miércoles, 19 de septiembre de 2007

Una cuestión de aparcamiento



Durante esos días, Alicia estaba obligada a ir casi a diario a las oficinas principales de la empresa donde trabajaba, situada en pleno centro de la ciudad. Iba a la sede central, se reunía con los otros jefes de departamento para abordar temas referentes a la nueva imagen que la empresa quería dar tras la fusión en la que acababa de absorber a dos pequeñas agencias de publicidad locales, y volvía de nuevo con el coche a su lugar habitual de trabajo.

Aquellas reuniones no solían alargarse más de dos horas, casi todo había ya sido tratado telefónicamente, lo importante era verse y conocer al nuevo equipo cara a cara tras la fusión.

Pero Alicia esas reuniones las estaba llevando realmente mal. Era imposible aparcar en el centro, una odisea, una lucha continua por buscar algún sitio desocupado y más de una vez llegaba tarde precisamente por esa razón. Necesitaba dar vueltas y más vueltas hasta encontrar un lugar donde poder dejar el coche y pagar el correspondiente ticket de la ORA (ordenación y regulación de aparcamiento) por estar en una zona azul sujeta a la misma. Habitualmente ponía el máximo, las dos horas permitidas, que resultaron ser hasta excesivas al principio para aquellas reuniones de café y bollería variada. Pero tras unos días de paz, una de las cuestiones que parecía ser completamente intrascendente para la empresa como era el reparto de despachos, resultó ser una de las materias que dio más quebraderos de cabeza y por las que cada uno de los jefes defendió a muerte su pequeño espacio en el que trabajar. Derecho a ventana, a mesa de reuniones, a planta con macetero y, por supuesto, derecho a estar con alguna de las secretarias rubias y curvilíneas que acababan de ser contratadas tras un largo y penoso proceso de selección plagado de test y entrevistas y donde al final, el físico fue decisivo. De todas las candidatas se escogieron a cinco: tres secretarias de culo perfecto y dos aspirantes a ser tan poco agraciadas como el sofá que habían retirado hace poco del salón de su piso alquilado, pero competentes como las que más.

A Alicia el tema de las secretarias le sacaba de quicio, era la única mujer en la reunión y no podía creerse lo que estaba viendo. Parecían chiquillos repartiéndose los cromos del kiosco. Lo cierto es que miraba su reloj y se agobiaba, estaba a punto de cumplir la segunda hora y su coche tenía todas papeletas para ser multado si sus compañeros no ondeaban bandera blanca ese día. Pasaron dos minutos, cinco, diez, quince… Por fin, la reunión terminó y Alicia bajó de dos en dos las escaleras intentando no precipitarse por ellas debido a los altos tacones que llevaba ese día. Corrió hacia el coche y ahí estaba, el dichoso papelito de la multa. Lo sacó con rabia del limpiaparabrisas y se acercó a una de las máquinas infernales de la ORA para anular la multa y pagar el correspondiente importe reducido por pronto pago.

Al día siguiente, las peleas entre sus compañeros volvieron a repetirse tras unos minutos de disimulo con cuestiones realmente importantes, y de igual manera, se repitió la multa al sobrepasar el tiempo que su coche podía estar en dicho lugar. Los días de lucha por la secretaria con más pecho y los de multas se sucedían uno tras otro y Alicia ya empezaba a estar harta, tanto de sus compañeros, como del hombre de verde al que no había visto un día más que de lejos y parecía haber cogido regusto a plantarle cada día un nuevo ticket con la correspondiente multa.

Era viernes y prometía no ser el último en el que tendría que reunirse con ese hatajo de necios engominados que tenía por compañeros. Supuestamente las reuniones servirían también para labrar una amistad y lo que estaban consiguiendo era el efecto contrario. Que tras la guerra, jamás en la vida volvieran a dirigirse directamente la palabra, la fusión no iba a ser tan fácil de asimilar. Salió de la reunión cual rayo en una tormenta, dejó atrás el edificio de la empresa y voló hasta su coche, sólo acababan de pasar cinco minutos, así que esta vez, probablemente se iba a librar de la multa, no era tan tarde. Cuando llegó, casi choca con el hombrecillo de verde que, con su hoja y su bolígrafo, se disponía alegremente a firmarle un nuevo papel. Alicia le miró y estuvo a punto de soltarle alguna que otra palabra soez, pero se abstuvo. Se quedó mirándole fijamente a sus ojos y pensó que no podía ser verdad que ese chico le estuviera haciendo esa faena. Era guapo, de tez morena y ojos negros como el tizón. No era muy alto, no era muy musculoso, pero esos ojos parecían quemarle, parecían hablarle directamente a su sexo, era una mirada sensual, tremendamente sexual… Por fin salieron las palabras de su boca.
-No me vas a poner la multa ¿verdad?
-Lo siento, ya te he hecho la foto y está firmada la diligencia.
-¿No puedes romperla y hacer como si nada?
-Imposible, me metería en un buen lío. -Y se fue de allí, no sin antes extenderle el terrible papel y mirar a Alicia de arriba abajo.

