
Feliz Navidad!!!
Besos. Alice Carroll

 Cuando Alicia recibió la llamada de Mario explicándole que esa noche serían tres para cenar y no dos se quedó muy intrigada. Mario jamás le había presentado a ninguno de sus amigos, y le resultaba muy extraño que se arriesgara a dar a conocer la relación que ambos tenían y que intentaban permanecer oculta a toda costa. Mario había sido parco en palabras y no le había dado más explicaciones. Alicia pensó que para una noche que su pareja estaba fuera de la ciudad por motivos de trabajo y podía disfrutar de Mario en su casa con más tranquilidad que en otras ocasiones, no le hacía ninguna gracia tener una cena formal con alguien más.
A pesar de todo, Alicia se esmeró en la cena, preparándola con antelación para disponer de más tiempo para prepararse convenientemente. En el baño, depiló su pubis con mimo, dejando tan sólo una estrecha franja de vello que guarecía la entrada a su sexo. Le encantaba sorprender a su amante con nueva lencería y para aquella noche se había comprado un sensual corpiño de delicado encaje color azabache. Observó el curioso remate en forma de espiral que unía las copas del sostén, lo acercó a su rostro y percibió la dulce fragancia que emanaba de él, olía a nuevo y le gustó. Se desnudó, y cogiendo una a una las prendas que esa noche vestiría se las fue poniendo lentamente. Observó en el espejo del dormitorio la diminuta tanga cubriendo con tacañería sus nalgas y la rozó mientras imaginaba el cuerpo de Mario sobre ella. El corpiño fue más costoso de poner, los dichosos corchetes se resistían y tuvo que aguantar la respiración una y otra vez para poder abrocharlos. Era sumamente estrecho y apenas podía respirar sin dificultad, pero su cuerpo lucía más insinuante que nunca. Aquella intensa apretura le excitaba, era el corpiño el que, como por arte de magia, avivaba su libido y le hacía estar preparada para pasar una apasionante noche con su amante.
Mientras se daba los últimos retoques con el maquillaje, sonó el timbre y Alicia corrió rauda hacia la puerta de entrada. Al abrir, vio a Mario sonriendo y a su lado, a un hombre algo más bajo que él pero de sorprendente parecido con su amante. No quería descubrir sus cartas y trató a Mario como un amigo más, a pesar de que hubiera deseado darle un largo beso y sentir el calor de su cuerpo junto al suyo.
Mario presentó a Jorge y a Alicia y ambos se dieron un cordial beso en la mejilla. Alicia sintió que Jorge demoraba sus labios sobre su piel mientras agarraba su cintura con bastante atrevimiento para no conocerse de nada. Este gesto le puso sobre alerta. Quizás Mario no había traído un amigo sino más bien un compañero de juegos en el lecho. Al pensar en ello sintió que su deseo se removía y que su tanga impoluta era la primera en percibirlo.
Al darse la vuelta, Jorge se acercó a ella y le subió la cremallera del vestido que, descuidadamente, había olvidado abrocharse. Jorge se recreó en la grata labor mientras reposaba su mano izquierda sobre las nalgas de Alicia. Se estremeció con el contacto, le gustaba que un completo desconocido se excitara acariciando su cuerpo, ya fuera de forma furtiva en un autobús, o de forma notoria como en ese momento. Miró a Mario interrogante, buscando en su mirada el camino que debía tomar esa noche, pero el rostro de su amante no desvelaba las dudas que tenía sobre Jorge.
Jorge y Mario se sentaron en la mesa redonda que Alicia había dispuesto para la ocasión y ésta depositó sobre la mesa los canapés que había preparado esa misma tarde. La conversación no fluía en el trío y Alicia optó por poner una suave música de fondo que llenase el incómodo silencio. Sin embargo, fue el vino el mejor aliado de la noche, el alcohol relajó a los tres, su forma de sentarse en torno a la mesa se suavizó y las risas se mezclaron con la música, ahora apenas audible.
A la izquierda de Alicia se hallaba Jorge, que cada vez se manifestaba más cariñoso con el supuesto consentimiento de Mario, fiel observador de las reacciones de ella ante las frecuentes aproximaciones de su amigo. Alicia, no obstante, se sentía algo incómoda, le gustaba saber lo que Mario quería de ella, qué pretendía, aunque al ver que no ponía reparo en ver cómo su amigo se acercaba y le acariciaba el rostro mientras hablaba, optó por tomarse otra copa de vino y dejarse llevar por los efluvios alcohólicos y por el deseo. Sintió en el empeine de su pie derecho, los dedos desnudos del pie de Jorge, que cada vez se le notaba más embriagado. El invitado rozó el muslo izquierdo de Alicia con su pierna y resbaló una mano por debajo del vestido. Al notar cómo se acercaba, intentó apartarle, pero Mario cogió su muñeca adivinando sus intenciones y fue él mismo el que le instó a abrir las piernas, subiendo un poco más su vestido. Jorge no dudó un instante en manosear con descaro el interior de los muslos de su anfitriona, la miró con una media sonrisa y mientras mojaba vivamente su labio inferior con la lengua, introdujo los dedos bajo sus bragas y acarició su vulva. Alicia masticaba un trozo del pastel de carne que había preparado mientras, ensimismada, disfrutaba con el acercamiento de Jorge. Disimuló el gesto de placer aunque intuía que Mario se daba perfecta cuenta de lo que estaba pasando bajo la mesa, la conocía demasiado bien.
Jorge hablaba mientras recorría su sexo con las yemas de los dedos, abriéndolo ligeramente para sentir la cálida humedad de su grieta. Notaba como poco a poco su sexo se hinchaba y humedecía su tanga. Jorge mojó los dedos en sus paredes internas, carnosas y prietas. Recorrió milímetro a milímetro su jugosa cavidad hasta que encontró un punto en el que Alicia parecía disfrutar más. Estaba tan concentrada en su placer que había perdido el apetito y deseaba que sus dos acompañantes terminaran de una vez para seguir jugando los tres. Ya no mostró reparo en gemir suavemente para que Mario supiera lo caliente que estaba y lo mucho que necesitaba tener un miembro o dos a su disposición. Sólo pensar que iba a ser poseída por dos hombres aquella noche era suficiente para que se excitara. Por un instante sus ojos se toparon con la foto que descansaba sobre la librería y en la cual abrazaba a su novio en la playa. Esta vez había olvidado quitarla de su vista, mirar a su pareja le hacía sentirse culpable de sus continuas infidelidades, pero era algo que no podía evitar. La pasión que sentía por Mario era algo animal, una salvaje atracción de la que no podía zafarse y en la que la razón tenía la partida perdida. Era de él y, pasase lo que pasase, era para siempre. Una cadena invisible la ataba a Mario y nadie podía remediarlo.
Tras el postre, Alicia miró inútilmente a Mario buscando un gesto que diera un inicio oficial a la función. Fue Jorge el que se acercó a Alicia por detrás y, levantando su vestido, achuchó sus nalgas con una mano, usando la otra para atacar su pubis por delante. Volvió a mirar a Mario y le rogó en silencio que se acercara, pero Mario se sentó en el sofá y contempló entre divertido y excitado los movimientos de ambos. Jorge arrebató su tanga con relativa facilidad y la despojó de su vestido. Alicia quedó semi desnuda en medio del salón, su corpiño tras la cena la ceñía aún más y sentía que era esclava de aquella prenda de ropa que le incitaba a mostrarse más ardiente y fogosa que nunca. Jorge apretó la pelvis fuertemente contra sus nalgas y Alicia tuvo que posar sus manos sobre la mesa de centro para mantener el equilibrio, tarea nada fácil, sus altos zapatos de tacón, único complemento que acompañaba el corpiño, se lo ponían bastante difícil.
Jorge se desnudó apresuradamente y acercando a Alicia hasta la puerta del salón, la empujó ligeramente contra ella mientras palpaba sus formas, resbalando sus manos desde los pechos hasta sus muslos. Alicia buscó a Mario y vio que éste, sorprendentemente, se había marchado de allí. Pensaba que Mario entraría en el juego antes o después, jamás pensó que simplemente le traía a alguien para pasar un buen rato mientras él se ausentaba. Miró a su alrededor y vio que su abrigo había desaparecido. La decepción y la rabia invadieron su interior y pensó que ya no le parecía tan buena idea follar con aquel desconocido sabiendo que Mario no participaría en los juegos. En ese instante, Jorge empotró su miembro dentro de su sexo y comenzó una serie de intensas sacudidas que hicieron olvidar a Alicia lo que hacía unos segundos pasaba por su cabeza. Era imposible pensar en nada más que en degustar las maravillosas sensaciones que le proporcionaba aquel amante que le había regalado Mario. Jorge alternaba sus incursiones de tal manera que algunas eran suaves y cadenciosas y producían en Alicia una especie de espera angustiosa deseando que pronto volvieran los rotundos embistes con los que se sentía completamente fuera de sí. Su glande rozaba frenéticamente su punto g una y otra vez y Alicia, no pudiendo aguantar más, se dejó llevar por las fuertes pulsiones que paralizaron intensamente su cuerpo.
