carnosas y prietas. Recorrió milímetro a milímetro su jugosa cavidad hasta que encontró un punto en el que Alicia parecía disfrutar más. Estaba tan concentrada en su placer que había perdido el apetito y deseaba que sus dos acompañantes terminaran de una vez para seguir jugando los tres. Ya no mostró reparo en gemir suavemente para que Mario supiera lo caliente que estaba y lo mucho que necesitaba tener un miembro o dos a su disposición. Sólo pensar que iba a ser poseída por dos hombres aquella noche era suficiente para que se excitara. Por un instante sus ojos se toparon con la foto que descansaba sobre la librería y en la cual abrazaba a su novio en la playa. Esta vez había olvidado quitarla de su vista, mirar a su pareja le hacía sentirse culpable de sus continuas infidelidades, pero era algo que no podía evitar. La pasión que sentía por Mario era algo animal, una salvaje atracción de la que no podía zafarse y en la que la razón tenía la partida perdida. Era de él y, pasase lo que pasase, era para siempre. Una cadena invisible la ataba a Mario y nadie podía remediarlo. Tras el postre, Alicia miró inútilmente a Mario buscando un gesto que diera un inicio oficial a la función. Fue Jorge el que se acercó a Alicia por detrás y, levantando su vestido, achuchó sus nalgas con una mano, usando la otra para atacar su pubis por delante. Volvió a mirar a Mario y le rogó en silencio que se acercara, pero Mario se sentó en el sofá y contempló entre divertido y excitado los movimientos de ambos. Jorge arrebató su tanga con relativa facilidad y la despojó de su vestido. Alicia quedó semi desnuda en medio del salón, su corpiño tras la cena la ceñía aún más y sentía que era esclava de aquella prenda de ropa que le incitaba a mostrarse más ardiente y fogosa que nunca. Jorge apretó la pelvis fuertemente contra sus nalgas y Alicia tuvo que posar sus manos sobre la mesa de centro para mantener el equilibrio, tarea nada fácil, sus altos zapatos de tacón, único complemento que acompañaba el corpiño, se lo ponían bastante difícil. Jorge se desnudó apresuradamente y acercando a Alicia hasta la puerta del salón, la empujó ligeramente contra ella mientras palpaba sus formas, resbalando sus manos desde los pechos hasta sus muslos. Alicia buscó a Mario y vio que éste, sorprendentemente, se había marchado de allí. Pensaba que Mario entraría en el juego antes o después, jamás pensó que simplemente le traía a alguien para pasar un buen rato mientras él se ausentaba. Miró a su alrededor y vio que su abrigo había desaparecido. La decepción y la rabia invadieron su interior y pensó que ya no le parecía tan buena idea follar con aquel desconocido sabiendo que Mario no participaría en los juegos. En ese instante, Jorge empotró su miembro dentro de su sexo y comenzó una serie de intensas sacudidas que hicieron olvidar a Alicia lo que hacía unos segundos pasaba por su cabeza. Era imposible pensar en nada más que en degustar las maravillosas sensaciones que le proporcionaba aquel amante que le había regalado Mario. Jorge alternaba sus incursiones de tal manera que algunas eran suaves y cadenciosas y producían en Alicia una especie de espera angustiosa deseando que pronto volvieran los rotundos embistes con los que se sentía completamente fuera de sí. Su glande rozaba frenéticamente su punto g una y otra vez y Alicia, no pudiendo aguantar más, se dejó llevar por las fuertes pulsiones que paralizaron intensamente su cuerpo. Jorge la cogió en brazos y agarrando sus muslos, le introdujo su carnoso miembro mientras Alicia se aferraba a sus brazos y se balanceaba en torno a su fuente de placer. Al llegar al dormitorio, Jorge se tumbó en la cama y pidió a Alicia que se tumbara sobre él. Alicia comenzó a galopar salvajemente sobre su montura, agitando su cuerpo hacia arriba y hacia abajo mientras movía sus caderas de forma circular para sentir en toda su intensidad el pene de Jorge. Cuando estaba de nuevo a punto de perder el control, el calor de un cuerpo sobre su espalda le alertó de la presencia de Mario, que al contrario de lo que ella había pensado, no se había marchado, tan sólo se había escondido, dejando libertad de movimientos a la pareja. Mario empujó a Alicia contra Jorge y pringando su culo con un oloroso aceite, la penetró lentamente. Alicia sentía que se desgarraba, pero poco a poco notó que ambos penes se amoldaban en su interior e incluso parecían complementarse, llenándola por completo. Era maravilloso sentir las embestidas de Jorge y las sacudidas que Mario le imprimía. Se estaba volviendo loca de placer. Justamente en ese momento, el teléfono sonó una y otra vez. La rítmica melodía, que se mezclaba con los ruidos que hacía el somier al moverse el terceto, no mentía, era su novio el que llamaba. Dudó entre coger el teléfono y no hacerlo, pero escogió lo primero para no levantarle sospechas. -Sí, sí, estoy en la cama ya. ¿Qué tal el viaje? A pesar de que Alicia pidió una tregua a sus compañeros de lecho, no se la otorgaron, al contrario, atacaron a Alicia con más ferocidad, divertidos por el mal rato que estaba pasando intentando disimular el intenso goce. -Yo también te quiero, te echo de menos, un beso. Al colgar, Alicia estalló en un fuerte orgasmo, lo había retenido tanto tiempo, que fue uno de los más intensos que había tenido en su vida. Jorge y Mario continuaron follando a Alicia que, agotada, se dejaba llevar cual marioneta por los movimientos de uno y otro. Jorge aumentó el ritmo de sus empujes, eyaculando en Alicia y produciendo a modo de efecto dominó que Mario terminara también. Alicia apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama y dejó que fuera Mario el que despidiera a Jorge. -Encantada Alicia. Espero que mi hermano me llame pronto de nuevo y podamos reunirnos otra vez. Alicia miró a Mario y pensó que jamás comprendería a su amante. Ofrecerla a su hermano demostraba una generosidad fuera de lo común. Ella jamás hubiera compartido a Mario con nadie, y menos con su hermana…