Alicia le dio vueltas esa noche, no sabía cuantos días de multas le quedaban, pero no podía rendirse, tenía que empezar su propia guerra con aquel chico de verde, así que al día siguiente se levantó antes que de costumbre para arreglarse con calma y ponerse uno de los vestidos que ella guardaba para las ocasiones de posible sexo con algún admirador. El vestido, de color negro, era una provocación sin más, acariciaba su cuerpo y se estrechaba en sus curvas, marcando su culo, su pecho y dejando que la abertura de las piernas jugueteara abriéndose y cerrándose en cada uno de sus movimientos.

Salió de la reunión a las dos horas y cinco minutos exactamente, excusándose ante sus compañeros, se agazapó en una esquina y esperó a que viniera el hombre de verde a ponerle de nuevo la multa. Vino cuatro minutos después, con el paso decidido y casi sin mirar, sólo con las multas que le había puesto ya a su vehículo había cumplido posiblemente con los objetivos de todo el mes. En el preciso instante en que iba a coger su amenazante bolígrafo, asomó Alicia de su escondite.
-¡Por favor, no me pongas la multa!
-Lo siento…
Y en ese momento Alicia le echó todo el teatro que había aprendido en el colegio y lloró desconsolada. El hombre de verde no se esperaba esa reacción y menos que se echara en sus brazos para seguir llorando e hipando. Alicia se apretó contra él, dejó que sus manos volaran libremente sobre aquel cuerpo que empezaba a conocer y rozó con su rodilla los pantalones de su uniforme.
-Tranquila, que no te pongo la multa, pero deja de llorar.
-Es que es terrible, mi pobre tío se encuentra muy mal y yo vengo cada día a ayudar a mi tía, para que descanse un rato. -Era un embuste imposible de tragar, pero parecía que el hombre de verde tenía algo de corazón.
-Lo siento mucho…
Pero ella estaba sintiendo algo más, el hombre tenía corazón, y también un pene, que parecía estar cobrando vida propia a través de los pantalones. El abrazo de Alicia juntando sus curvas a su cuerpo estaba dando resultado. Lo cierto es que ella tampoco podía permanecer fría a aquellos ojos que le miraban, eran como brillantes e hipnóticos imanes, así que, dejó de llorar, pero no de restregar su cuerpo contra el hombre de verde, que ya parecía estar tan excitado como ella en plena acera de una de las calles principales del centro de la ciudad. Dejaron de hablar, los sonidos de su respiración subieron de volumen, sus cuerpos, se estrecharon aún más y Alicia acercó su boca a la del hombre de verde, rozó sus labios con los suyos, le mordisqueó ligeramente el labio inferior y se adentró en su boca investigando con la lengua el húmedo territorio.
-Ven, sube a mi coche.- dijo Alicia.
-No puedo irme de esta zona, acabarían despidiéndome.
-¿Quién ha dicho que vamos a ir a ninguna parte?

Alicia se sentó en el asiento del conductor, dejando que su hombre se sentara en el del copiloto. Lo primero que hizo fue liberarse de sus bragas, estaban ya bastante húmedas en ese momento y resultaban un incordio. Miró al hombre de las multas y se acercó a él, besó su boca, bajó hacia su cuello y se recreó en él, era sorprendentemente aterciopelado. Desabrochó uno de los botones de aquel chaleco verde fluorescente y lamió la piel que quedaba entre sus pechos, tenía algo de vello oscuro y tiró de él suavemente. Mientras, su hombre había tomado posiciones y sus manos ya habían encontrado el camino correcto, entre las piernas de Alicia, aplacando con su fricción el deseo que sentía allí mismo, en el coche, en el centro, con multitud de gente pasando sin parecer mirar la escena que se estaba desarrollando en el interior del vehículo.

La boca de Alicia consiguió llegar, lentamente hasta su objetivo, bajó la cremallera de los pantalones y sacó una verga erecta y de color algo cetrino. Cogió la polla con su mano y extendió con su lengua la saliva que se acumulaba en su boca, haciéndola suya, engulléndola y sintiendo el glande hasta su campanilla. Lamió su tronco una y otra vez, sin pausa, disfrutó de su sabor y volvió a hacer que fuera prisionera de su boca, usó sus labios para succionar su punta, juguetear con sus huevos y volvió a moverse arriba y abajo mientras su hombre, ahogaba sus manos en el mar de fluidos de su sexo. Era hábil, constante y arrancó de inmediato un orgasmo a Alicia, que chupó aún si cabe con mayor afición, el falo del hombre de verde, provocando en él una subida inmediata y una abundante eyaculación en la boca de Alicia, que con parsimonia, se dedicó a lamer su pene hasta dejarlo limpio y sin restos blanquecinos y cremosos.

Tras unos segundos de relajo y descanso merecido, el hombre de verde salió de de allí con una sonrisa de oreja a oreja, Alicia le guiño el ojo y encendió el motor de su coche, alejándose de la terrible zona azul.

Estaba convencida de que, a pesar de lo mucho que siguieran alargándose las dichosas reuniones, las multas por fin desaparecerían de su vida…


1 comentario:

Unknown dijo...

este cuento me pone asta mi sex shop