Jorge la cogió en brazos y agarrando sus muslos, le introdujo su carnoso miembro mientras Alicia se aferraba a sus brazos y se balanceaba en torno a su fuente de placer. Al llegar al dormitorio, Jorge se tumbó en la cama y pidió a Alicia que se tumbara sobre él. Alicia comenzó a galopar salvajemente sobre su montura, agitando su cuerpo hacia arriba y hacia abajo mientras movía sus caderas de forma circular para sentir en toda su intensidad el pene de Jorge.
Cuando estaba de nuevo a punto de perder el control, el calor de un cuerpo sobre su espalda le alertó de la presencia de Mario, que al contrario de lo que ella había pensado, no se había marchado, tan sólo se había escondido, dejando libertad de movimientos a la pareja.
Mario empujó a Alicia contra Jorge y pringando su culo con un oloroso aceite, la penetró lentamente. Alicia sentía que se desgarraba, pero poco a poco notó que ambos penes se amoldaban en su interior e incluso parecían complementarse, llenándola por completo. Era maravilloso sentir las embestidas de Jorge y las sacudidas que Mario le imprimía. Se estaba volviendo loca de placer. Justamente en ese momento, el teléfono sonó una y otra vez. La rítmica melodía, que se mezclaba con los ruidos que hacía el somier al moverse el terceto, no mentía, era su novio el que llamaba. Dudó entre coger el teléfono y no hacerlo, pero escogió lo primero para no levantarle sospechas.
-Sí, sí, estoy en la cama ya. ¿Qué tal el viaje?
A pesar de que Alicia pidió una tregua a sus compañeros de lecho, no se la otorgaron, al contrario, atacaron a Alicia con más ferocidad, divertidos por el mal rato que estaba pasando intentando disimular el intenso goce.
-Yo también te quiero, te echo de menos, un beso.
Al colgar, Alicia estalló en un fuerte orgasmo, lo había retenido tanto tiempo, que fue uno de los más intensos que había tenido en su vida.
Jorge y Mario continuaron follando a Alicia que, agotada, se dejaba llevar cual marioneta por los movimientos de uno y otro. Jorge aumentó el ritmo de sus empujes, eyaculando en Alicia y produciendo a modo de efecto dominó que Mario terminara también.
Alicia apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama y dejó que fuera Mario el que despidiera a Jorge.
-Encantada Alicia. Espero que mi hermano me llame pronto de nuevo y podamos reunirnos otra vez.
Alicia miró a Mario y pensó que jamás comprendería a su amante. Ofrecerla a su hermano demostraba una generosidad fuera de lo común. Ella jamás hubiera compartido a Mario con nadie, y menos con su hermana…
 Cuando Alicia recibió la llamada de Mario explicándole que esa noche serían tres para cenar y no dos se quedó muy intrigada. Mario jamás le había presentado a ninguno de sus amigos, y le resultaba muy extraño que se arriesgara a dar a conocer la relación que ambos tenían y que intentaban permanecer oculta a toda costa. Mario había sido parco en palabras y no le había dado más explicaciones. Alicia pensó que para una noche que su pareja estaba fuera de la ciudad por motivos de trabajo y podía disfrutar de Mario en su casa con más tranquilidad que en otras ocasiones, no le hacía ninguna gracia tener una cena formal con alguien más.
A pesar de todo, Alicia se esmeró en la cena, preparándola con antelación para disponer de más tiempo para prepararse convenientemente. En el baño, depiló su pubis con mimo, dejando tan sólo una estrecha franja de vello que guarecía la entrada a su sexo. Le encantaba sorprender a su amante con nueva lencería y para aquella noche se había comprado un sensual corpiño de delicado encaje color azabache. Observó el curioso remate en forma de espiral que unía las copas del sostén, lo acercó a su rostro y percibió la dulce fragancia que emanaba de él, olía a nuevo y le gustó. Se desnudó, y cogiendo una a una las prendas que esa noche vestiría se las fue poniendo lentamente. Observó en el espejo del dormitorio la diminuta tanga cubriendo con tacañería sus nalgas y la rozó mientras imaginaba el cuerpo de Mario sobre ella. El corpiño fue más costoso de poner, los dichosos corchetes se resistían y tuvo que aguantar la respiración una y otra vez para poder abrocharlos. Era sumamente estrecho y apenas podía respirar sin dificultad, pero su cuerpo lucía más insinuante que nunca. Aquella intensa apretura le excitaba, era el corpiño el que, como por arte de magia, avivaba su libido y le hacía estar preparada para pasar una apasionante noche con su amante.
Mientras se daba los últimos retoques con el maquillaje, sonó el timbre y Alicia corrió rauda hacia la puerta de entrada. Al abrir, vio a Mario sonriendo y a su lado, a un hombre algo más bajo que él pero de sorprendente parecido con su amante. No quería descubrir sus cartas y trató a Mario como un amigo más, a pesar de que hubiera deseado darle un largo beso y sentir el calor de su cuerpo junto al suyo.
Mario presentó a Jorge y a Alicia y ambos se dieron un cordial beso en la mejilla. Alicia sintió que Jorge demoraba sus labios sobre su piel mientras agarraba su cintura con bastante atrevimiento para no conocerse de nada. Este gesto le puso sobre alerta. Quizás Mario no había traído un amigo sino más bien un compañero de juegos en el lecho. Al pensar en ello sintió que su deseo se removía y que su tanga impoluta era la primera en percibirlo.
Al darse la vuelta, Jorge se acercó a ella y le subió la cremallera del vestido que, descuidadamente, había olvidado abrocharse. Jorge se recreó en la grata labor mientras reposaba su mano izquierda sobre las nalgas de Alicia. Se estremeció con el contacto, le gustaba que un completo desconocido se excitara acariciando su cuerpo, ya fuera de forma furtiva en un autobús, o de forma notoria como en ese momento. Miró a Mario interrogante, buscando en su mirada el camino que debía tomar esa noche, pero el rostro de su amante no desvelaba las dudas que tenía sobre Jorge.
Jorge y Mario se sentaron en la mesa redonda que Alicia había dispuesto para la ocasión y ésta depositó sobre la mesa los canapés que había preparado esa misma tarde. La conversación no fluía en el trío y Alicia optó por poner una suave música de fondo que llenase el incómodo silencio. Sin embargo, fue el vino el mejor aliado de la noche, el alcohol relajó a los tres, su forma de sentarse en torno a la mesa se suavizó y las risas se mezclaron con la música, ahora apenas audible.
A la izquierda de Alicia se hallaba Jorge, que cada vez se manifestaba más cariñoso con el supuesto consentimiento de Mario, fiel observador de las reacciones de ella ante las frecuentes aproximaciones de su amigo. Alicia, no obstante, se sentía algo incómoda, le gustaba saber lo que Mario quería de ella, qué pretendía, aunque al ver que no ponía reparo en ver cómo su amigo se acercaba y le acariciaba el rostro mientras hablaba, optó por tomarse otra copa de vino y dejarse llevar por los efluvios alcohólicos y por el deseo. Sintió en el empeine de su pie derecho, los dedos desnudos del pie de Jorge, que cada vez se le notaba más embriagado. El invitado rozó el muslo izquierdo de Alicia con su pierna y resbaló una mano por debajo del vestido. Al notar cómo se acercaba, intentó apartarle, pero Mario cogió su muñeca adivinando sus intenciones y fue él mismo el que le instó a abrir las piernas, subiendo un poco más su vestido. Jorge no dudó un instante en manosear con descaro el interior de los muslos de su anfitriona, la miró con una media sonrisa y mientras mojaba vivamente su labio inferior con la lengua, introdujo los dedos bajo sus bragas y acarició su vulva. Alicia masticaba un trozo del pastel de carne que había preparado mientras, ensimismada, disfrutaba con el acercamiento de Jorge. Disimuló el gesto de placer aunque intuía que Mario se daba perfecta cuenta de lo que estaba pasando bajo la mesa, la conocía demasiado bien.