jueves, 6 de noviembre de 2008

Los zapatos de Mambrú

Aún no se lo podía creer. Miró a su alrededor y comprobó que todo estaba en orden, la tienda había sido pulcramente adecentada por la empresa de limpiezas que había contratado, la iluminación era cálida pero potente, por nada del mundo quería que nadie que entrara allí no pudiera contemplar con el máximo detenimiento la belleza de sus productos. La fragancia de rosas de Bulgaria vertido en los tres vaporizadores que había dispuesto en lugares estratégicos había hecho desaparecer por completo el olor a madera serrada y a los plásticos en las que venían envueltas las vitrinas recién montadas.

Por fin lo había conseguido. Muchos años de estudios infructuosos, de penosos trabajos temporales mal pagados y poco realizadores quedaban atrás. Por el camino, mucho esfuerzo, trabas continuas y peleas para conseguir convencer a todos de que él sería el mejor. ¡Cuánto tuvo que luchar con los empleados de banca para convencerles de que el dinero que le prestarían para hacer realidad su sueño era una buena inversión!

Colocó con una precisión digna de relojero suizo cada uno de los artículos, utilizando la manga de su chaqueta para hacer desaparecer las minúsculas motas de polvo que osaban depositarse encima de sus hijos. Porque en realidad, eso es lo que eran, magníficos retoños creados por él. Ahora merecía la pena contemplarlos, brillaban tanto como mil soles, presumían juntos de su esplendor y Mambrú los miraba orgullosos, sabedor de su arte.

Salió de la tienda un instante, aún faltaba media hora para abrir, la espera le estaba resultando exasperante. Contempló el rótulo encarnado ubicado en el centro del escaparate: “Los zapatos de Mambrú”. El nombre resultaba tan concreto como descriptivo, quería que sus clientas divisaran desde el principio de la calle el nombre de la nueva zapatería y que desearan avivar su paso para llegar hasta allí. La puerta siempre permanecería abierta, no le importaba derrochar algo de dinero en calefacción si como resultado las clientas más reticentes superaban el miedo inicial a entrar en una nueva tienda. Mambrú sabía que una zapatería llena de gente era fundamental para atraer a más público, las mujeres llamaban a más mujeres.