Jorge hablaba mientras recorría su sexo con las yemas de los dedos, abriéndolo ligeramente para sentir la cálida humedad de su grieta. Notaba como poco a poco su sexo se hinchaba y humedecía su tanga. Jorge mojó los dedos en sus paredes internas, carnosas y prietas. Recorrió milímetro a milímetro su jugosa cavidad hasta que encontró un punto en el que Alicia parecía disfrutar más. Estaba tan concentrada en su placer que había perdido el apetito y deseaba que sus dos acompañantes terminaran de una vez para seguir jugando los tres. Ya no mostró reparo en gemir suavemente para que Mario supiera lo caliente que estaba y lo mucho que necesitaba tener un miembro o dos a su disposición. Sólo pensar que iba a ser poseída por dos hombres aquella noche era suficiente para que se excitara. Por un instante sus ojos se toparon con la foto que descansaba sobre la librería y en la cual abrazaba a su novio en la playa. Esta vez había olvidado quitarla de su vista, mirar a su pareja le hacía sentirse culpable de sus continuas infidelidades, pero era algo que no podía evitar. La pasión que sentía por Mario era algo animal, una salvaje atracción de la que no podía zafarse y en la que la razón tenía la partida perdida. Era de él y, pasase lo que pasase, era para siempre. Una cadena invisible la ataba a Mario y nadie podía remediarlo.
Tras el postre, Alicia miró inútilmente a Mario buscando un gesto que diera un inicio oficial a la función. Fue Jorge el que se acercó a Alicia por detrás y, levantando su vestido, achuchó sus nalgas con una mano, usando la otra para atacar su pubis por delante. Volvió a mirar a Mario y le rogó en silencio que se acercara, pero Mario se sentó en el sofá y contempló entre divertido y excitado los movimientos de ambos. Jorge arrebató su tanga con relativa facilidad y la despojó de su vestido. Alicia quedó semi desnuda en medio del salón, su corpiño tras la cena la ceñía aún más y sentía que era esclava de aquella prenda de ropa que le incitaba a mostrarse más ardiente y fogosa que nunca. Jorge apretó la pelvis fuertemente contra sus nalgas y Alicia tuvo que posar sus manos sobre la mesa de centro para mantener el equilibrio, tarea nada fácil, sus altos zapatos de tacón, único complemento que acompañaba el corpiño, se lo ponían bastante difícil.
Jorge se desnudó apresuradamente y acercando a Alicia hasta la puerta del salón, la empujó ligeramente contra ella mientras palpaba sus formas, resbalando sus manos desde los pechos hasta sus muslos. Alicia buscó a Mario y vio que éste, sorprendentemente, se había marchado de allí. Pensaba que Mario entraría en el juego antes o después, jamás pensó que simplemente le traía a alguien para pasar un buen rato mientras él se ausentaba. Miró a su alrededor y vio que su abrigo había desaparecido. La decepción y la rabia invadieron su interior y pensó que ya no le parecía tan buena idea follar con aquel desconocido sabiendo que Mario no participaría en los juegos. En ese instante, Jorge empotró su miembro dentro de su sexo y comenzó una serie de intensas sacudidas que hicieron olvidar a Alicia lo que hacía unos segundos pasaba por su cabeza. Era imposible pensar en nada más que en degustar las maravillosas sensaciones que le proporcionaba aquel amante que le había regalado Mario. Jorge alternaba sus incursiones de tal manera que algunas eran suaves y cadenciosas y producían en Alicia una especie de espera angustiosa deseando que pronto volvieran los rotundos embistes con los que se sentía completamente fuera de sí. Su glande rozaba frenéticamente su punto g una y otra vez y Alicia, no pudiendo aguantar más, se dejó llevar por las fuertes pulsiones que paralizaron intensamente su cuerpo.
Jorge la cogió en brazos y agarrando sus muslos, le introdujo su carnoso miembro mientras Alicia se aferraba a sus brazos y se balanceaba en torno a su fuente de placer. Al llegar al dormitorio, Jorge se tumbó en la cama y pidió a Alicia que se tumbara sobre él. Alicia comenzó a galopar salvajemente sobre su montura, agitando su cuerpo hacia arriba y hacia abajo mientras movía sus caderas de forma circular para sentir en toda su intensidad el pene de Jorge.
Cuando estaba de nuevo a punto de perder el control, el calor de un cuerpo sobre su espalda le alertó de la presencia de Mario, que al contrario de lo que ella había pensado, no se había marchado, tan sólo se había escondido, dejando libertad de movimientos a la pareja.
Mario empujó a Alicia contra Jorge y pringando su culo con un oloroso aceite, la penetró lentamente. Alicia sentía que se desgarraba, pero poco a poco notó que ambos penes se amoldaban en su interior e incluso parecían complementarse, llenándola por completo. Era maravilloso sentir las embestidas de Jorge y las sacudidas que Mario le imprimía. Se estaba volviendo loca de placer. Justamente en ese momento, el teléfono sonó una y otra vez. La rítmica melodía, que se mezclaba con los ruidos que hacía el somier al moverse el terceto, no mentía, era su novio el que llamaba. Dudó entre coger el teléfono y no hacerlo, pero escogió lo primero para no levantarle sospechas.
-Sí, sí, estoy en la cama ya. ¿Qué tal el viaje?
A pesar de que Alicia pidió una tregua a sus compañeros de lecho, no se la otorgaron, al contrario, atacaron a Alicia con más ferocidad, divertidos por el mal rato que estaba pasando intentando disimular el intenso goce.
-Yo también te quiero, te echo de menos, un beso.
Al colgar, Alicia estalló en un fuerte orgasmo, lo había retenido tanto tiempo, que fue uno de los más intensos que había tenido en su vida.
Jorge y Mario continuaron follando a Alicia que, agotada, se dejaba llevar cual marioneta por los movimientos de uno y otro. Jorge aumentó el ritmo de sus empujes, eyaculando en Alicia y produciendo a modo de efecto dominó que Mario terminara también.
Alicia apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama y dejó que fuera Mario el que despidiera a Jorge.
-Encantada Alicia. Espero que mi hermano me llame pronto de nuevo y podamos reunirnos otra vez.
Alicia miró a Mario y pensó que jamás comprendería a su amante. Ofrecerla a su hermano demostraba una generosidad fuera de lo común. Ella jamás hubiera compartido a Mario con nadie, y menos con su hermana…

El libro este año se titulará: " Karma sensual4: Amores que matan" y se compondrá de los 13 (trece) mejores relatos seleccionados por el jurado de "Karma sensual", junto a datos de los autores.
Nos comunicaremos con los 4 primeros seleccionados para proponerles ser Jurado Ambulativo del concurso "Karma sensual5: Amor y Gula – Para comerte mejor-" 2009.
Saludos.
Marta Roldan
(Organizadora de Karma Sensual)
Enhorabuena a todos los premiados. Haber sido jurado en el premio ha sido una gran experiencia para mí. Tan sólo quiero animar a todos a que participéis el próximo año en este premio del que puedo decir que es uno de los más consolidados y serios que hay en el “apasionante” mundo de los relatos eróticos.
Besos a todos. Alice Carroll
 Era en los atardeceres cuando yo me despertaba. Hasta esa hora de la tarde, mi vida era una sucesiva letanía de hechos rutinarios hasta el bostezo. Me levantaba, preparaba el desayuno a mi marido mientras se duchaba y le daba un beso de despedida cuando se iba a trabajar. Limpiaba la casa, preparaba la comida, me vestía y quedaba con mis supuestas amigas de la urbanización para tomar un café e ir juntas a clases de Pilates. Regresaba a casa y mientras ponía la mesa, veía las noticias esperando a que Esteban volviera. Nada era sorprendente y nada me motivaba. Pensé que ya a mis 46 años me conformaría con aquella existencia baldía con la que se habían conformado mis amigas a las que he llegado a odiar en ocasiones al verlas felices sin tener ningún motivo para ello. Conocía a sus maridos y por mucho que les mirara con buenos ojos, no me parecían seres capaces de lograr ni siquiera su propia felicidad, evidentemente imposible que lograran la ajena.
El destino se encargó de cambiarlo todo una tarde de otoño, cuando las gotas de lluvia que estaban cayendo lánguidamente mancharon los cristales de las ventanas que acababa de limpiar. Mi marido me había comentado algo hacía unos días, pero como en otras ocasiones, ni siquiera le había prestado atención. Fue al sonar el timbre de la puerta cuando lo recordé.