¡Cuánto deseaba ver entrar a las primeras! Necesitaba tener sus pies entre sus manos, se excitaba sólo de pensar la cantidad de ellos que disimuladamente acariciaría, tenía la perfecta coartada y el mejor trabajo para hacerlo. Atrás dejaría días de tormento y burlas en aquella ciudad en la que vivió desde que naciera. Atrás quedaban las risas de sus supuestos amigos, cuando frecuentemente le sorprendían agachado en el suelo del parque contemplando los zapatos de las mujeres que hablaban sin parar mientras vigilaban a sus hijos jugando entre ellos. Era un suplicio tenerlos tan cerca y no poder tocarlos, no poder subir la mano desde el tobillo hasta la pantorrilla y percibir la suavidad su piel en verano y el cálido tacto de sus medias de nylon en invierno. Incluso su madre, preocupada por la actitud de su hijo, que veía que no se centraba ni en los estudios ni en conocer a una muchacha como Dios manda, le llevó obligado a la consulta de un psiquiatra, que no le curó nada, al contrario, descubrió en él a un amigo con gustos y obsesiones comunes.

Diez minutos faltaban para colgar el cartel de “Abierto”, apenas era tiempo para un extraño, pero no para él, que sabía que antes de esos diez minutos habían pasado antes muchos otros en los que había deseado una quimera en este caso alcanzada. La tienda lucía llena de colores, pedrerías, drapeados, suaves satenes, plumas combinadas con charol, plata y oro, electrizantes colores que no iban a dejar a nadie indiferente. No era partidario de las modas, odiaba las zapaterías en las que, esclavizadas por sus dictámenes, mostraban la misma gama de color en sus productos, un año negros, otro, marrones. Tristes tiendas que tan sólo se salvaban algo en primavera y verano, gracias a las alegres sandalias multicolores que anunciaban la llegada de las vacaciones.

Sus zapatos eran únicos y exclusivos, era él su diseñador, su fabricante y su vendedor. No le hacía falta nadie más, ningún proveedor que entrara ofreciendo zapatos sería bien recibido en su pequeña zapatería. No existía ninguna como ella en esa ciudad e incluso se podría decir que en todo el país.

Cambió nervioso el cartel de la puerta y tomando aire miró al cielo buscando un halo divino que le protegiera en su nueva andadura. Había llegado el ansiado momento.

Caminó nervioso dentro de la tienda, se frotó las manos intentando serenarse y se atusó su largo bigote negro una y otra vez, pero tras una hora en la que nadie entró, se relajó, sentándose en la silla de cuero blanco que se ubicaba frente al monitor del ordenador. Sacó del cajón unas cuartillas y con un lapicero comenzó a dibujar nuevos diseños. No podía perder el tiempo, aprovecharía los ratos de soledad para sus creaciones y cuando cerrara cada tarde, se dedicaría a hacerlas realidad en el pequeño taller que tenía montado en su casa.

No pudo completar siquiera el esbozo de medio zapato cuando entró una mujer alta y esbelta, morena de pelo y blanca de piel. Saludó cordialmente a Mambrú y comenzó a mirar con pausado respeto cada uno de los exquisitos zapatos de éste. Isabela, que era la mujer del director del banco de la calle principal, ostentaría el honor de ser la primera en inaugurar su tienda. Mambrú la miró pensando que era afortunado por poder contemplar la belleza tan de cerca. Isabela recorrió de nuevo los dos pasillos donde se ubicaban las vitrinas, sintiendo una extraña sensación, una fuerza irresistible le impelía a no salir de aquella zapatería sin adquirir antes un par de zapatos. No había entrado más que a curiosear, pero algo le embriagaba de tal manera que dominaba sus actos, quizás el olor a rosas recién cortadas, quizás la variedad de tonalidades de los zapatos. Le habían embelesado de tal forma que era difícil escapar a sus encantos. Su respiración se agitó y sintió que el deseo por tener un par de aquellos zapatos era superior a todo lo que había conocido hasta entonces. Ni su marido ni los novios que tuvo antes le habían provocado tanto deseo como le estaban provocando en esos momentos aquellos lujosos zapatos. Cogió uno de ellos, tenía unos altos y finos tacones, pedrería púrpura y estrecha puntera. Brillaban tanto como una magnífica joya. Miró a Mambrú y éste de inmediato se acercó a ella para ayudarla a probárselos. Isabela se sentó en el banco de bengué, extendió un pie al zapatero y él se arrodilló ante ella, descalzándola lentamente de los corrientes zapatos que llevaba y vistiéndola con aquella maravillosa obra de arte. Mambrú acarició su piel aterciopelada y sintió un leve escalofrío recorriendo todo su cuerpo, su saliva comenzó a anegar su boca y su miembro se inflamó bajo sus pantalones. Isabela, enfundada en los zapatos, se levantó y dio unos cortos pasos mirándose en los espejos que Mambrú había colocado en la parte inferior de las vitrinas. Se sentía distinta, más mujer, más atractiva y deseable, era imposible ser la misma con algo así adornando sus pies. Miró a Mambrú y por un instante, deseó abrazarle como agradecimiento por tener aquellos maravillosos zapatos con los que parecía estar flotando en el paraíso.
-Me quedo con ellos-dijo casi sin dudarlo-.
-Muy bien señora-dijo Mambrú sin poder evitar una sonrisa de satisfacción.