-Éste debe ser Oscar-dijo mientras se levantaba a abrirle.
Me levanté yo también del sofá y vi pasar por delante del salón a aquel muchacho saludándome con una media sonrisa. Esteban y él se encerraron en el despacho y yo me volví a sentar intentando seguir con la lectura del libro que había cogido de la biblioteca esa misma mañana.
No fui capaz de seguir. Mis pensamientos viajaron muy lejos en el tiempo pero me resultaban aún tan cercanos que me dolían. Regresaron al momento en que Esteban y yo queríamos tener hijos y no pudimos, la desesperanza y la frustración de los penosos tratamientos de fertilidad, los malos resultados y la rendición final. Mi hijo podía tener ahora la edad de Oscar.
Mi marido era profesor de matemáticas en un instituto. Era buen profesor y un buen hombre, tranquilo, pausado y demasiado lógico para ser espontáneo. Jamás me reí con ninguno de sus chistes. Pero a pesar de todo, nos llevábamos relativamente bien, habíamos pasado demasiado cosas juntos como para no hacerlo. Impartía clases a los chicos de segundo de bachillerato y todos decían que era el mejor profesor de matemáticas que había tenido el centro desde hacía tiempo. Fue al empezar el nuevo curso cuando, ante la insistencia de algunos padres y los mismos alumnos, decidió ayudar con clases particulares a los muchachos que eran brillantes en otras asignaturas pero iban más flojos en la materia y querían sacar un buen expediente para optar por la carrera deseada.
Oscar era uno de aquellos chicos. Alto y con paso decidido, vestía como un chico más de su edad, vaqueros de cintura baja, camiseta de deporte y zapatillas de marca. Tenía el pelo negro y lo llevaba cuidadosamente despuntado. Sus ojos grandes y marrones lucían con un brillo especial.
Sonó el timbre de la puerta cuando aún faltaban diez minutos para terminar la clase. Abrí y encontré al que parecía ser el segundo alumno de esa tarde. A pesar de tener la misma edad que Oscar, Pedro, que así me dijo que se llamaba, parecía todavía un crío con su cara llena de acné, sus rizos castaños y sus gafas oscuras y redondas.
Le invité a sentarse en el sofá mientras mi marido terminaba la clase. Pedro era muy tímido así que proseguí con la lectura no acosándole con preguntas para no intimidarle.
Por fin finalizaron la clase y Pedro se encerró con mi marido mientras yo despedía a Oscar en la puerta, pero en el exterior tronaba con fuerza y la lluvia caía a borbotones sobre el asfalto.
-¿Por qué no te esperas un poco a que escampe? Te invito a un café si quieres.
Oscar dudó, pero respondió con un escueto “vale” que fue suficiente para que entrara de nuevo en casa.
En la cocina, Oscar seguía mis movimientos y respondía a mis preguntas. Me admiró su madurez y su seguridad, su voz grave me fue envolviendo poco a poco. Por un instante, me sentí como si fuera su madre, me imaginé la rutina de prepararle la merienda, como estaba haciendo en esos momentos. Sentí deseos de darle un tierno beso en la frente, de invitarle a que se quedara a dormir en el cuarto de invitados, el que hubiera sido el dormitorio de nuestro hijo. Mientras estaba absorta con mis pensamientos, me giré para preguntarle cuántas cucharadas de azúcar quería y le vi ruborizarse al verse sorprendido contemplando fijamente mi trasero.
Oscar se tomó el café y se fue. Me senté en la silla de la cocina y me quedé mirando sin pestañear la puerta del frigorífico sin poder pensar absolutamente en nada. Estaba completamente obnubilada y de alguna forma, haber ejercido de madre por unos minutos me había servido para sentirme realmente bien. Además, el pequeño descubrimiento de que resultaba apetecible para un hombre joven atizaba mi coquetería femenina, últimamente adormecida por la rutina.
Oscar y Pedro venían a casa un día sí y otro no. Con Pedro poco hablaba, es cierto que al ser más niño podía haber ejercido también como madre con él, pero no me llamaba la atención en absoluto. Era Oscar el que me llenaba, me gustaba su olor varonil, sus brazos torneados, sus labios perfectamente delineados, su nuez abultada en el cuello. El café después de la clase se convirtió en acostumbrado y los ratos en los que estábamos juntos eran cada vez mayores. Comencé a arreglarme más para recibir a aquellas visitas, me gustaba verme guapa aún estando en casa. Intercambiamos sensaciones, inquietudes y deseos. Era una terapia que me resultaba plenamente placentera y a Oscar, que había perdido a su madre al cumplir catorce años, intuía que le pasaba lo mismo. Estábamos muy a gusto el uno con el otro.
Lo cierto es que cada vez pensaba más en él. Me sorprendieron los celos que sentí cuando me confesó que había conseguido acostarse con una compañera en una fiesta de sábado y no pude contener mi rabia riñéndole como si realmente fuera su madre, diciéndole que no podía acostarse sin más con la primera que pasara por su vida. No quería reconocerlo, pero Oscar me atraía como hombre más que como hijo. No recuerdo cuando me di cuenta de aquel sutil cambio, quizás fue una noche cuando estando con Esteban haciendo el amor, cerré los ojos y me imaginé a Oscar sobre mí, besándome dulcemente y poseyéndome por primera vez.
Por la mañana, sentí remordimientos por aquellos tortuosos pensamientos. Mi deseo por él se avivaba al verle, la necesidad de tocarle se hacía imperativa. ¿Pero no ves cuánto te deseo? Me decía a mí misma en silencio.
Nuestros cafés pasaron de la cocina al salón. Oscar y yo nos sentábamos uno al lado del otro y con la tenue luz de la lámpara de pie de la esquina hablábamos hasta que, a falta de cinco minutos para que terminara la clase mi marido, él se iba. Cada vez que cerraba la puerta y le despedía, sentía que me desgarraba por dentro, que una parte de mí se esfumaba y que volvía de nuevo a la más absoluta oscuridad.
Aquella tarde cuando Oscar se marchó, me fui al baño y delante del espejo, me desnudé imaginando que al otro lado no estaba mi imagen reflejada en él, sino la de Oscar, contemplando cómo me desposeía de mis prendas y me entregaba a él. Acaricié el espejo y besé aquellos labios que me parecieron demasiado fríos al principio, lamí mi imagen para calentarla y al besarlos de nuevo, por fin conseguí imaginarme que eran los de él. Con la camisa desabrochada cayendo por mi espalda, me deshice del sostén y acaricié mis pechos, grandes y hermosos, los achuché y bajé la mano hasta mis piernas. Sin dejar de mirar mi imagen me desabroché los pantalones e introduje mis manos bajo las bragas, eran las de Oscar, grandes y fuertes las que lo hacían. Eran sus dedos los que curioseaban en mis entrañas y los que penetraban mi sexo. Mientras me masturbaba, pude oír a mi marido despidiendo a Pedro y gritando mi nombre mientras me buscaba por la casa. Un “¡estoy aquí!” salió de mis labios con algo de dificultad. Seguí mimando mi sexo hasta que el vaho del baño emborronó mi visión y la que yo me imaginaba de Oscar. Aunque quizás fue el orgasmo que sentí en ese momento el que hizo disminuir mi percepción visual. Fue algo fantástico, hacía mucho que no me masturbaba y casi ni recordaba la facilidad y la intensidad con que se llegaba a la meta.
Al siguiente día que Oscar vino, me encontraba algo apurada a su lado, quería disimular en lo posible lo que sentía por él, pero me parecía que mi torpeza de movimientos al estar tan cerca de él me delataba. Mi piel se erizó por un instante cuando me agarró el brazo para contarme un chiste y mi sexo se volvió más presente que nunca. Demasiado para controlarlo, creo que mi cabeza había dejado de funcionar por completo porque si no, no entiendo cómo tuve el valor de acercarme a él y besar sus labios.
Oscar, ante aquel gesto por mi parte no se inmutó. Me miró confuso, pero su inercia tendía hacia mí y al ver que me apartaba mientras musitaba un “no sé qué me ha pasado, lo siento” me abrazó y me besó. Fue un beso largo, ardiente y apasionado, pero tierno. Dulcemente tierno. Sentí su respiración fundida con la mía, toqué sus brazos y me gustó su firmeza, sus músculos aún no estaban formados completamente. Acaricié su pelo, tiré de él, besé su cuello y lamí con devoción los lóbulos de sus orejas. Pero no pasamos de ahí, el reloj acechaba la verticalidad y mi marido estaba a punto de salir con Pedro. Sentía mi corazón a punto de estallar y, aunque vi que Oscar quería seguir, le aparté señalándole la hora.
Nos despedimos sin más. Con un adiós y sin darnos siquiera un beso. Creo que ambos estábamos pensando lo mismo. Que no había ocurrido nada o quizás sí, pero ambos teníamos cierto temor a reconocerlo.
Esa noche me angustié pensando que Oscar quizás no volvería jamás y que se había arrepentido de lo que había hecho. Afortunadamente me equivoqué porque ese miércoles que tenía clase se presentó como siempre. El tiempo que duró la clase con mi marido se me hizo eterna, no podía parar, me levantaba del sofá, me sentaba, caminaba como un león enjaulado por toda la casa esperando que el tiempo trascurriera más deprisa. Por fin Pedro vino y los minutos volaron al lado de aquel insulso muchacho al que esta vez sí que le torturé con mis preguntas.
Oscar apareció en el salón y mi marido volvió con Pedro al despacho. Nos quedamos de pie, mirándonos sin saber qué decir, yo no sabía si pedirle perdón, si decirle que había sido un error, así que dejé que mi corazón decidiera por mí y le abracé. Oscar correspondió a mi abrazo y sentí que estábamos de nuevo unidos. Nos besamos y abrazamos con ansiedad. Rocé con mis dedos sus labios, los chupé con delicadeza y lamí su abultada nuez. Palpé sus formas sobre la ropa, estaba tremendamente excitada. Acaricié su cuerpo y un impulso me hizo desabrochar su camisa. Oscar se dejaba hacer por mí. Besé sus pechos, acaricié el vello de su torso, mordisquee su cintura, desabroché sus pantalones y cogí entre mis manos su miembro, completamente erecto para mi deleite. Él seguía algo despistado, creo que temía por Esteban, que nos pillara in fraganti, pero supe que me deseaba cuando me desabotonó con ansiedad mi blusa, bajó mi sostén y se zambulló en mis pechos hambriento de deseo por ellos. Lamió y mordisqueó mis pezones, los succionó una y otra vez y sentí un placentero cosquilleo en ellos, posó su mano entre mis piernas y bajando la cremallera de mis pantalones, resbaló su mano dentro. Su pericia a pesar de los nervios me sorprendió. Yo le deseaba dentro, así que me desabroché por completo y le supliqué que se pusiera encima. Ante su mirada dubitativa, le tranquilicé, Esteban no iba a salir, todavía faltaba media hora para finalizar la clase. Oscar se puso sobre mí y resbaló su miembro en mi interior. Por un momento creí estar en un sueño y no en mi salón, no podía ser cierto que estuviera haciendo el amor con Oscar, pero su pene dentro de mí era algo demasiado real para suponer que no era cierto.
Oscar me embistió con fuerza y yo le ayudé, fue corto pero tan intenso que mis ojos se llenaron de lágrimas que resbalaron por mi piel hasta caer en el sofá. Estaba llorando de puro placer, me volvía a sentir viva, Oscar era un soplo de aire fresco en mi existencia. Reposó jadeando unos momentos dentro de mí hasta que por fin consiguió recuperar el resuello y se apartó.
Aquellas sesiones de sexo se hicieron habituales, éramos tan descarados, que a veces dejábamos escapar algún que otro gemido que nos hacía volver a la realidad del salón y de mi marido y Pedro a pocos metros de nosotros.
No sé lo que había entre nosotros: pasión, amor, enamoramiento, cariño, ternura... No puedo definir mis propias sensaciones. Sé que Oscar se acostaba con alguna compañera de vez en cuando. Yo ya no le preguntaba por ello, no quería saber nada de su vida, me daba demasiado miedo competir con aquellas jóvenes que compartían su vida más que yo. Sabía que tenía unos momentos en los que era completamente mío, suficiente para ser feliz. Con Esteban me sentía bien, ya no sentía mi vida tan rutinaria, había encontrado algo que me daba luz en todos los sentidos. Había conseguido recuperar la ilusión de la sorpresa.
Y eso es lo que me llevé. La mayor sorpresa de mi vida una noche en la que no podía dormir y encontré a Esteban masturbándose compulsivamente en el salón mientras contemplaba extasiado en el ordenador los encuentros que habíamos tenido Oscar y yo aquellas tardes. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que aquel cable que había en la librería no estaba conectado a la televisión ni al video sino al ordenador portátil que él tenía siempre en la mesa del salón y que había estado grabándonos con la pequeña webcam que tenía escondida entre unos libros.
Regresé silenciosa a la cama sin que Esteban percibiera mi presencia y dejé que siguiera disfrutando con aquellas imágenes. Decidí al taparme con la sábana que si él no había puesto ninguna pega al enterarse de mi relación con Oscar, yo tampoco tendría inconveniente en que siguiera ejerciendo de voyeur con nosotros. Un secreto por otro secreto, algo completamente justo. En ese momento creo que todos éramos algo más felices que antes.
 Era en los atardeceres cuando yo me despertaba. Hasta esa hora de la tarde, mi vida era una sucesiva letanía de hechos rutinarios hasta el bostezo. Me levantaba, preparaba el desayuno a mi marido mientras se duchaba y le daba un beso de despedida cuando se iba a trabajar. Limpiaba la casa, preparaba la comida, me vestía y quedaba con mis supuestas amigas de la urbanización para tomar un café e ir juntas a clases de Pilates. Regresaba a casa y mientras ponía la mesa, veía las noticias esperando a que Esteban volviera. Nada era sorprendente y nada me motivaba. Pensé que ya a mis 46 años me conformaría con aquella existencia baldía con la que se habían conformado mis amigas a las que he llegado a odiar en ocasiones al verlas felices sin tener ningún motivo para ello. Conocía a sus maridos y por mucho que les mirara con buenos ojos, no me parecían seres capaces de lograr ni siquiera su propia felicidad, evidentemente imposible que lograran la ajena.
El destino se encargó de cambiarlo todo una tarde de otoño, cuando las gotas de lluvia que estaban cayendo lánguidamente mancharon los cristales de las ventanas que acababa de limpiar. Mi marido me había comentado algo hacía unos días, pero como en otras ocasiones, ni siquiera le había prestado atención. Fue al sonar el timbre de la puerta cuando lo recordé.
-Éste debe ser Oscar-dijo mientras se levantaba a abrirle.
Me levanté yo también del sofá y vi pasar por delante del salón a aquel muchacho saludándome con una media sonrisa. Esteban y él se encerraron en el despacho y yo me volví a sentar intentando seguir con la lectura del libro que había cogido de la biblioteca esa misma mañana.
No fui capaz de seguir. Mis pensamientos viajaron muy lejos en el tiempo pero me resultaban aún tan cercanos que me dolían. Regresaron al momento en que Esteban y yo queríamos tener hijos y no pudimos, la desesperanza y la frustración de los penosos tratamientos de fertilidad, los malos resultados y la rendición final. Mi hijo podía tener ahora la edad de Oscar.
Mi marido era profesor de matemáticas en un instituto. Era buen profesor y un buen hombre, tranquilo, pausado y demasiado lógico para ser espontáneo. Jamás me reí con ninguno de sus chistes. Pero a pesar de todo, nos llevábamos relativamente bien, habíamos pasado demasiado cosas juntos como para no hacerlo. Impartía clases a los chicos de segundo de bachillerato y todos decían que era el mejor profesor de matemáticas que había tenido el centro desde hacía tiempo. Fue al empezar el nuevo curso cuando, ante la insistencia de algunos padres y los mismos alumnos, decidió ayudar con clases particulares a los muchachos que eran brillantes en otras asignaturas pero iban más flojos en la materia y querían sacar un buen expediente para optar por la carrera deseada.
Oscar era uno de aquellos chicos. Alto y con paso decidido, vestía como un chico más de su edad, vaqueros de cintura baja, camiseta de deporte y zapatillas de marca. Tenía el pelo negro y lo llevaba cuidadosamente despuntado. Sus ojos grandes y marrones lucían con un brillo especial.
Sonó el timbre de la puerta cuando aún faltaban diez minutos para terminar la clase. Abrí y encontré al que parecía ser el segundo alumno de esa tarde. A pesar de tener la misma edad que Oscar, Pedro, que así me dijo que se llamaba, parecía todavía un crío con su cara llena de acné, sus rizos castaños y sus gafas oscuras y redondas.