Mambrú se encontraba pletórico, aún no podía creerse que hubiera hecho realidad su anhelo. Se miró las manos y se estremeció recordando el breve pero intenso momento en que había acariciado el pie de aquella mujer. Con la esencia que quedaba de ella en sus dedos frotó su miembro unos segundos, haciendo más persistente e intensa su erección.

No tardó en propagarse por toda la ciudad la calidad de los zapatos de Mambrú, la perfección de sus remates, su trato cortés y amable, pero principalmente, las maravillosas sensaciones provocadas al calzarse en ellos, el extraño influjo que desencadenaba en el interior del cuerpo y el excitante placer obtenido simplemente por entrar en su zapatería.

La nueva zapatería se convirtió en una de las más visitadas, era difícil que no estuviera completamente abarrotada de mujeres que se disputaban las atenciones de Mambrú, el cual no escatimaba su tiempo en atender a cada una de las mujeres como se merecía. Mimaba cada uno de los pies que tocaba, futuros inquilinos de sus obras y principales protagonistas de su vida. A ellos había encomendado su existencia, era capaz de transformar unos pies faltos de cuidado en unos dignos de una modelo. La magia se había aliado con él.

Mambrú vivía en un estado de constante excitación, en parte por el éxito del negocio y en parte por poder rozar cada día las extremidades inferiores de aquellas mujeres que se entregaban a él con la confianza de saber que los zapatos transformarían su vida. Las furtivas caricias del zapatero eran el complemento perfecto a todo el ritual que le acompañaba de entrar en la tienda, mirar los zapatos con detenimiento y solicitar a Mambrú su ayuda.

La caja registradora de la zapatería lucía plena día tras día, pero poco a poco, el ideal escenario que había creado se fue resquebrajando. La afluencia masiva de clientas era tal, que no tenía siquiera tiempo para preparar nuevos diseños, descartó la idea de contratar a alguien, su zapatería era algo casi tan íntimo como su ropa interior. Al llegar a casa lo único que le apetecía era derrumbarse en el sofá y olvidarse por unos momentos de pies, tacones y punteras mientras veía la televisión.

Y lentamente, la tienda rebosante de zapatos se fue vaciando y los pocos zapatos que quedaban en ella lucían tristes y huérfanos. Paulatinamente las mujeres dejaron de acudir, pero Mambrú, a pesar del mayor tiempo libre del que disfrutaba entre clienta y clienta, había perdido la inspiración. El deseo que había movido su vida había desaparecido, la excitación de sentir los pies de una mujer entre sus manos se había esfumado por completo. Carecía de ideas para seguir. No se deleitaba como antiguamente lo hacía en su fabricación. Era como si todo aquel placer que había sentido y que había depositado en sus obras se hubiera quedado en cada uno de aquellos zapatos y cada mujer al comprarlos, hubiera usurpado un pedazo de él, percibiendo al llevarlos en sus pies, el mismo goce que Mambrú había sentido en su creación. Las mujeres a través de sus zapatos habían vampirizado de alguna forma su capacidad para gozar con lo que hacía.

Y Mambrú tuvo que rendirse a la realidad. Ya no era un mago entre aquellas mujeres, se sentía incapaz de volver a diseñar ni un solo zapato. Los días iban pasando y la tienda, antes cálida y acogedora se fue convirtiendo en una árida estancia en donde nadie entraba.