Le invité a sentarse en el sofá mientras mi marido terminaba la clase. Pedro era muy tímido así que proseguí con la lectura no acosándole con preguntas para no intimidarle.
Por fin finalizaron la clase y Pedro se encerró con mi marido mientras yo despedía a Oscar en la puerta, pero en el exterior tronaba con fuerza y la lluvia caía a borbotones sobre el asfalto.
-¿Por qué no te esperas un poco a que escampe? Te invito a un café si quieres.
Oscar dudó, pero respondió con un escueto “vale” que fue suficiente para que entrara de nuevo en casa.
En la cocina, Oscar seguía mis movimientos y respondía a mis preguntas. Me admiró su madurez y su seguridad, su voz grave me fue envolviendo poco a poco. Por un instante, me sentí como si fuera su madre, me imaginé la rutina de prepararle la merienda, como estaba haciendo en esos momentos. Sentí deseos de darle un tierno beso en la frente, de invitarle a que se quedara a dormir en el cuarto de invitados, el que hubiera sido el dormitorio de nuestro hijo. Mientras estaba absorta con mis pensamientos, me giré para preguntarle cuántas cucharadas de azúcar quería y le vi ruborizarse al verse sorprendido contemplando fijamente mi trasero.
Oscar se tomó el café y se fue. Me senté en la silla de la cocina y me quedé mirando sin pestañear la puerta del frigorífico sin poder pensar absolutamente en nada. Estaba completamente obnubilada y de alguna forma, haber ejercido de madre por unos minutos me había servido para sentirme realmente bien. Además, el pequeño descubrimiento de que resultaba apetecible para un hombre joven atizaba mi coquetería femenina, últimamente adormecida por la rutina.
Oscar y Pedro venían a casa un día sí y otro no. Con Pedro poco hablaba, es cierto que al ser más niño podía haber ejercido también como madre con él, pero no me llamaba la atención en absoluto. Era Oscar el que me llenaba, me gustaba su olor varonil, sus brazos torneados, sus labios perfectamente delineados, su nuez abultada en el cuello. El café después de la clase se convirtió en acostumbrado y los ratos en los que estábamos juntos eran cada vez mayores. Comencé a arreglarme más para recibir a aquellas visitas, me gustaba verme guapa aún estando en casa. Intercambiamos sensaciones, inquietudes y deseos. Era una terapia que me resultaba plenamente placentera y a Oscar, que había perdido a su madre al cumplir catorce años, intuía que le pasaba lo mismo. Estábamos muy a gusto el uno con el otro.
Lo cierto es que cada vez pensaba más en él. Me sorprendieron los celos que sentí cuando me confesó que había conseguido acostarse con una compañera en una fiesta de sábado y no pude contener mi rabia riñéndole como si realmente fuera su madre, diciéndole que no podía acostarse sin más con la primera que pasara por su vida. No quería reconocerlo, pero Oscar me atraía como hombre más que como hijo. No recuerdo cuando me di cuenta de aquel sutil cambio, quizás fue una noche cuando estando con Esteban haciendo el amor, cerré los ojos y me imaginé a Oscar sobre mí, besándome dulcemente y poseyéndome por primera vez.
Por la mañana, sentí remordimientos por aquellos tortuosos pensamientos. Mi deseo por él se avivaba al verle, la necesidad de tocarle se hacía imperativa. ¿Pero no ves cuánto te deseo? Me decía a mí misma en silencio.
Nuestros cafés pasaron de la cocina al salón. Oscar y yo nos sentábamos uno al lado del otro y con la tenue luz de la lámpara de pie de la esquina hablábamos hasta que, a falta de cinco minutos para que terminara la clase mi marido, él se iba. Cada vez que cerraba la puerta y le despedía, sentía que me desgarraba por dentro, que una parte de mí se esfumaba y que volvía de nuevo a la más absoluta oscuridad.
Aquella tarde cuando Oscar se marchó, me fui al baño y delante del espejo, me desnudé imaginando que al otro lado no estaba mi imagen reflejada en él, sino la de Oscar, contemplando cómo me desposeía de mis prendas y me entregaba a él. Acaricié el espejo y besé aquellos labios que me parecieron demasiado fríos al principio, lamí mi imagen para calentarla y al besarlos de nuevo, por fin conseguí imaginarme que eran los de él. Con la camisa desabrochada cayendo por mi espalda, me deshice del sostén y acaricié mis pechos, grandes y hermosos, los achuché y bajé la mano hasta mis piernas. Sin dejar de mirar mi imagen me desabroché los pantalones e introduje mis manos bajo las bragas, eran las de Oscar, grandes y fuertes las que lo hacían. Eran sus dedos los que curioseaban en mis entrañas y los que penetraban mi sexo. Mientras me masturbaba, pude oír a mi marido despidiendo a Pedro y gritando mi nombre mientras me buscaba por la casa. Un “¡estoy aquí!” salió de mis labios con algo de dificultad. Seguí mimando mi sexo hasta que el vaho del baño emborronó mi visión y la que yo me imaginaba de Oscar. Aunque quizás fue el orgasmo que sentí en ese momento el que hizo disminuir mi percepción visual. Fue algo fantástico, hacía mucho que no me masturbaba y casi ni recordaba la facilidad y la intensidad con que se llegaba a la meta.
Al siguiente día que Oscar vino, me encontraba algo apurada a su lado, quería disimular en lo posible lo que sentía por él, pero me parecía que mi torpeza de movimientos al estar tan cerca de él me delataba. Mi piel se erizó por un instante cuando me agarró el brazo para contarme un chiste y mi sexo se volvió más presente que nunca. Demasiado para controlarlo, creo que mi cabeza había dejado de funcionar por completo porque si no, no entiendo cómo tuve el valor de acercarme a él y besar sus labios.
Oscar, ante aquel gesto por mi parte no se inmutó. Me miró confuso, pero su inercia tendía hacia mí y al ver que me apartaba mientras musitaba un “no sé qué me ha pasado, lo siento” me abrazó y me besó. Fue un beso largo, ardiente y apasionado, pero tierno. Dulcemente tierno. Sentí su respiración fundida con la mía, toqué sus brazos y me gustó su firmeza, sus músculos aún no estaban formados completamente. Acaricié su pelo, tiré de él, besé su cuello y lamí con devoción los lóbulos de sus orejas. Pero no pasamos de ahí, el reloj acechaba la verticalidad y mi marido estaba a punto de salir con Pedro. Sentía mi corazón a punto de estallar y, aunque vi que Oscar quería seguir, le aparté señalándole la hora.
Nos despedimos sin más. Con un adiós y sin darnos siquiera un beso. Creo que ambos estábamos pensando lo mismo. Que no había ocurrido nada o quizás sí, pero ambos teníamos cierto temor a reconocerlo.
Esa noche me angustié pensando que Oscar quizás no volvería jamás y que se había arrepentido de lo que había hecho. Afortunadamente me equivoqué porque ese miércoles que tenía clase se presentó como siempre. El tiempo que duró la clase con mi marido se me hizo eterna, no podía parar, me levantaba del sofá, me sentaba, caminaba como un león enjaulado por toda la casa esperando que el tiempo trascurriera más deprisa. Por fin Pedro vino y los minutos volaron al lado de aquel insulso muchacho al que esta vez sí que le torturé con mis preguntas.
Oscar apareció en el salón y mi marido volvió con Pedro al despacho. Nos quedamos de pie, mirándonos sin saber qué decir, yo no sabía si pedirle perdón, si decirle que había sido un error, así que dejé que mi corazón decidiera por mí y le abracé. Oscar correspondió a mi abrazo y sentí que estábamos de nuevo unidos. Nos besamos y abrazamos con ansiedad. Rocé con mis dedos sus labios, los chupé con delicadeza y lamí su abultada nuez. Palpé sus formas sobre la ropa, estaba tremendamente excitada. Acaricié su cuerpo y un impulso me hizo desabrochar su camisa. Oscar se dejaba hacer por mí. Besé sus pechos, acaricié el vello de su torso, mordisquee su cintura, desabroché sus pantalones y cogí entre mis manos su miembro, completamente erecto para mi deleite. Él seguía algo despistado, creo que temía por Esteban, que nos pillara in fraganti, pero supe que me deseaba cuando me desabotonó con ansiedad mi blusa, bajó mi sostén y se zambulló en mis pechos hambriento de deseo por ellos. Lamió y mordisqueó mis pezones, los succionó una y otra vez y sentí un placentero cosquilleo en ellos, posó su mano entre mis piernas y bajando la cremallera de mis pantalones, resbaló su mano dentro. Su pericia a pesar de los nervios me sorprendió. Yo le deseaba dentro, así que me desabroché por completo y le supliqué que se pusiera encima. Ante su mirada dubitativa, le tranquilicé, Esteban no iba a salir, todavía faltaba media hora para finalizar la clase. Oscar se puso sobre mí y resbaló su miembro en mi interior. Por un momento creí estar en un sueño y no en mi salón, no podía ser cierto que estuviera haciendo el amor con Oscar, pero su pene dentro de mí era algo demasiado real para suponer que no era cierto.
Oscar me embistió con fuerza y yo le ayudé, fue corto pero tan intenso que mis ojos se llenaron de lágrimas que resbalaron por mi piel hasta caer en el sofá. Estaba llorando de puro placer, me volvía a sentir viva, Oscar era un soplo de aire fresco en mi existencia. Reposó jadeando unos momentos dentro de mí hasta que por fin consiguió recuperar el resuello y se apartó.
Aquellas sesiones de sexo se hicieron habituales, éramos tan descarados, que a veces dejábamos escapar algún que otro gemido que nos hacía volver a la realidad del salón y de mi marido y Pedro a pocos metros de nosotros.
No sé lo que había entre nosotros: pasión, amor, enamoramiento, cariño, ternura... No puedo definir mis propias sensaciones. Sé que Oscar se acostaba con alguna compañera de vez en cuando. Yo ya no le preguntaba por ello, no quería saber nada de su vida, me daba demasiado miedo competir con aquellas jóvenes que compartían su vida más que yo. Sabía que tenía unos momentos en los que era completamente mío, suficiente para ser feliz. Con Esteban me sentía bien, ya no sentía mi vida tan rutinaria, había encontrado algo que me daba luz en todos los sentidos. Había conseguido recuperar la ilusión de la sorpresa.
Y eso es lo que me llevé. La mayor sorpresa de mi vida una noche en la que no podía dormir y encontré a Esteban masturbándose compulsivamente en el salón mientras contemplaba extasiado en el ordenador los encuentros que habíamos tenido Oscar y yo aquellas tardes. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que aquel cable que había en la librería no estaba conectado a la televisión ni al video sino al ordenador portátil que él tenía siempre en la mesa del salón y que había estado grabándonos con la pequeña webcam que tenía escondida entre unos libros.
Regresé silenciosa a la cama sin que Esteban percibiera mi presencia y dejé que siguiera disfrutando con aquellas imágenes. Decidí al taparme con la sábana que si él no había puesto ninguna pega al enterarse de mi relación con Oscar, yo tampoco tendría inconveniente en que siguiera ejerciendo de voyeur con nosotros. Un secreto por otro secreto, algo completamente justo. En ese momento creo que todos éramos algo más felices que antes.

 
 
  El verano me invita a la desidia, me dejo llevar por la maravillosa sensación que provoca en mi piel el calor del sol. Despierta mis sentidos, fluye caliente dentro de mí la sangre que, una y otra vez, recorre mi cuerpo desperezándome del largo invierno. Siento mi sexo más inquieto, más voluptuoso e impertinente, más necesitado si cabe. Demanda caricias, pasión y ardientes besos, igualar la temperatura de mi dermis a la del exterior. Me siento absorbida dentro de un ciclón de fogosidad, me paseo por la calle envuelta en dulces recuerdos de encuentros pasados, deseos de nuevas aventuras. La sensualidad dirige mis pasos, miradas furtivas de anónimos transeúntes revuelven mi pasión. Todo a mi alrededor emana un cálido aire que me confunde. Me acaricio con vehemencia, me lo pide mi piel, subo ligeramente mi vestido y me concentro en el cosquilleo que sienten mis muslos al posar mis dedos en ellos. Cierro los ojos, escondida tras las gafas de sol e inspiro profundamente acaparando en mi interior un pedazo del verano que comienza. Mi deseo se transparenta en mis gestos, coqueteo ajena a cualquier comentario. Nada me importa más en estos momentos que olvidarme del cuerpo abandonándolo en manos de otro cuerpo, el de mi amante. Noto como perfila el verano en mis curvas, su cálido aliento se confunde con el de la leve brisa que despeina mi cabello, sus manos calientes posadas en mi piel son una invitación a olvidarse del tiempo para simplemente gozar, no hay prisa, tan sólo el frenético cabalgar sobre él llegando al orgasmo me hace ansiosa e impaciente. El sol se cuela por los orificios de la persiana, vistiendo extrañamente nuestros cuerpos enlazados tras la pasión. Besos silenciosos, caricias cansinas preliminares del dulce sueño que nos arropa. Es tiempo de verano.
Olvidamos la rutina y damos un descanso veraniego a mis cuentos en el blog. Una pausa para ordenar el caos de papeles, relatos y pasiones que acumulo a estas alturas. Mientras tanto, os dejo en buenas manos, las que podéis encontrar en los enlaces y en especial, y actuando a modo de madrina, las de mi amiga Margarita Ventura y su nuevo blog, envuelto de exquisita sensualidad: Eroti-k-mente
Feliz verano y prometo que mi ausencia se verá salpicada por algún que otro cuento que os sorprenda. Besos a todos.
         Sabía que era una mala idea. Su intuición se lo repetía de forma machacona; su corazón, exageradamente fuera de control, parecía ratificarlo y su cabeza no cesaba de dar vueltas a la misma idea. Todo ello contribuía a llenar de dudas a Alicia que, en silencio en el asiento del copiloto, observaba a Mario de reojo, intentando adivinar si sentía lo mismo que ella en esos momentos.
         Mario conducía sin prisa, tranquilo. Era de madrugada, las calles estaban inusualmente desiertas a pesar de ser sábado, pero el mal tiempo y las lluvias fuera de lugar habían hecho desistir a gran parte de la población a salir de juerga. El asfalto mojado, brillaba iluminado por los faros del vehículo. En ese momento ya no llovía, pero el olor a humedad era tan intenso, que a veces Alicia sentía cierto ahogo. Aunque ella no lo quisiera reconocer, el nudo que atenazaba su garganta nada tenía que ver con las adversas condiciones climáticas, sino con la proposición que Mario le hiciera una semana atrás y que había aceptado sin pensar demasiado que tras siete días, tendría que cumplir con su palabra.
         Pero ahora se arrepentía de haber sido tan solícita ante la pregunta de Mario. Tenía el típico miedo a lo desconocido, a no saber estar a la altura, al momento posterior. Alicia se frotó los dedos entre sí, los notaba algo húmedos, los nervios le estaban jugando una mala pasada. Se ajustó el vestido rojo al cuerpo, intentando apartar el molesto cinturón de seguridad que, alerta ante su brusco movimiento se había bloqueado oprimiéndola hasta casi dejarla sin respiración. Tras una tregua entre el artefacto y ella pudo destensarlo, pudiendo por fin proseguir con la tarea interrumpida. Ajustó sus pechos dentro de la tela de modo que éstos quedaran firmemente encajados en el ceñido escote. Apenas un milímetro más y la sonrosada aureola de aquellos quedaría a la vista. Fue en ese instante cuando aprovechando un semáforo en rojo, Mario la miró y sonriendo, alcanzó con su mano derecha las piernas de Alicia, despreciando su vestido para acariciar directamente su piel. Deslizó las manos hasta sus muslos y ella, como un gesto reflejo, abrió sus piernas, invitando a Mario a que siguiera su camino. Pero inoportunamente el semáforo tornó a verde y el incesante y molesto claxon del vehículo que se ubicaba tras ellos sacó a Mario de su ensimismamiento que, con un claro gesto de fastidio, prosiguió la marcha. 
Alicia se podía imaginar con todo tipo de detalles, cómo sería el exterior del local. No tenía que ser muy distinto a la multitud de clubs nocturnos que poblaban las carreteras de salida de la ciudad. Luces de neón aseguradas, una fachada avejentada por la contaminación de los coches que pasaban a su lado, ventanas discretamente cerradas en las que como mucho se podría ver alguna cortina de tonos vivos; entrada pobremente asfaltada, a la que llegaban los vehículos de los clientes tras dejar a su paso una polvorienta estela. Así como iba coloreando el exterior del club al que acudían esa noche, iba apartando de su imaginación cómo podría ser su interior. No quería pensar en ello, era acercarse demasiado, aún le quedaban unos minutos para echarse atrás, decir a Mario que dieran media vuelta y se alejaran de allí. Pero no era capaz de hacerlo, al contrario, parecía que sus labios se hubieran pegado por un extraño maleficio.