Hasta que entro ella.

Mambrú se sorprendió de ver a alguien cruzar el umbral de su puerta. Era bella con mayúsculas, de piel casi transparente, pelo brillante y pajizo, ojos verdes y delgada silueta. Sus andares felinos recalcaban sus sinuosas curvas. Mambrú bajó la mirada hasta sus pies, llevaba unos zapatos que eran de su tienda, de eso no cabía la menor duda. No recordaba haberla visto jamás o quizás sí, pero su aspecto había cambiado, su mirada era distinta, sus andares eran completamente provocativos y su boca era una incitación a dejarse llevar por los más primitivos instintos. Sin decir ni una sola la palabra, aquella mujer se sentó delicadamente en el banco y descalzándose pidió a Mambrú con un gesto que se acercara a ella. Cual perro fiel se arrodilló ante ella y adivinando los deseos de aquella mujer comenzó a besar sus pies desnudos, acarició su talón, lamió con sumo cuidado cada uno de sus dedos. Ella comenzó a gemir suavemente echando su cabeza hacia atrás y cerrando sus ojos para sentir más intensamente las sensaciones que le estaba provocando el zapatero. Mambrú estaba tremendamente excitado al ver cómo reaccionaba su clienta incitándole a seguir. Continuó acariciando sus piernas hasta llegar a su pubis rizado, sintió el calor que desprendía y su excitación se avivó. Sin pensarlo más, bajó la cremallera de sus pantalones y masajeó su miembro mientras volvía a la zona que más le gustaba a él: sus pies. Succionó cada uno de sus dedos, jugueteó entre ellos con su lengua y pudo contemplar con agrado que la mujer se había levantado sus faldas y se estaba masturbando mientras gemía cada vez más intensamente hasta que finalmente se relajó complacida mirando a Mambrú cómo terminaba de masturbarse.

La mujer se marchó tal y como había venido, sin cruzar una sola palabra con él. Éste, agotado y exhausto tras el sexo, se sentó en el banco rebobinó toda la escena intentando recordar qué es lo que había pasado exactamente. Ella es la que había llevado las riendas en todo momento y parecía haber entrado de ex profeso en la tienda precisamente para que Mambrú hiciera lo que finalmente hizo.

Lo cierto es que aunque fue la primera mujer en desnudar por entero sus pies ante Mambrú, no fue la última, y el zapatero comenzó a disfrutar a diario de unas maravillosas jornadas de fetichismo y placer. Todas las que solicitaban aquellos nuevos servicios habían adquirido previamente sus zapatos y parecía que de alguna manera, las “vampiras” agradecían lo que Mambrú había provocado en sus vidas.

Y Mambrú recobró la inspiración y el arte de la creación. Las vitrinas se fueron llenando de nuevos diseños y las clientas volvieron a entrar en su tienda. En su afán de atender a todas las mujeres como merecían, decidió incrementar de forma desorbitada los precios de sus zapatos, prefería la calidad a la cantidad.

Aquella noche, al cerrar la zapatería para regresar a su hogar, se sintió simple y llanamente un hombre feliz. Quizás era el momento de ampliar el horario de venta y dejar que alguna de las clientas contemplara sus creaciones en el mismo taller de su casa…


sábado, 1 de noviembre de 2008

Ganadores del concurso de Relatos Eróticos “Karma Sensual” 2008, “Amores que Matan”

Estos han sido los 13 autores y relatos seleccionados para integrar el libro que editará gratuitamente "El Taller del Poeta" para febrero 2009.


El libro este año se titulará: " Karma sensual4: Amores que matan" y se compondrá de los 13 (trece) mejores relatos seleccionados por el jurado de "Karma sensual", junto a datos de los autores.

Nos comunicaremos con los 4 primeros seleccionados para proponerles ser Jurado Ambulativo del concurso "Karma sensual5: Amor y Gula – Para comerte mejor-" 2009.

Saludos.
Marta Roldan
(Organizadora de Karma Sensual)


Enhorabuena a todos los premiados. Haber sido jurado en el premio ha sido una gran experiencia para mí. Tan sólo quiero animar a todos a que participéis el próximo año en este premio del que puedo decir que es uno de los más consolidados y serios que hay en el “apasionante” mundo de los relatos eróticos.

Besos a todos. Alice Carroll