         Alicia se sorprendió cuando Mario se adentró en uno de los mejores barrios de la ciudad. El paisaje de altos edificios grisáceos había desaparecido para dar paso a lujosas casas rodeadas de tupidos jardines. Mario detuvo su marcha al lado de un inmenso chalet de color amarillo pálido, luces blancas situadas en el suelo apuntaban a lo fachada, haciendo que brillara como si hubiera sido acariciada por los rayos del sol. Nada que ver con lo que ella se había imaginado.
         Bajaron del coche y llamaron al videoportero. De inmediato, un hombre vestido de traje oscuro salió de la casa y acercándose a ellos, les pidió que se identificaran. Tras mirar una hoja en la que Alicia pudo ver subrayados algunos nombres, les dejó pasar. Nadie podía entrar sin una previa invitación.
Alicia, al entrar, miró con sorpresa la piscina ovalada que había en medio de lo que podía ser el antiguo salón de la casa. En ella, desnudos, se bañaban cuatro personas. La sala estaba azulejada de color verde y sillones blancos rodeaban el recinto de agua. Una música suave sonaba de fondo y el olor a cloro solapaba el de tabaco.
         Hasta ellos se acercó una esbelta mujer de cabello rubio y abundantes pechos que saludó a Mario con cierta familiaridad que a Alicia no le pasó desapercibida. Intentó no pensar con quién podría haber ido Mario a aquel lugar en anteriores ocasiones. La mujer, de nombre Mirela, les invitó a hacer un recorrido por todo el club, mientras comentaba a ambos las reglas por las que se regía el mismo.
         Los tres subieron por unas escaleras de mármol a la primera planta. Los halógenos iluminaban los cuadros que había colocados en la pared: acuarelas de dibujos de parejas haciendo el amor y retratos de mujeres en sugerentes posiciones. Esta planta era lo más parecida a un bar que había allí: numerosas mesas redondas de pequeño tamaño y multitud de sofás y sillones negros para proporcionar comodidad a los clientes. Ese era el primer punto para los nuevos visitantes, donde se establecían los contactos y se insinuaban proposiciones. La escasa iluminación de tonos anaranjados le añadía una calidez especial. Alicia miró disimuladamente a su alrededor, había una docena de supuestas parejas que no parecían haberse inmutado ante su llegada.
Siguieron subiendo por la ancha escalera hasta la segunda planta, donde se adivinaba ya el tipo del local del que se trataba: numerosos colchones recubiertos de impecables sábanas blancas cubrían casi todo el suelo. A Alicia le llamó la atención la cantidad de expendedores de pañuelos de papel y toallitas clavados en la pared. En ese momento no había nadie, pero según Mirela y guiñando un ojo, comentó que no tardaría en llenarse. Mirela se despidió de ellos y Mario, agarrando a Alicia del brazo la llevó hasta el ático, del que Mirela parecía haberse olvidado a propósito. Mario demostraba una sospechosa seguridad, la misma de la que carecía Alicia, que notaba como, a medida que iba subiendo los peldaños, iba apareciendo en ella el temor a lo desconocido.
El ático, llamado también “el cuarto oscuro” según rezaba nada más subir a él, carecía de luz, Alicia no era capaz de percibir más que la figura recortada de Mario que, acercándose a ella, comenzó a besarla apasionadamente, mostrando una gran excitación. Amasó los pechos de Alicia que de inmediato despreciaron el lugar donde cuidadosamente los había colocado tan sólo hace unos minutos y asomaron despreocupados por encima de su escote. Resbaló una mano por debajo de su vestido y sobó sus glúteos, pellizcándolos entre sus dedos. Alicia intentó abstraerse del lugar en el que estaban y se centró en su amante, abrazándole, acariciando su torso hasta llegar a tocar el abultamiento que se palpaba por encima de los pantalones. Lentamente, Alicia comenzó a desnudar a su amante, la ausencia de luz más que un obstáculo, suponía un aliciente para avivar su excitación. Botón a botón, fue despojando a Mario de su camisa, besando la piel que iba sintiendo bajo sus dedos. Tras desabrochar sus pantalones y caer al suelo, ayudó a Mario a desprenderse de ellos, inclinando su cuerpo para bajarle, no sin cierta ritualidad, sus calzoncillos. Buscó con la lengua su pene desnudo, lo lamió una y otra vez, se lo metió en la boca de forma repetida hasta que lo humedeció intensamente. Mario agarró a Alicia de los brazos y la ayudó a levantarse. Buscó apresuradamente la cremallera del vestido y la bajó con cierta ansiedad, quedando así Alicia, completamente desnuda.
         
         Mario empujó a su amante, a la par que la iba besando,  hasta las camas corridas que había ubicadas al lado de la pared, abrió sus piernas y agachándose sobre ella, le abrió delicadamente sus labios mayores para lamer su vulva, besó con sus carnosos labios su sexo hasta que por fin comenzó a sentir la plena excitación de Alicia en su boca.
         Alicia, aferrándose a la sábana para no arrancar la piel a tiras de Mario con sus uñas, gemía sonoramente, olvidando por completo el motivo por el que se encontraban allí. Fue en ese momento de sumo placer cuando se dio cuenta de que no estaba solos. Mario, intuyendo que Alicia se había dado cuenta de ello, cesó sus movimientos y apartándose de ella, dejó que otro hombre que hasta ese momento había permanecido en completo silencio, tomara su lugar. Alicia estaba confusa, pero tan excitada, que sentía verdadera necesidad de tener sexo en ese momento, así que cuando aquel desconocido completamente empalmado, agarró sus brazos contra el colchón y sin más presentaciones, la penetró, ni rechistó, al contrario, sintió tal placer que un gemido desgarrador salió de su garganta. Aquel desconocido tenía un cuerpo atlético, perfecto, intuía sus músculos por sus rotundas e incesantes embestidas. A pesar del infinito goce del momento, pudo percibir a su lado a Mario, que a modo de espejo, follaba con una silenciosa mujer. Intentó que los celos se diluyeran para poder seguir disfrutando del momento. El hombre no tenía compasión por ella, ni un breve descanso que le permitiera cambiar de postura. Sostenía sus piernas en un perfecto ángulo recto y las agarraba tan firmemente, que sentía cierto cosquilleo en los dedos de los pies. Sintió que el miembro de aquel desconocido no estaba desnudo, el intenso roce del preservativo que lo cubría provocaba en su sexo a veces un molesto escozor.
Estaba exhausta, pero alerta a todo lo que pasaba a su alrededor. Allí había más gente, difícilmente podría Mario besar y acariciar su pecho izquierdo cuando precisamente se encontraba a su derecha y con una distancia lo suficientemente grande para que apenas pudiera rozarla. Había entrado en juego otro hombre acompañado de una mujer, y parecía excitarle sumamente tener dos a su alcance, dados sus gemidos tras comenzar a acariciar los pechos de Alicia. La presencia de aquellos dos hombres fue suficiente para que Alicia se precipitara en una amalgama de excitantes convulsiones. El hombre que tenía encima, no obstante, siguió por unos minutos, aplastó los pechos turgentes de Alicia hasta casi dejarla sin aire y tras un sonoro grito, eyaculó. Fue en ese instante cuando sintió que una mano femenina conducía la suya hasta el miembro del segundo hombre, instándole a acariciárselo, mientras la misma mujer se desplazaba justamente hasta donde Mario estaba, pudiendo escuchar cómo le hacía a éste una ruidosa felación. La mujer que hasta ese momento había follado con Mario cambió éste por el hombre al que había dejado la primera, al que se subió y comenzó a cabalgar sobre él tras apartar la mano de Alicia, que obediente seguía masturbando al desconocido. Alicia, ya relajada, quería que todo terminara, no podía soportar ver a Mario follando con otra mujer y deseaba estar a solas con él.
         Sus deseos parecían haber sido trasmitidos telepáticamente dado que Mario por fin terminó y tras unos minutos llevó a Alicia a un rincón del ático, dejando a las dos parejas continuar con los juegos. Mario la abrazó mientras intentaba averiguar cómo se encontraba tras la experiencia. Pero Alicia no dijo nada, se sentía muy confusa y algo incómoda por haber tenido que presenciar a su amante al lado de otra mujer. No obstante, la experiencia en aquella sala le había gustado más de lo que hubiera pensado y quién sabe si, ante una nueva propuesta de su amante, volvería a aceptar volver a aquel lugar.
La respuesta que se dio a sí misma al regresar a casa en el coche fue sí.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
